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Reflexiones de un medico sobre la ejecución con pentotal

Un médico -uno de los afortunados que puede seguir sintiéndose tal y no un triste funcionario frustrado en su vocación, obligado a cambiar la túnica de Esculapio por el burdo sayal de fray Gerundio de Campazas que, como él, reparte recetas mientras dice: "¡Que Dios se la depare buena!"- siente todos los días, al abrir su periódico, un aleteo de inquietud ante el hallazgo de cualquier noticia de medicina. A él le gustaría encontrar no un vano canto a la gesta del médico-sacerdote, sino una divulgación asequible y cualificada de los constantes avances de su ciencia.Se sentiría confortado al ver cómo se transmitían a la población mensajes de esperanza sobre la solución o alivio de sus padecimientos. O bien consejos y reglas de prevención, de higiene corporal, mental y social que supusieran una positiva educación sanitaria, complementaria y continuadora de la que debería haberse recibido en la escuela. Sin embargo, se ha acostumbrado (no habituado; se niega a habituarse) a topar en su lugar con los éxitos de un curandero en el tratamiento del síndrome tóxico por la colza, o las dantescas y fantásticas aventuras tras la quimera de la curación de la cirrosis hepática, cuando no (y ello le entristece aún más) con los fraudes de lo que debería ser un sistema sanitario Justo y eficaz, con corruptelas de compañeros deshonestos o incapaces, o con llamadas a una defensa de clase o corporativismo con las que no puede conectar.

Recientemente, otra noticia médica ha sacudido su dolorida sensibilidad. En Estados Unidos la medicina ha cooperado a una más piadosa y humanitaria ejecución de un reo. La inyección intravenosa de un potente y eficaz fármaco ha sustituido a los métodos tradicionales, sean lapidación, hoguera, hacha, guillotina, horca, garrote vil, pelotón de fusilamiento, silla eléctrica o cámara de gas.

Su reflexión pasa rápidamente sobre la necesidd de un alegato contra la pena de muerte. Su convicción sobre el tema es firme e inamovible. Solamente se detiene a saborear la satisfacción de que este máximo castigo haya sido desterrado de nuestro país por la voluntad de ¿todos? los grupos políticos. Más aún, por la masiva afirmación del puebló a la Constitución que así lo proclama. Su adiós a recuerdos, que deberían ser borrosos con el tiempo pero que se mantenían nítidos, de ejecuciones de guerra y posguerra ha sido para él uno de losgrandes logros de la transición.

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Si para todos la muerte es intrínsecamente mala, para el médico es la enemiga por excelencia. Su vida debe estar orientada, volcada a entrenarse, a mejorar su preparación para la gran lucha contra los sordos poderes de la muerte, en bella y reciente expresión de García Márquez. Su código moral, o su moral sin códigos, le impide la eutanasia, el cortar una vida ya casi perdida, moribunda, dolorida. Más aún,

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Mariano Jiménez Casado es patrono y jefe de servicio de Medicina Interna en la Fundación Jiménez Díaz.

Reflexiones de un medico sobre la ejecución con pentotal

Viene de la página 7le parece un desafuero intolerable el implicar a la medicina en la ejecución de una pena de muerte. Con ello parece perseguirse más la tranquilidad de conciencia del ejecutor y testigos que un mínimo beneficio a un ser humano al que se le ha negado el único bien absoluto: la vida.

El que en Norteamérica (país admirado y querido, -recuerdos de la beca juvenil por la horrorosa hermosura de las calles neoyorquinas-) o en alguno de estos Estados se mantenga vigente este castigo ya es suficientemente doloroso. No se explica que en un país donde radica la cumbre de su ciencia coexista algo reflejo de la ley del talión o de la justicia de western de John Wayne, del más rápido en desenfundar. Pero la negativa es absoluta a que allí, o en cualquier otro lugar de la Tierra, se utilice la medicina para la eliminación de un ser humano. Un ser humano del que desconoce, pero cree poder adivinar, un contexto social tarado desde la infancia o un sutil cambio, igualmente ajeno a su albedrío, en la producción o liberación de serotonina, dopamina y demás sustancias activas que rigen sus neuronas.

Le parece sarcástico recordar la utópica frase del gran Virchow: "Nosotros, los médicos, somos y seremos siempre los apóstoles de la paz y la conciliación; de nosotros deben aprender los políticos cómo puede hacerse feliz a un pueblo". Ya era en sí rechazable el que un fármaco, el pentotal, tan representativo del progreso de la anestesia y por tanto de la gran cirugía actual, hubiera sido contaminado como suero de la verdad para obtener confesiones, anulando la voluntad del individuo.

Pero el hecho de que hoy haya sido utilizado para privar de la vida a un hombre no encuentra una descalificación suficientemente fuerte.

El médico, que se ha esforzado, y sigue haciéndolo cada día, en la imposible comprensión total de la perfecta complejidad de la vida, del cuerpo y la mente humanos, no puede aceptar que se utilice lo investigado para el alivio o la curación de la enfermedad para la destrucción de semejante maravilla. ¿Cómo se puede interrumpir con uno de nuestros logros esa asombrosa conjunción de sistemas, de células, de fluir de enzimas y moléculas?

Pero ¿es la medicina realmente culpable? ¿Es ella, la benefactora, la guardiana de la salud, la que destruye? Radicalmente, no. Son otros hombres, legisladores, políticos, no los médicos, los que quieren ensuciarla en estos tristes, horribles menesteres. Sería absurdo inculpar al matrimonio Curie, dejándose la vida en aquel frío pabellón parisiense, de los miles de muertos de Hiroshima y Nagasaki, o a Roberto Koch, y otros admirables cazadores de microbios, del desarrollo y utilización de las armas bacteriológicas. Pero ello no obsta para que los médicos (para esto sí, firmemente unidos) levantemos un eco universal de protestas contra esta forma de degradar nuestra ciencia.

Si se puede acusar a la rutina con León Felipe: "Para enterrar a los muertos como debemos/ cualquiera vale, cualquiera / menos un sepulturero"..., nuestra dignidad debe afirmar que para matar a un hombre no debe valer nadie; pero menos que nadie un médico, porque su meta, su fin en la vida, es justamente lo más opuesto.

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