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El discurso de una guerra anunciada

Cuando, a Finales de 1989, se daba por terminada la guerra fría, comenzaron a desmantelarse los temidos misiles nucleares de Europa central y se derrumbaban los sistemas totalitarios del Este, parecía por momentos que un nuevo reino de la paz perpetua había entrado en la escena de la historia universal. El gran trauma europeo y mundial de la última posguerra, la amenaza de un holocausto nuclear, la angustia suscitada por los sistemas de un totalitarismo primitivo disolvían sus signos en la esperanza apocalíptica de un nuevo reino milenario. Algunos protagonistas de la nueva constelación política no pudieron evitar refranes sublimes sobre la construcción de una civilización mundial y el sistema de la nueva sociedad industrial internacional basado en el desarrollo tecnocientífico y económico, en el diálogo y la cooperación: la reformulación de una utopía tecnocrático-milenarista a la Veblen, pero con algunos acentos nuevos. Se esgrimió propagandísticamente el eslogan de un sistema universal, jurídico, económico y político-militar como en los sueños histórico-filosóficos del romanticismo, pero con más armas. Oficialmente, una nueva era presumía haber comenzado. Un filósofo anunció con ánimo de profeta trivializado el final de la historia en el cumplido reino de la razón universal. El dogma cristiano de la universal conversión de los pueblos se había traducido ahora en los términos de una nueva fe ecuménica en la economía política del capitalismo posindustrial y en el sistema de una paz universal fundados en la racionalidad del dinero.Al cerrarse el último acto de las ceremonias mediáticas que efectivamente fundaron ese nuevo orden subsistían, a pesar de todas sus razones, otras razones de preocupación. El mundo no parecía bullir por doquier de alegría. El recuerdo de regímenes totalitarios en Europa estaba todavía fresco cuando nuevos y legendarios radicalismos ya emergían en el horizonte. La mayor parte de Asia dormía todavía bajo su manto nada protector. América Latina seguía en llamas. El hambre, la corrupción, las tiranías más primitivas y las guerras mediáticamente segregadas a título de regionales seguían expandiéndose en el Tercer Mundo como una lucrativa lacra para el primero. El alto desarrollo industrial, así como la proverbial concentración de riqueza en las regiones del capitalismo avanzado, generaban un creciente desequilibrio y destrucción del ecosistema que suplantaba con sus nuevos signos catastróficos el clima angustiante de la guerra fría y el holocausto nuclear. Aquel orden civilizatorio de la paz perpetua y la universal racionalidad político-económica ponía de manifiesto, desde las selvas amazónicas hasta las minas surafricanas y los desiertos del Oriente Próximo, un doble límite, a la vez humano y natural, a la forma de vida que legitimaba y propagaba el sistema.

No ha sido la conciencia de estos problemas, sino el súbito escenario bélico de Oriente Próximo, lo que ha echado por tierra todas las escenificadas esperanzas de la nueva década: abajo se fueron los sueños de índices milagrosos de crecimiento y formas opulentas de vida; abajo, la utopía de la paz perpetua y derroche energético, y sucumbieron también las filosofías trascendentes del progreso tecnoeconómico, o ético y dialógico. Recesión en lugar de progreso, la amenaza de las armas en lugar del diálogo, y los signos de una crisis económica sombreando los placeres siempre efímeros de la cuestionable forma de opulencia posindustrial. Al menos aquella utopía blanda de tecnologías duras y cinismo social, prosperidad especulativa e indiferencia ecológica que distinguió la moral posmoderna europea de los años ochenta ha tocado a su fin.

El lado realísticamente sobrepujado de la crisis es el lado de la amenaza y el miedo: un dictador y aventurero, la codicia de intereses primarios e inmediatos, laprobada capacidad sanguinaria de un régimen militar, la explícita herencia del nacionalsocialismo, la herencia europea del antisemitismo bajo la forma de un fundamentalismo de colores en parte diferentes, una anexión militar de viejo estilo, las armas de destrucción masiva e indiscriminada, el pathos antioccidental retóricamente esgrimido... Y, sin embargo, la angustiante realidad de estos momentos configura solamente el lado aparente, mediático, de una crisis largamente anunciada en sus aspectos socioeconomicos, tecnomilitares y también mediáticos. Frente a él se ha desplegado casi automáticamente un maravilloso aparato de armas tecnológicamente avanzadas y hombres, así como las nuevas formas de poder y de movilización masiva, mediáticamente generadas más allá de los límites institucionales de las constituciones democráticas.

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Esas nuevas formas de poder creadas a espaldas del conflicto y de su realidad anecdótica son hoy la cuestión. También forman parte de la cuestión efectiva de esta crisis los términos que su realidad espectacular, y en particular los acontecimientos bélicos, oculta. La guerra defiende una legalidad internacional, pero sus causas remontan a una mala solución al sistema colonial que le precedió. La lucha es en parte por el petróleo y el poder político derivado de su importancia económica, pero todos saben que el derroche energético de los países ricos lo pagan económica, ecológica y socialmente los países pobres. La respuesta militar de Occidente defiende un orden democrático, pero, su discurso ejemplar es contrapunteado por la corrupción y el totalitarismo en el Tercer Mundo, que directa o indirectamente ha sostenido y sostiene. El enfrentamiento quiere poner fin a un régimen salvaje de totalitarismo y crueldad, pero sus armas han sido producidas, facilitadas y alimentadas por las mismas instancias que ahora las combaten. La guerra ha blandido la salvaguarda del sistema como su último principio de legitimidad racional y universal, y sin embargo, sabemos demasiado de las fallas internas y externas de este sistema o de ese orden internacional: las desigualdades económicas, la explotación salvaje, la corrupción y el totalitarismo, la producción desenfrenada de una tecnociencia agresiva desde sus presupuestos epistemológicos hasta sus hoy solamente visibles objetivos abiertos, las nuevas o fabulosas formas de dominación generadas a partir de los medios electrónicos de comunicación...

Cuando, a finales de 1989, se daba por terminada la guerra fría y se derrumbaban los sistemas totalitarios de Europa central y oriental, todo parecía indicar por momentos que un nuevo sistema racional se había impuesto universalmente. Hoy, aquel sueño se desmorona con un gesto estrepitoso, poniendo al descubierto un núcleo problemático. Ahora son los conflictos y ambigüedades de este sistema los que están en cuestión, más allá o más acá de la espectacularidad de los gestos grandilocuentes de un totalitarismo criminal y una ocupación aventurera, la respuesta angustiada y cuestionada de un poder político-militar multinacional, las gestas menos sonoras de un pacifismo moralista y autocomplaciente o la utilización retórica de un antiimperialismo o antiamericanismo simplemente triviales. El problema reside en las desigualdades sociales y económicas entre naciones y continentes, en la reiterada solución de conflictos sociales mediante la violencia, en la amenaza sobre formas de vida de comunidades históricas, en las nuevas formas de dominación que el sistema oculta bajo su pretensión de normalidad, ayer sólo anunciadas y hoy sólo visibles como una crisis.

Las guerras nunca fueron las acciones degradatorias de una esencia humana cristianamente sublime, sino precisamente las explosiones críticas de conflictos históricos profundos, y han tenido por función su expresión y la consiguiente transformación de su circunstancia. Esta nueva guerra plantea para la conciencia europea, entre otras cosas, una cuestión árabe tan vieja como las cruzadas medievales, una nueva conciencia geopolítica universal, las nuevas armas tecnológicas y las nuevas formas de dominación mediática. Directa o indirectamente, esta guerra pone sobre la mesa la cuestión de un Tercer Mundo social, política y económicamente amenazado bajo la dominación de los países industrializados. Lo que estos días se agrupa en torno a consignas pacifistas no es tanto, en este sentido, una respuesta limitada contra la inmediatez de una guerra de consecuencias siempre amenazadoras y siempre desastrosas, sino más bien la expresión vaga de un malestar frente a los nuevos dispositivos de dominación que esta nueva crisis tan sólo ha puesto en evidencia. La conciencia de una guerra significa tanto como la comprensión empírica de estos nuevos factores históricos, y no la conciencia trascendental de un simple y demasiado fácil rechazo moral en nombre de cualesquiera valores elevados.

Con todo, al empezar esta crisis existían argumentos en favor de una nueva época favorable: la conciencia mediática se iba haciendo lentamente más sensible respecto al conflicto social y económico entre países industrializados y no industrializados; tanto en el centro como en la periferia de las regiones industriales había surgido y se desarrollaba un nueva conciencia ecológica, tanto social como políticamente articulada; las administraciones internacionales asumían una nueva filosofía de diálogo, y por lo menos en Europa y América, una nueva generación joven, heredera de las tradiciones disidentes del socialismo, el pacifismo, el feminismo o los movimientos ecológicos y alternativos se abría lentamente paso con una voluntad más objetiva, más reposadamente crítica y más constructiva frente a los dilemas del saliente siglo. Ésa es la tradición que sigue siendo neurálgica para la supervivencia humana y la construcción del futuro.

E. Subirats es filósofo y ensayista.

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