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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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José Antonio Aguirre, mito y memoria

Se cumplen 50 años del fallecimiento del primer 'lehendakari' vasco. El recuerdo del hombre que pretendía construir la nación vasca entre diferentes, sin frentismos ni exclusiones, aglutina a todo el espectro político

La vida de José Antonio se había extinguido para que comenzara la de su recuerdo como símbolo, enseña, mito. José Antonio entraba en la historia". Con estas palabras concluyó hace 50 años Manuel Irujo su necrológica sobre quien describió como su "mejor amigo", el primer lehendakari vasco José Antonio Aguirre, tras fallecer este de forma repentina el día 22 de marzo de 1960 al no superar una aguda crisis cardíaca. Irujo, el líder peneuvista navarro, ex diputado a Cortes y ex ministro de la República, había sido una de las personas más cercanas al presidente vasco y conocía a la perfección todos sus gustos y manías. Por su amplia red de relaciones políticas sabía calibrar muy bien no solo la importancia de Aguirre para la colectividad nacionalista, sino también el impacto que había dejado entre todos los demócratas españoles del exilio, así como entre tantos dirigentes internacionales con quien había tratado.

Creía en la democracia como valor supremo por encima de toda adscripción política e ideológica
Según C. G. Gilarte, supo mantenerse al margen de las luchas fratricidas de los republicanos
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E Irujo estaba en lo cierto. Entre las cuatro definiciones que da el Diccionario de la Real Academia Española para la voz mito, destacan estas dos: "Persona o cosa rodeada de extraordinaria estima" y "Persona o cosa a las que se atribuyen cualidades o excelencias que no tienen, o bien una realidad de la que carecen". Aguirre es, probablemente, la personalidad en la historia contemporánea vasca a la que mejor se le pueden aplicar ambas definiciones, aunque sin duda más la primera que la segunda.

Habrá personajes que encajarían en la última definición, como, por ejemplo, el mismo Sabino Arana. Pero la "extraordinaria estima" que rodeaba a Aguirre era, sin duda, mucho más amplia y políticamente polifacética que la que generó el fundador del PNV. Además, hay otro elemento diferenciador que caracteriza al primer lehendakari. Y es que la mayoría de las personalidades que se convierten en mitos, lo hacen post mórtem.

En el caso de Aguirre, empero, la mitificación comenzó ya cuando se encontraba en la cúspide de su carrera política. A ello no solo contribuyó su fulminante y precoz carrera política: en 1931, con tan solo 27 años, fue alcalde de Getxo y diputado a Cortes por Navarra y cinco años más tarde, pocos meses después del inicio de la guerra y tras la aprobación del Estatuto vasco por las Cortes republicanas, llegó a la presidencia del Gobierno vasco, encabezando su primer Gobierno de coalición entre los nacionalistas y los partidos del Frente Popular.

Pero el acontecimiento decisivo para su mitificación fue su famosa odisea en la clandestinidad por la Alemania nazi, de la que solo pudo escapar en circunstancias rocambolescas en el verano de 1941. Tuvo, por lo tanto, más suerte que el presidente de la Generalitat Lluís Companys, quien fue detenido por la Gestapo, entregado a las autoridades franquistas, condenado a muerte y fusilado en los fosos del castillo de Montjuïc. Esta milagrosa escapada de Aguirre le otorgó a los ojos de muchos de sus coetáneos una aureola de hombre providencial, blindado y avalado por las esferas trascendentales.

Era, como escribía Cecilia G. de Guilarte, la anarquista vasca militante y reportera de guerra, "el hombre del milagro", que durante la guerra y el exilio había logrado mantenerse al margen de las guerras fratricidas que devoraban a los republicanos españoles: "Solo siendo hombre del milagro pudo (...) mantener unidos a los vascos, unirlos mil veces más al amparo firme de un Gobierno".

Probablemente fue esta imagen de Aguirre la que en 1947 impulsó a Diego Martínez Barrio, el presidente de la República española en el exilio, a ofrecerle la jefatura del Gobierno republicano. Obviamente, Aguirre rechazó este encargo, pero el mero hecho de que un destacado afiliado al partido fundado por Sabino Arana figurase como principal candidato a dirigir el Gobierno de la República española es lo suficientemente elocuente como para transmitir una impresión de la enorme popularidad de la que gozaba Aguirre en prácticamente todos los sectores de la democracia vasca y española. Y es que, como también constataba Cecilia G. de Guilarte, su "huella" estaba "limpia de etiquetas partidistas".

Cincuenta años después del fallecimiento del lehendakari Aguirre, podemos observar la validez de uno de los elementos básicos de todos los mitos: a saber, su carácter democrático y volátil. Un mito nunca suele estar totalmente terminado y acabado pues se presta a la remodelación por parte de los diferentes sectores de la sociedad, de diferentes intereses políticos y de sucesivas generaciones.

Cuando pierde esta característica de la "permanente reelaboración de su narración" se desnaturaliza y se convierte en "dogma" (H. Münkler). Claude Lévi-Strauss ha definido este mismo fenómeno con el concepto del "bricolaje del mito" que -salvo en los regímenes totalitarios- es un proceso abierto a la participación improvisadora y competidora de diferentes actores. Este es, en cierta medida, el cometido al que se dedican con diferentes iniciativas los integrantes de la Comisión Lehendakari Agirre 50 que reúne en su seno a las instituciones vascas y otros integrantes de afinidades políticas plurales. En el marco de estas actividades, el lehendakari Patxi López, el sucesor de Aguirre en el cargo, inaugurará hoy, día 14 de octubre, en Bilbao una gran exposición itinerante sobre El lehendakari Aguirre y sus Gobiernos.

Todo ello probablemente no sería noticia en otros lugares, pero en la Euskadi del siglo XXI representa, sin duda, un fenómeno poco habitual que merece una reflexión. Llama poderosamente la atención que un personaje histórico como Aguirre pueda aglutinar prácticamente a todo el espectro político empezando por la izquierda abertzale, cuyos seguidores exhibieron fotos de Aguirre con las de otros "independentistas" como Ghandi, Simón Bolívar o José Martí en la gran manifestación del Aberri Eguna (Día de la Patria Vasca) de este año, hasta los representantes del Partido Popular, aunque algunos de sus concejales dieron a entender lo contrario, cuando cubrieron la estatua de Aguirre en el centro de Bilbao con una bandera española para celebrar el triunfo de La Roja en los mundiales del fútbol.

Esta imagen de cohesión no deja de sorprender en un país en el que tan a menudo las trincheras y bloques han impedido el desarrollo de un debate político sereno; un país que no sabe muy bien cómo se llama -si Euskadi, Euskal Herria o las dos cosas-; que no es capaz de acordar una fiesta nacional compartida; en el que algunos celebran con cohetes cada derrota de La Roja, mientras que otros ven detrás de una reivindicación tan legítima como políticamente inocua como es la de una selección nacional vasca de fútbol el fantasma del separatismo.

El antropólogo y estudioso de las culturas premodernas Jan Assmann ha subrayado que los mitos contribuyen a la formación de la memoria colectiva y, a través de la misma, a la construcción identitaria de los colectivos políticos. La reelaboración de los mitos a menudo nos dice más sobre las inquietudes y deseos de aquellos que participan en este cometido que de la naturaleza del propio mito.

En este sentido, la actual multifacética entente cordial en torno a la memoria del primer lehendakari obviamente no ha eliminado las discrepancias de interpretación respecto a su actuación y su legado.

Pero sí puede ser entendida como una potente señal enviada por una sociedad que, a punto de superar la lacra del terrorismo, se prepara para recuperar y fortalecer algunos de los principios y actitudes por los que es conocido Aguirre: la defensa del autogobierno y de la cultura vascas; aprender de los errores cometidos; sustituir la tentación del maximalismo dogmático por un pragmatismo flexible y gradualista; priorizar la democracia como valor supremo por encima de cualquier adscripción política e ideológica; y, sobre todo, construir la nación vasca entre diferentes, sin frentismos ni exclusiones. Aparentemente, en la Euskadi del siglo XXI, el mito de Aguirre todavía tiene mucho recorrido.

Ludger Mees es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco (Euskal Herriko Unibertsitatea).

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