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Jacques Chirac, 'in memóriam'

Es fácil minusvalorar a Jacques Chirac. El pasado domingo, los franceses eligieron a su nuevo presidente, Nicolas Sarkozy, y el actual, de 74 años, abandonará pronto la escena sin que nadie lamente su marcha. Tras una carrera política que ha durado casi 50 años, en los que fue alcalde de París, primer ministro (en dos ocasiones) y presidente durante los últimos 12 años, Chirac parece haber conseguido pocas cosas. Como alcalde (1977-1995) registró un aumento constante -aunque insignificante para los niveles de Estados Unidos- de la corrupción y los sobornos municipales. Como presidente, abandonó sus reiteradas promesas de ocuparse de los fallos en las leyes laborales y los servicios sociales ante las protestas callejeras. Y ha hecho poco por abordar el problema de las minorías y las ansiedades de los jóvenes franceses. La necrológica política de Chirac se está escribiendo a ambos lados del Atlántico en términos nada halagüeños.

¿Pero es verdaderamente tan mala la situación de Francia? Se oyen en todos los sectores llamamientos a la "reforma", a que Francia se aproxime más a las prácticas y las políticas angloamericanas. El "modelo social francés", se nos dice a menudo, es disfuncional y ha fracasado. Si eso es así, bienvenido sea el fracaso. Los recién nacidos tienen más probabilidades de sobrevivir en Francia que en Estados Unidos. Los franceses viven más tiempo que los estadounidenses y tienen mejor salud (y con un coste mucho más bajo). Están mejor educados y poseen un transporte de primera categoría financiado con fondos públicos. La brecha entre ricos y pobres es menor que en Estados Unidos o Gran Bretaña y hay menos pobres. Es verdad que el paro juvenil es muy elevado, gracias a los obstáculos institucionalizados a la creación de empleo. Pero si los franceses sacaran a los hombres de piel oscura y de edades entre los 18 y los 30 de las filas del paro y los metieran en la cárcel como hacemos en Estados Unidos, sus datos de desempleo también serían favorables.

Mientras tanto, conviene recordar lo que sí ha hecho Jacques Chirac. En 1995 fue el primer presidente que reconoció abiertamente el papel de Francia en el Holocausto: "El ocupante contó con la ayuda de los franceses, del Estado francés... Francia llevó a cabo algo irreparable". Es una frase que se le habría atragantado a su predecesor, François Mitterrand ("La República no tuvo nada que ver con todo aquello, Francia no es responsable") y, hay que decirlo, al propio Charles de Gaulle. Jacques Chirac prohibió a sus partidarios que se aliaran con el racista y xenófobo Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen, otro contraste más con Mitterrand, que manipuló cínicamente las leyes electorales francesas en 1986 para beneficiar a Le Pen y, de esa forma, debilitar a la derecha moderada. Consciente de los vínculos de Europa con el mundo musulmán -y del coste de rechazar y humillar a la única democracia laica del islam-, Chirac apoyó la admisión de Turquía a la Unión Europea, una postura impopular entre sus propias bases conservadoras. Y fue él quien inició y encabezó la oposición internacional a la guerra del presidente Bush en Irak.

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No hay que olvidar la histeria francofóbica de 2003: no sólo las imbecilidades de las patatas fritas -freedom fries en vez de french fries-, sino los exabruptos xenófobos del Congreso, la Administración y los grandes medios de comunicación estadounidenses, en los que destacados comentaristas exigieron que se "expulsara" del Consejo de Seguridad a Francia y se propuso que las "ratas" francesas nos guardaran los abrigos mientras, una vez más, Estados Unidos volvía a luchar por ellos. Pero Jacques Chirac tenía razón. Al enfrentarse a Bush -y ordenar a sus representantes en Naciones Unidas que impidieran aprobar apresuradamente una guerra no provocada-, el presidente francés salvó el honor de la ONU y la credibilidad de la comunidad internacional.

No está claro que ninguno de los que han aspirado a su sucesión lo hubieran hecho tan bien. Chirac es lo suficientemente mayor como para valorar la deuda de Europa con Estados Unidos -un tema del que ha hablado sentidamente en más de una ocasión- y lo suficientemente gaullista como para oponerse a las folies de grandeur de Washington. Su heredero, Sarkozy, no es ninguna de las dos cosas. Lo que Sarkozy admira y conoce de Estados Unidos parece limitarse a su índice de crecimiento económico. Pero se opone a que Turquía entre en la UE, y su gaullismo está teñido de cierta debilidad por los eslóganes derechistas -"nación" e "identidad", para no hablar de que tildó de "escoria" a los jóvenes negros que participaron en los disturbios-, con los que confía en robar terreno a Le Pen. Chirac nunca cayó tan bajo.

Ségolène Royal, la finalmente derrotada candidata socialista, ha evidenciado un complejo de Juana de Arco (en su proclamación de candidatura, el pasado octubre, dijo que oía "llamadas" y que aceptaba "esta misión de conquista en nombre de Francia") y ha practicado una demagogia "blanda". En asuntos cruciales como la Constitución de la UE y la admisión de Turquía, ha evitado definirse y ha preferido prometer que "escuchará al pueblo". Muchos de sus seguidores socialistas son a la vez antiamericanos y antieuropeos, por lo que una presidencia con Royal, seguramente, hubiera debilitado a la Unión Europea sin reforzar la influencia transatlántica de Francia; precisamente lo que desean los neoconservadores de Washington.

Ni Sarkozy, ni Royal, ni ningún otro de los que han disputado la sucesión de Chirac comparten su apreciación histórica de lo que está en juego en la construcción de Europa: por qué importa y por qué están jugando con fuego los que desean dividirla o diluirla. Y hay motivos para preocuparse. Algunos de los nuevos Estados miembros de la UE quieren lo mejor de dos mundos: una economía de baja fiscalidad, al estilo norteamericano, pero sostenida con subsidios de los "ineptos" contribuyentes europeos. Los polacos y los checos aceptan "fondos de solidaridad" de Bruselas, pero también los sistemas de misiles de Estados Unidos, sin consultar a sus socios europeos. Nada más ingresar Rumanía en la UE, a principios de este año, su presidente reclamó "un eje estratégico Washington-Londres-Bucarest" (!), al tiempo que se apresuraba a solicitar transferencias de dinero de Bruselas. Cuando Chirac dijo a los europeos del Este que habían apoyado a Bush y Blair en Irak que habían "desperdiciado una oportunidad para callarse", su brusquedad molestó a mucha gente y no ayudó a la popularidad de Francia; pero tenía razón.

En manos de una nueva generación de políticos que buscan ventajas locales y son indiferentes al pasado, Europa podría deshacerse a toda velocidad. Quienes ahora celebran la marcha de Chirac deberían recordar la advertencia de Rhett Butler a Scarlett O'Hara cuando ella miraba con desdén e impaciencia a los soldados rezagados del Ejército confederado: "No tengas tanta prisa en que se vayan, querida; con ellos se va la última muestra de ley y orden". Con Jacques Chirac, estamos diciendo adiós a la última muestra de una generación de hombres de Estado que recordaban a dónde podía ir a parar una Europa deshecha. Me temo que le echaremos de menos.

Tony Judt es historiador y director del Remarque Institute de la Universidad de Nueva York. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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