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Reportaje:LA EUROPA DE LOS 25 | DOS CIUDADES SE REENCUENTRAN

La última barrera de la guerra fría

La ampliación de la UE reúne a la ciudad eslovena de Nova Gorica y la italiana de Gorizia

Guillermo Altares

En algunos puntos de sus tres kilómetros de recorrido urbano, la valla es utilizada como verja para un jardín y está cubierta de hiedra; en otros discurre junto a un carril para bicicletas. Aquí y allá, la alambrada ha sido arrancada o pintada con los colores de la bandera italiana o eslovena. Pero la barrera que separa a Gorizia, en Italia, de Nova Gorica, en Eslovenia, es una frontera internacional y uno de los últimos vestigios físicos de la división de Europa durante la guerra fría. En 1947, con los acuerdos de París, la histórica ciudad austrohúngara de Gorizia quedó del lado italiano, aunque era reclamada por Yugoslavia. El 1 de mayo, con la entrada de Eslovenia (que formó parte de Yugoslavia) en la UE, la frontera pasará a convertirse en un símbolo para desaparecer en 2007, cuando Ljubliana adopte el tratado de Schengen.

"Si toda Europa se va a unir, ¿por qué no nos vamos a unir nosotros?"

"Debemos vivir juntos, porque continuamos siendo la misma ciudad", señala un ingeniero esloveno de 66 años que vivió la partición de niño. "Si toda Europa se une, ¿por qué no nos vamos a unir nosotros?", asegura Vitto Paradiso, un empleado de banca de 63 años que lleva 35 en Gorizia. No todos los habitantes de las dos ciudades miran el futuro con tanto optimismo, y tampoco sus respectivos alcaldes, el italiano Vittorio Brancati y el esloveno Mirko Brulc, que prefieren hablar de una misma ciudad en el futuro, pero con dos administraciones. Anna María, una elegante señora eslovena de 70 años que vivió la partición y se quedó en Italia, asegura: "Tras el 1 de mayo, la gente podrá moverse todavía con mayor facilidad, y la cultura, también. Pero no es posible que sea una misma ciudad porque hay pocos que la hayan conocido antes de la partición y nadie tiene interés".

Cuando Gorizia, que en esloveno quiere decir "pequeña montaña", se quedó en Italia, el líder de la Yugoslavia socialista, Josip Broz Tito, decidió encargar a Edo Ravnikar, su Le Corbusier particular del realismo arquitectónico socialista, la construcción de una ciudad al otro lado de la frontera, en lo que eran las afueras. Con el Tratado de París, finalizó un largo conflicto fronterizo que afectaba a toda la zona de Trieste, donde las poblaciones italiana y eslovena están muy mezcladas. Una parte pasó a Italia, otra a la antigua Yugoslavia y otra, que posteriormente también sería dividida entre los dos países, se convirtió en la zona internacional de Trieste.

La ciudad eslovena es una pequeña, ordenada y agradable urbe de 14.000 habitantes, con muchas zonas verdes y dos enormes casinos por los que la localidad es conocida a ambos lados de la frontera. La italiana Gorizia es una bella ciudad barroca de unos 40.000 habitantes. Entre las dos, hay tres pasos fronterizos urbanos que sólo pueden ser utilizados, con un pasaporte especial, por sus habitantes. Por uno de ellos, situado en el centro, se puede cruzar incluso en autobús. Los otros dos son lugares desangelados, con una vigilancia escasa. En uno de ellos, justo enfrente de la estación, se ha comenzado a desmantelar una porción de la barrera para construir un monumento a la Unión y se espera que el 30 de abril, Romano Prodi y los presidentes de Italia y Eslovenia participen en una ceremonia.

Las relaciones entre los dos lados son estrechas, pero, como explica la eslovena Bárbara Posa, profesora de español de 27 años, "la frontera está en nuestras mentes", como la barrera invisible que impide salir de la iglesia a los personajes de El ángel exterminador. "La frontera va a desaparecer, pero seguirá en nuestras cabezas, seguirá el dolor provocado por la barrera que fue puesta sin consultar a nadie". En Eslovenia, casi todo el mundo habla italiano -los niños veían la televisión del otro lado, que era mucho mejor-; pero no a la inversa: la desconfianza pervive en terrenos como el empleo.

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Muchos italianos de origen esloveno han ido cambiando sus apellidos: una tienda de electrodomésticos del centro de Gorizia llamada Riavez es en realidad una italianización de un apellido esloveno muy común en la zona: Rijavec. No deja de ser significativo que los Ayuntamientos de las dos ciudades tengan en sus fachadas, centroeuropea en un caso, puro realismo socialista con enormes estatuas de trabajadores, en otro, contadores con los días que quedan para la ampliación, pero sólo en Gorizia está escrito, en italiano y en esloveno, "Unidos en Europa".

Eslovenia es un pequeño país de dos millones de habitantes que logró su independencia de Yugoslavia en 1991 tras una breve guerra de siete días que se saldó sin apenas víctimas -la presencia de minorías de otras repúblicas era mínima-; que siempre se ha sentido amenazado por vecinos muy poderosos, sobre todo por Austria e Italia. Muchos historiadores, como el francés Paul Garde, sostienen que decidió entrar en la primera Yugoslavia, tras la desaparición del Imperio Austrohúngaro, precisamente por el temor a ser anexionado. Si la división de Gorizia y Nova Gorica puede ser considerada un microcosmos de la historia de Eslovenia (fronteras que se mueven a lo largo de los siglos en una dura lucha para conservar la identidad nacional), las opiniones recogidas en los lados de la frontera reflejan, en gran medida, lo que muchos eslovenos sienten ante la ampliación de la UE. "Van a italianizarnos", señala Roc, un estudiante de 19 años. Anna, de 18, asiente: "No vamos a ser respetados. Somos demasiado pequeños". Ambos aprovechan el sábado por la tarde para unirse a los italianos en la passeggiata por el centro de Gorizia, y los dos, pese a sus reticencias, se muestran esperanzados con la entrada en la UE. Maria Batistic, de 74 años, una eslovena que también pasa la tarde en Italia, afirma: "Si no hubiéramos elegido la opción de entrar en Europa, sería un signo de que nos creíamos el centro del mundo, de falta de visión".

Aunque es una frontera internacional entre la zona de Schengen y el mundo exterior, los controles existen, pero no son demasiado severos. Se centran sobre todo en la búsqueda de inmigrantes ilegales, ya que los traficantes de seres humanos utilizan esta zona con frecuencia. Los cruces entre los habitantes de las dos ciudades son constantes, para comprar, pasear o tomar un café los eslovenos -no es una casualidad que haya un inmenso supermercado justo al otro lado de uno de los pasos-, o para jugar en los casinos los italianos. Unos mil eslovenos de la zona trabajan en Italia y bastantes más estudian en las universidades italianas. Pero las cosas no fueron siempre tan fáciles: muchas familias quedaron divididas y las carencias de la Yugoslavia de la posguerra eran muy superiores a las de Italia.

El esloveno Bruno, un ingeniero jubilado de 76 años, vivía con su familia en Solkan cuando se produjo la partición, y unas casas se quedaron en Italia y otras en Eslovenia. "Al principio era muy difícil pasar", recuerda. Su madre no pudo visitar a su familia durante casi siete años: se veían, pero siempre del lado yugoslavo. Antes de que, en 1954, con el Tratado de Londres, se emitiesen los pasaportes especiales que todavía permiten cruzar la frontera sin restricciones, una vez al mes se organizaban reuniones de familiares, vigiladas por la policía, que los eslovenos aprovechaban para hacerse con todo tipo de productos, desde café a ropa interior, pero, sobre todo, escobas, porque en Yugoslavia no podían encontrarse de buena calidad. La rebelión de las escobas se produjo cuando los guardias intentaron requisar tan preciado producto. Bruno ve el futuro europeo con optimismo, pero la frontera y los recuerdos siguen pesando, como explica Vanda, una profesora jubilada de 66 años: "Las dos ciudades pueden vivir juntas, pero es pronto para hablar de unión. Muchos italianos viven con una sensación de superioridad hacia nosotros, los eslovenos. Quizás los jóvenes puedan cambiar las cosas".

Puesto fronterizo entre la ciudad eslovena de Nova Gorica y la italiana de Gorizia.
Puesto fronterizo entre la ciudad eslovena de Nova Gorica y la italiana de Gorizia.G. A.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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