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Tribuna
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Fundamentalismo: enemigo a la vista

Es sabido que Albert Einstein hizo la observación de que si se tuviese que ir a la III Guerra Mundial con toda la tecnología disponible, la IV Guerra Mundial volvería a librarse con palos y piedras. Einstein temía un intercambio de ataques termonucleares en el supuesto de que Naciones Unidas no llegara a convertirse en un auténtico Gobierno mundial con una fuerza policial con capacidad para imponerse. Nada de lo aprendido desde entonces podría debilitar este argumento. Pero Einstein no podía imaginarse una cosa: que unas armas nucleares que abultan poco más que una maleta y han sido fabricadas en Pakistán o Corea del Norte facultarían a un señorito como Osama Bin Laden para hacer cosas que antes sólo eran capaces de hacer los Estados.

Sin embargo, hay algo consolador en el hecho de que los terroristas sólo podrían llegar a atrasar el reloj mundial unos doscientos años y no 5.000. Porque el mayor impacto que podrán obtener con sus infernales máquinas y sus horrendos atentados no serán el sufrimiento y la muerte. El mayor impacto lo tendrán las medidas que los Gobiernos occidentales tomarán para responder al terrorismo. Estas respuestas podrían significar el final de algunas instituciones que fueron creadas durante los doscientos años posteriores a las revoluciones burguesas en Europa y Norteamérica.

La sospecha ampliamente extendida de que la guerra contra el terrorismo es potencialmente más peligrosa que el terrorismo en sí me parece completamente justificada. Porque si las consecuencias directas del terrorismo fuesen lo único que tuviéramos que temer, no habría razón alguna para suponer que las democracias occidentales no serán capaces de sobrevivir a las explosiones de bombas nucleares en sus metrópolis. Al fin y al cabo, las catástrofes naturales que causan a la humanidad muerte y destrucción de una magnitud comparable tampoco suponen ningún riesgo para las instituciones democráticas. Por ejemplo, si se desplazaran las placas tectónicas de la costa del Pacífico e hicieran derrumbarse los rascacielos, este suceso significaría la muerte segura para cientos de miles de personas. Pero nada más enterrar a las víctimas se comenzaría de nuevo con la reconstrucción. También las atribuciones extraorinarias derivadas del estado de emergencia estarían limitadas en el tiempo.

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Muy distinta sería la situación en caso de un ataque terrorista. Los políticos harían todo lo posible por evitar nuevos atentados, se sentirían tentados a superarse unos a otros en dureza y en la toma de medidas de mayor alcance. Se trataría incluso de medidas que podrían poner fin al Estado de derecho. Y la rabia que se siente cuando el sufrimiento anónimo lo inflige la acción humana y no las fuerzas de la naturaleza, hará que la opinión pública acepte dichas medidas. Es cierto que el resultado no sería ningún golpe de Estado fascista. El resultado sería una catarata de medidas que iniciarían un cambio en las condiciones sociales y políticas de la vida occidental. Los jueces y los tribunales perderían su independencia, y los mandos militares regionales recibirían de la noche a la mañana una autoridad que antes sólo tenían los funcionarios electos. Los medios de comunicación, a su vez, se verían obligados a ahogar las protestas contra los acuerdos gubernamentales.

El miedo ante una evolución de este tipo está mucho más extendido entre los estadounidenses como yo que entre los europeos, porque sólo en Estados Unidos el Gobierno ha afirmado que nos encontramos en un estado de guerra prolongado. El ensayista Christopher Hitchens ya bromeó acerca de que la izquierda estadounidense le tiene más miedo al ministro de Justicia John Ashcroft que al mismísimo Osama Bin Laden. En efecto, yo pertenezco a ese tipo de hombres en los que estaba pensando Hitchens. El 11 de septiembre de 2001, mi primer pensamiento fue que "el Gobierno de Bush se iba a aprovechar de la situación de la misma forma que los nazis se aprovecharon del incendio del Reichstag". Si bien este temor no se ha confirmado en su totalidad, sí lo ha hecho en parte. La Casa Blanca exigió inmediatamente después unos poderes especiales, y muchos de ellos le fueron otorgados por el Congreso. En las facultades de Derecho se ha discutido mucho sobre si estos poderes especiales contenidos en la Ley Patriótica (Patriot Act) se ajustan a la Constitución estadounidense. En abril, este tema ocupará incluso al Tribunal Supremo de Estados Unidos. Doscientos cincuenta municipios y ciudades de EE UU aprobaron resoluciones contra la Ley Patriótica, y algunos autores incluso instaron a las fuerzas de policía local a no colaborar con el Gobierno federal a la hora de ponerlas en práctica. Además, los detractores de la Ley Patriótica sólo la ven como un anticipo de poderes del estado de emergencia que van mucho más allá y que se solicitarán en cuanto los terroristas ejecuten nuevos atentados de la magnitud de los del 11-S.

La Ley Patriótica es un compendio muy complejo de 342 páginas. Al igual que el texto homólogo británico, la Ley contra el Terrorismo, el Crimen y de Seguridad (Anti-Terrorism, Crime and Security Act), después del 11-S esta ley pasó por las instituciones legislativas a trompicones. Parece improbable que todos los diputados del Congreso que votaron a favor tuvieran una idea clara del contenido. Cualquier Parlamento de un país occidental en el que Al Qaeda hubiera ejecutado algún atentado masivo, presumiblemente aprobaría rápidamente leyes similares. Aunque efectivamente yo considere a John Ashcroft un personaje oscuro, no creo que el Gobierno de Bush se componga exclusivamente de criptofascistas ansiosos de poder. Tampoco veo así al Gobierno británico. Pero pienso que el final del Estado de derecho se podría producir casi inintencionadamente tanto en EE UU como en Europa, simplemente a causa de los cambios institucionales que se pretenden imponer en nombre de "la lucha contra el terrorismo". Si hubiese más atentados terroristas en capitales europeas, los ejércitos y los burócratas responsables de la seguridad nacional en todos los países miembros de la UE dispondrían de repente de unos poderes nunca conocidos. La opinión pública en general lo consideraría adecuado. Pasaría a denostar cualquier crítica en público como apoyo e intento de quitar hierro al terrorismo. Muy pronto los ministros europeos de Justicia dirían a sus detractores lo mismo que antes dijo John Ashcroft: "Éste es mi mensaje para todos aquellos que aterrorizan a las gentes pacíficas con el fantasma de la libertades perdidas: vuestra táctica sólo ayuda a los terroristas, porque deteriora la unidad nacional y limita nuestra capacidad para tomar decisiones".

Poco a poco estos acontecimientos obstruirían los canales a través de los cuales la opinión pública puede influir sobre los procesos políticos. Al final de este proceso de limitación de las libertades se sustituiría a la democracia por otra cosa muy distinta, no por una dictadura militar, ni tampoco por un totalitarismo orwelliano, sino por un absolutismo ilustrado impuesto por una nomenclatura.

Este tipo de estructura de po-der sobrevivió a la caída de la Unión Soviética, y ahora, bajo Putin y sus antiguos compañeros del KGB, se vuelve a afianzar. La misma estructura parece configurarse en China y el sureste de Asia. En países gobernados de esta forma -por muy ilustrados que sean- la opinión pública ejerce poca influencia sobre las decisiones de los gobiernos. En esta especie de feudalismo se seguirían celebrando elecciones como hasta ahora, pero serían tan irrelevantes como las recientes elecciones a la Duma rusa. Dado que incluso los tribunales y las comisiones de investigación tendrían relativamente pocos poderes, a los empresarios podría parecerles oportuno efectuar pagos de protección a la policía o a bandas toleradas por ésta. Y si un ciudadano se quejara de corrupción o abuso de poder, podría verse en apuros. Y no sólo eso. La alta cultura perdería su importancia política, como era habitual en la Unión Soviética y sigue siéndolo aún en China. Ningún medio de comunicación sin censura, ni tampoco protestas estudiantiles. Y prácticamente ninguna sociedad civil. Pero eso significaría la vuelta al ancién régime, en el que el establishment de los responsables de la seguridad nacional ocuparía el puesto que ocupaba la Corte en Versalles.

De hacerse realidad en Occidente este panorama tan desolador, la vida en gran parte del mundo no sufriría apenas cambios. Porque en los países pobres la sociedad sigue estando organizada siguiendo esquemas feudales. En el noreste de Brasil o en los poblados del África ecuatorial y de Asia Central nadie tomaría nota de semejante cambio en el mundo ni se daría cuenta de que se ha apagado una luz. Sin embargo, los países que han experimentado el mayor progreso moral quedarían paralizados. Y algunas generaciones después, un puñado de lectores románticos reviviría en las páginas de viejos libros las utópicas fantasías de la sociedad abierta lamentando su pérdida.

Tal vez sea ésta una visión demasiado pesimista del futuro. Posiblemente Ashcroft haya conseguido intimidarme de tal forma -al igual que a muchos otros estadounidenses- que veo fantasmas por todas partes. Deseo de todo corazón que así sea. No obstante, compruebo que las instituciones democráticas, al menos en mi país, se han vuelto muy frágiles. Me temo que todos los precedentes creados por el Gobierno de EE UU como respuesta al 11-S influirán mucho en los gobiernos de otras democracias. Después de los atentados en Madrid, el escenario estadounidense también podría repetirse en Europa. Aunque los servicios de espionaje y las fuerzas armadas en los países miembros de la UE no sean ni de lejos tan poderosos como en EE UU, sí podrían hacerse de repente con facultades que nunca antes habían tratado de conseguir. La Junta en Washington lo vería con buenos ojos.

Muchos se preguntarán si los ciudadanos de las democracias occidentales pueden hacer algo para evitar que sus nietos tengan que vivir en algún momento en una especie de neofeudalismo. Sí pueden. En primer lugar, tendrán que cuestionar esa obsesiva política de secretismo. Tienen que exigir que sus Gobiernos hagan públicas sus existencias de armas de destrucción masiva y que informen sobre las medidas que piensan tomar cuando otros países o bandas criminales como Al Qaeda utilicen armas nucleares.

Eso no es todo. Los ciudadanos también pueden exigir que sus Gobiernos hagan esfuerzos para modificar el derecho internacional y las leyes relativas a la justicia penal internacional. Muchos juristas se lamentan con razón de que el derecho internacional sólo está pensado para la actuación de los Estados y que el derecho penal sólo hace referencia a delitos cometidos por los ciudadanos dentro de sus fronteras nacionales. La nueva redacción de estas leyes ofrecería, además, una buena oportunidad para firmar acuerdos multilaterales y reflexionar sobre una reforma estructural de la ONU. En definitiva, si los Gobiernos occidentales estuvieran obligados a publicar sus planes para estados de emergencia, los políticos autoritarios y demagógicos tendrían más dificultades para aprovecharse en beneficio propio de un posible estado de excepción. Cuanto más intensamente debata la opinión pública las crisis futuras, menor será el cambio institucional que éstas puedan provocar. Por eso no existe ninguna razón por la que los Gobiernos de Francia, Reino Unido, EE UU e Israel no deban informar a sus ciudadanos sobre la cantidad de cabezas nucleares de que disponen, cuántas piensan fabricar en el futuro y bajo qué condiciones se deben utilizar. Tampoco hay razón alguna por la que se deba ocultar la verdad sobre el desarrollo de armas químicas o biológicas o por la que se deba privar a la opinión pública estadounidense de información sobre el porqué de la producción de "ántrax apto para armamento", fabricado con dinero de los contribuyentes. ¿Y por qué mantener en secreto los presupuestos y las responsabilidades del Organismo Nacional de Seguridad estadounidense o de su homólogo británico?

Por lo demás, es hora de que se hagan por fin públicos los convenios que han hecho posible salpicar la Tierra con más de 700 bases de apoyo militar estadounidenses. Las razones para privar a la opinión pública de estas informaciones ya eran bastante débiles durante la guerra fría. El progreso experimentado por la humanidad durante los siglos XIX y XX se debe sobre todo al papel de la opinión pública crítica y a su influencia en la política. Sin embargo, las medidas de secreto de Estado de los Gobiernos durante los últimos sesenta años han hecho aparecer una nueva y dudosa cultura política. Un estrato del poder en EE UU y en la Unión Europea se ha acostumbrado a la idea de que sólo puede cumplir con su deber de garantizar la seguridad nacional ocultando por completo sus actividades a la opinión pública. El 11-S ha reforzado aún más sus convicciones y, probablemente, si se producen más atentados terroristas, esas elites acabarán creyendo que para poder salvar la democracia primero hay que destruirla. Pero si se produce el peor de los cambios posible, los historiadores tendrán que explicar algún día a la humanidad por qué la época dorada de Occidente sólo duró 200 años. Los pasajes más tristes de sus libros hablarían de cómo los ciudadanos de las democracias contribuyeron con su cobardía a provocar la catástrofe.

Richard Rorty es filósofo, especialista en literatura y profesor en la Universidad de Stanford-California. Es autor, entre otros libros, de Filosofía y futuro (Gedisa, 2002) y Verdad y progreso (Paidós, 2000). Este artículo está basado en una conferencia pronunciada ante el Foro Einstein en Berlín. Traducción de News Clips. © Die Zeit, 2004.

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