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Columna
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Minimadrid

Los habitantes de Madrid solemos confesar que seríamos incapaces de vivir en una ciudad más pequeña. Una vez acostumbrados a las dimensiones de esta metrópoli, a sus cuatro páginas de cartelera en el periódico, a su oferta de restaurantes, teatros y museos, estamos seguros de que padeceríamos claustrofobia residiendo en un pueblo o una urbe menor. Tras unas vacaciones en la aldea de nuestros padres o una visita de cuatrodíastresnoches a una ciudad enjuta, Madrid vuelve al recuerdo como un océano, como una terminal de salidas. Esta ciudad nos sofoca cuando estamos dentro pero desde fuera se nos revela amplia y familiar, horizontal y distendida. Un par de veces al año necesitamos huir de aquí aunque pocos cambiaríamos esta meseta por un pueblo con campanario o por otra ciudad sin Corte Inglés.

No es un Madrid real el que nos seduce, sino uno imaginario, mucho más atractivo y sugerente

Sin embargo todos vivimos en un minimadrid. La rutina de entre semana nos conduce casi siempre a los mismos puntos: el trabajo, el colegio del niño, el gimnasio, la tintorería, el hogar... Sin tiempo y sin consciencia recorremos un circuito día tras día, como presos en un tablero de parchís. Y cuando llega el fin de semana ocurre lo mismo. La comodidad de los parkings conocidos, de los restaurantes con platos ya probados, los cines cuyas dimensiones controlamos nos empujan a repetir la experiencia. Sábado tras sábado y domingo tras domingo nos descubrimos de nuevo comprando discos en la FNAC, comiendo una tochka en Martín de los Heros donde aprovechamos para ver una película. Un paseo por las tiendas de Fuencarral, el mismo italiano acogedor, el mojito en la terracita que tanto nos gusta. Delante de nuestros ojos cierran restaurantes que nos prometimos probar, caducan fiestas, desmontan exposiciones que juramos ver un domingo con menos sueño.

Mi hermana, nada más mudarse de Madrid a Orense, celebró encontrarse en un Zara con una amiga del trabajo dándole dos besos y subrayando la simpática coincidencia. Meses más tarde, cuando no dejó de cruzarse a los mismos vecinos y compañeros de la oficina en todos los bares y comercios de la ciudad comprendió la cara de estupor con que recibió su amiga aquel abrazo junto a los probadores. Es cierto que Madrid nos reserva cierta privacidad. En los pueblos y las pequeñas provincias hay que lavarse el pelo para bajar la basura porque seguro que nos toparemos con un conocido. Sin embargo en Madrid podemos disfrutar de cierto anonimato.

Muchos habitantes de las ciudades dormitorio, de esos espacios cada vez más amplios y lejanos del cinturón de un Madrid obeso y desbordante, experimentan el mismo déjà vu día tras día, pero con una diferencia. No sólo repiten sus trayectos sino que además los realizan por unas avenidas, unas plazas y unos complejos comerciales que podrían pertenecer a cualquier lugar de España. El teórico Madrid polifacético en el que creen residir acaba convirtiéndose en un lugar de una sola cara que, además, no se parece en nada al genuino rostro madrileño. Quienes vivimos más o menos céntricos circulamos por una villa reducida y sistemática, pero al menos tenemos la sensación de ocupar una ciudad reconocible y única.

Madrid es, en realidad, una idea, una ensoñación. La capital populosa y solícita con la que fantaseamos presos de la claustrofobia de los pueblos sigue, en el fondo, anidando en nuestra mente durante todo el año. No es un Madrid real el que nos seduce, el que nos imanta, sino uno imaginario, mucho más atractivo, más cosmopolita, más sugerente y fascinante que el verdadero. Madrid es una ciudad en potencia y así la vivimos. Con Buenos Aires pasa algo parecido: es un lugar donde no hay nada especialmente impactante que ver, ni siquiera que hacer, pero te droga con la promesa de un millón de experiencias nuevas en sus barrios, sus áticos y sus plazas, con historias de amor fabulosas junto a las chicas que te sonríen desde los taxis en marcha.

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Una ciudad enamora como una mujer, tanto por sus obsequios como por sus insinuaciones. Madrid es infinita en nuestra imaginación y diminuta en nuestra realidad. Esta ciudad no para de tentarnos con la fantasía de mil vidas distintas, de cientos de lugares a los que iremos el fin de semana que viene, de gentes que conoceremos en alguno de los bares o las fiestas de los suburbios, con la ilusión de un mañana donde nadie se acuerde de tu nombre pero comparta tu resaca.

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