_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La Audiencia Nacional como problema

Pablo Salvador Coderch

No es Garzón, sino la Audiencia, créanme: el problema es la Audiencia Nacional. Hay que cerrarla de una vez y dejar en paz a este juez, metonimia patética de un órgano absolutamente anómalo en nuestro sistema judicial.

Históricamente, la Audiencia se explica por la Guerra Civil (1936-39) y sus secuelas infinitas. Franco hizo depurar a los jueces desafectos y lio una maraña de regímenes judiciales de excepción, con predominio de la jurisdicción militar y de sucesivos tribunales especiales, como los de Responsabilidades Políticas, el de Represión de la Masonería y del Comunismo o el de Orden Público. Durante la Transición, este último fue sustituido por la Audiencia Nacional gracias a dos reales decretos consecutivos de 4 de enero de 1977. Hasta hoy.

Nuestros peores demonios familiares, el terrorismo y el centralismo, son competencia suya
Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Las competencias de la Audiencia Nacional se centran en el terrorismo y en las reclamaciones contra actos dictados por órganos administrativos de competencia nacional. Tiene otras, pero las dos citadas encarnan, paradójicas, a nuestros peores demonios familiares: el terrorismo banal que pugna por imponerse a tiros en la nuca y el centralismo cronificado de un Estado incapaz de convencer a su periferia.

En nuestro sistema procesal histórico, que es el inquisitorial, el juez inquiere, no es un árbitro imparcial sino un investigador que ordena y dirige las pesquisas del caso. Esta tradición grava las maneras de hacer de nuestros jueces, pero la Audiencia Nacional las amplifica desmesuradamente por varias razones: el poder inmenso que sus órganos concentran, su especialización en el enjuiciamiento de hechos muy notorios y la propensión de algunos de sus jueces de instrucción a eternizarse en las plazas que ocupan, cuando no a ser devorados por el rol que interpretan.

El juez Garzón lleva más de 20 años en un Juzgado Central de Instrucción de la Audiencia Nacional, podrá ser tildado de inquisidor y habrá escrito un auto que hace capirotes con leyes aprobadas por el Parlamento -la de Amnistía de 1977 y la de Memoria Histórica de 2007-, pero no es un enemigo del Estado: el problema, repito, es estructural, de la Audiencia y no de sus servidores.

Y si, a veces, el papel profesional del juez se apodera de su persona, en alguna otra el juez pierde los papeles sin más. Así, en la vista del juicio del Estado contra Arnaldo Otegi, por enaltecimiento del terrorismo (artículo 578 del Código Penal), la magistrada Ángela Murillo Bordado, quien presidía la Sección 4ª de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, interpeló toscamente al imputado sobre si condenaba o no rotundamente la violencia de ETA, y apostilló la negativa a responder de éste poniendo de manifiesto que su pregunta había sido únicamente retórica ("Yo lo sabía", http://www.youtube.com/watch?v=1He8EbvzXBQ).

El señor Otegi sabía de sobra que los magistrados de la Audiencia llevan escolta por la causa que él defiende, pero ganó una batalla mediática al conseguir llamar la atención de la opinión pública sobre las idas y venidas del registro del lenguaje de la magistrada. Luego, la Sentencia de la Sección 4ª de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, de 2 de marzo de 2010, que le condena, suscita interrogantes reales: en un acto público de homenaje a etarras presos por homicidio y asesinato, el acusado había comparado la situación de aquéllos con la sufrida por Nelson Mandela durante sus largos años de prisión en Suráfrica, y había afirmado que la autodeterminación del País Vasco se conseguiría porque "se lo debemos a los presos políticos vascos, refugiados y tantos camaradas que hemos dejado en la lucha y lo conseguiremos".

La sentencia estima que las expresiones entrecomilladas constituyen un delito claro de enaltecimiento de terroristas ("los ensalza en grado sumo", "mayores halagos para éstos resulta inimaginable", Fundamento Jurídico 5º), y, a mayor abundamiento, afirma que la comparación con Mandela fue "absolutamente impropia y manifiestamente falsa", pues este "auténtico héroe que permaneció en prisión por motivos ideológicos (...) jamás utilizó la violencia, ni la apoyó". Pero lo cierto es que Mandela había favorecido actividades violentas contra el Estado del apartheid.

Algunas sentencias hacen historia, pero siempre es prudente que los jueces resistan la tentación de escribirla, en competencia con los historiadores. La cuestión de fondo es si, en una democracia estable, calificar a una persona encarcelada por asesinato como "preso político" puede ser delito, algo impensable en culturas hechas a sufrir a terroristas sin merma de la libertad de expresión, como la británica. Pero dejo aquí la respuesta a la deliberación, sine ira et studio, del Tribunal Supremo.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil en la Universitat Pompeu Fabra.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_