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ELECCIONES EN RUSIA

La era Putin se somete a las urnas

Los rusos han ganado estabilidad a cambio del recorte de su libertad bajo el mandato del presidente

Pilar Bonet

Los cuatro años transcurridos desde que Vladímir Putin fue elegido presidente de Rusia en marzo de 2000 han dado a sus conciudadanos una cierta sensación de estabilidad y mejora económica y también más confianza en el futuro de su país. El precio de este confort frágil basado en los petrodólares, del que no todos se benefician, es la reducción de las libertades cívicas apenas conquistadas, el fortalecimiento de los métodos policiales y burocráticos y el retorno parcial a las tradiciones soviéticas y del zarismo, aderezadas con modernas tecnologías.

Las encuestas indican que los rusos, su mayoría, están contentos con lo que tienen y apoyarán hoy en las urnas a Vladímir Putin, ese antiguo teniente coronel de los servicios de espionaje del KGB, que se presenta como indiscutible favorito ante cinco candidatos sin esperanzas, para quienes los comicios son un medio de resolver otros problemas.

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El metódico y discreto Putin se ha dedicado a recoger, por lo menos simbólicamente, los pedazos de la vajilla familiar que el imprevisible y desmedido Borís Yeltsin hizo añicos al desintegrarse la URSS. Banderas, himnos, escudos y rituales del pasado soviético y zarista arropan hoy a los rusos y les hacen más llevadero el trauma de la pérdida de un imperio y un sistema social y político. En la era Putin, seriales de éxito protagonizados por policías y bandidos humanos, como La calle de los Faroles Rotos y La Brigada, comedias ligeras y, sobre todo, deporte y más deporte, han entretenido a los telespectadores, mientras los noticiarios de las cadenas estatales les confirmaban que su país sigue siendo una potencia nuclear respetada, gracias al Ejército que la defiende y a los cuerpos de seguridad que la vigilan.

La guerra chechena

Los sobresaltos, que en los noventa eran parte de la vida cotidiana, se concentran hoy en el terrorismo. Sus sangrientos ataques, el último de los cuales, en febrero, causó una cuarentena de muertos en el metro de Moscú, recuerdan que la guerra de Chechenia es la herencia más envenenada que Yeltsin dejó a su sucesor. Un 34% de los rusos considera que la incapacidad de acabar con la guerra en esa república caucásica es la peor parte de la gestión de Putin, según afirmaba el sociólogo Leonid Sedov en base a recientes encuestas.

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Cerca de 5.000 militares han perecido oficialmente en Chechenia desde octubre de 1999 hasta julio pasado. En 2003 fueron secuestradas allí 473 personas, de las que 48 fueron encontradas muertas y otras 269 no han aparecido, según datos de la asociación de derechos humanos Memorial que abarcan solo el 30% del territorio checheno.

Entre los aspectos positivos de la era Putin, los rusos mencionan el aumento del nivel de vida, los sueldos y las pensiones, así como la existencia de un clima positivo y de fe en que las cosas mejorarán. Un 39% tiene más esperanza que hace cuatro años en Putin y un 28% conserva intacta la confianza depositada en él, según las encuestas de Sedov. El líder tiene un capital personal que podrá utilizar, si lo desea, para realizar las reformas socioeconómicas aún pendientes en la transición a la economía de mercado por la que Rusia avanza con muchas dificultades.

El aumento de los precios del petróleo ha permitido a la élite de Putin pagar deudas internacionales, acumular reservas y sofocar conatos de crisis social sin esfuerzo. En el aumento del 7,3% experimentado por el PIB de Rusia en 2003, el petróleo tiene un papel mayor del que los dirigentes están dispuestos a reconocer, según los análisis del Banco Mundial. Los optimistas insisten en que las pequeñas y medianas empresas se perfilan ya como una fuente de crecimiento, aunque como dice el economista Yevgueni Yasin, "no está claro cómo se las ingenian para trabajar en este ambiente de corrupción". Para un 28% de los rusos, la corrupción es, junto a Chechenia, otro de los puntos débiles de la era de Putin.

Los periodistas saben que las investigaciones de escándalos financieros en Rusia se paga a menudo con la vida. En Togliati, junto al Volga, dos directores sucesivos del periódico Togliátinskoe Obozrenie fueron asesinados tras fisgar en los negocios de la fábrica de automóviles VAZ. En Novosibirsk, el vicealcalde encargado de la propiedad municipal y su sucesor corrieron la misma suerte. Dos diputados y un gobernador han sido víctimas de las balas en época de Putin. Ningún alto funcionario del régimen de Yeltsin ha sido juzgado, ni siquiera el ex ministro de Ferrocarriles, Nikolái Axiónenko, acusado de robo de gran magnitud. Pese a la pretendida división de poderes, el sistema judicial y la fiscalía siguen siendo instrumentos del Kremlin.

No está claro hasta qué punto Putin desea realizar reformas necesarias, pero impopulares. De haber querido, hubiera podido hacerlas ya, dado que contaba la mayoría necesaria para su aprobación parlamentaria y el Gabinete de Mijaíl Kasiánov no era ni más ni menos reformista que el de su sucesor, Mijaíl Fradkov, apresuradamente formado en vísperas de los comicios. Algunos piensan que Putin no se atreve a tomar decisiones polémicas por miedo a perder la popularidad de que goza. El resultado es que los monopolios del gas, ferrocarriles y electricidad son hoy más fuertes que antes y que los ciudadanos sufren los aumentos de precios, que a menudo superan con mucho el ritmo de la inflación.

La resistencia de los militares, por su parte, ha demorado la entrada en vigor de la ley de servicio civil alternativo, prevista en la Constitución de 1993. Desde el pasado enero, los objetores de conciencia pueden servir a la patria legalmente sin llevar uniforme. Eso sí, de tres a cinco años y en duras condiciones. Los sectores radicales de la Iglesia ortodoxa que consideran diabólico repartir números de identidad a los ciudadanos rusos frenan hasta hoy la nueva ley de pasaportes en la Duma.

Terratenientes

Al balance positivo de Putin puede sumársele el nuevo impuesto sobre la renta, que, con un 13%, es el más bajo de Europa. El éxito de esta reforma que crea la clase de ciudadanos contribuyentes no se extiende a la reforma agraria, que convierte a los pequeños campesinos en siervos más que en propietarios y potencia la aparición de grandes terratenientes. La legislación de extranjería y ciudadanía aprobadas bajo Putin se ha guiado más por criterios policiales que por una política de puertas abiertas hacia los ciudadanos de la ex URSS, tan necesarios para compensar la crisis demográfica. Oficialmente, Rusia tenía 144,2 millones de habitantes en diciembre, pero nadie lo sabe exactamente, dado que el censo fue una chapuza.

Algunos de los problemas rusos evocan la conquista del Oeste americano. La colonización del territorio de Rusia no ha acabado. Para poder recorrer los 10.000 kilómetros que van desde Moscú a Vladivostok íntegramente por una carretera asfaltada habrá que esperar hasta 2008. Putin ha contribuido a la tarea, al inaugurar en vísperas de las elecciones un tramo de más de 2.000 kilómetros a lo largo de la frontera china, desde Chitá a Jabárovsk. Hasta hace poco, y por miedo a los bandidos, los coches particulares se aventuraban por esta ruta sólo en caravana.

En la Rusia de hoy, las reivindicaciones democráticas son minoritarias y más parecen la excepción que la regla. El ciclo iniciado con la apertura de Gorbachov a fines de los ochenta se cierra. Para Lilia Shevtsova, "con las presidenciales concluye el experimento para reformar y democratizar Rusia con ayuda de un monarca electo. En juego está ahora la legitimación de un nuevo experimento para modernizar el país por medio de un sistema burocrático", señala. "La gestión de Putin se ha concentrado en destruir todos los puntos de influencia independientes, dondequiera que estén, desde las autoridades regionales a los medios de comunicación. Hoy tenemos más estabilidad y menos libertad", señala Arseni Roginski, del grupo de derechos humanos Memorial.

El presidente, Vladímir Putin (centro), durante una reunión con funcionarios del Ministerio de Defensa ayer en Moscú.
El presidente, Vladímir Putin (centro), durante una reunión con funcionarios del Ministerio de Defensa ayer en Moscú.ASSOCIATED PRESS

La pirámide del poder político

El sistema político ruso es comparable a una pirámide. En la cúspide está el presidente y toda la vida política discurre dentro de la pirámide y converge en el jefe de Estado de acuerdo con la llamada vertical de poder. El Consejo de la Federación, la Cámara alta de las regiones, ha sido transformado en un costoso decorado, después de la reforma que sustituyó a los gobernadores y dirigentes regionales por representantes delegados.

La Duma, o Cámara baja, dominada por una mayoría constitucional de la pro-Putin Rusia Unida se ha convertido en un soporífero remanso de paz, donde el valor más preciado no es la discusión, sino precisamente la ausencia de ella.

Para mejor controlar el Estado, Putin ha dividido el país en siete distritos y al frente de la mayoría de ellos ha colocado a antiguos militares o veteranos de los servicios de seguridad.

De la glásnost o transparencia informativa de Mijaíl Gorbachov quedan residuos. Los medios de comunicación, como dice el diputado Vladímir Rizhkov, "o son influyentes y controlados" o son "libres y sin influencia".

Tras las purgas que acabaron con los canales de televisión independiente en Rusia, el periodismo crítico se ha refugiado en medios de menor difusión, como la radio Eco de Moscú o el diario Kommersant.

Símbolo de la oposición radical al Kremlin es el semanario Nóvaya Gazeta, que de forma sistemática denuncia los abusos de derechos humanos en Chechenia y la complicidad del poder político con los órganos judiciales y la fiscalía. El semanario sobrevive entre deudas y pleitos, algunos de los cuales considera inspirados desde el Kremlin. "Nos hemos acostumbrado a vivir en la inseguridad. Lo que no sabemos es si aún no consideran llegada nuestra hora o si nos quieren conservar como un ejemplo para mostrar a Occidente que hay libertad de expresión en Rusia", dice la periodista Zoya Yeróshek.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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