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Mladic, el precio de una entrada

La entrada de Serbia en la Unión Europea tiene un precio muy concreto, y previo a cualquier otra condición: la entrega del presunto criminal serbobosnio Ratko Mladic (el muy poco presunto "carnicero de Srebrenica") al Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia. Sin ese requisito, tal como Bruselas advirtió oficialmente a Belgrado, las negociaciones para el ingreso no podrían continuar. Y así ha sido. Terminado el último plazo sin efectuarse la entrega, las conversaciones se han interrumpido sine die hasta que el Gobierno serbio cumpla con su compromiso. Prometió la entrega del criminal a plazo fijo, y no cumplió. Se le concedió una prórroga, que tampoco cumplió. Una segunda prórroga, muy breve, ha resultado igualmente infructuosa. La afirmación del jefe de Gobierno Vojislav Kostunica de que "se ha hecho todo lo posible por encontrarle" ha sido contestada por su viceprimer ministro, Miroljub Labus, presentando su dimisión por ese incumplimiento y afirmando que "se le ha buscado por todas partes excepto allí donde está".

¿Se trata de una exigencia justa y razonable o, por el contrario, de una condición arbitraria, injustificada y excesivamente arrogante por parte de la UE? En este tipo de situaciones, cuando un criminal ultranacionalista es perseguido o reclamado por cualquier tribunal de justicia, ocurren siempre dos cosas. Primera: un cierto número -a veces un gran número- de sus compatriotas no le consideran como un criminal sino como un ilustre patriota que les defendió, dado que, para ellos, aquella defensa justificaba los más abominables crímenes, limpieza étnica incluida. Y segunda: en el ámbito internacional, ante este tipo de casos, por muy sanguinario que sea el genocida, siempre se alzan voces diciendo: "¿Por qué a éste y no a otros? Juzguemos a todos los grandes criminales o no juzguemos a ninguno".

Con ello, dada la absoluta imposibilidad de juzgar a todos los grandes genocidas del mundo, como a todos los grandes narcotraficantes, como a todos los grandes mafiosos, como a todos los grandes torturadores y asesinos colectivos, la conclusión ante tal imposibilidad consiste en afirmar rotundamente: "No juzguemos a ninguno". En otras palabras: que todos ellos sigan gozando de la misma libertad, de la misma impunidad. Huyamos del agravio comparativo de juzgar a unos sí y a otros no, optando por no juzgar a nadie. Seamos ecuánimes y no incurramos en esa fea desigualdad: garanticemos la libertad y la impunidad de todos ellos por igual, aunque eso les permita seguir cometiendo sus crímenes, o aunque eso anime a otros grandes patriotas, en el mismo o en otros lugares del mundo, a cometer crímenes igualmente infames, igualmente masivos, con la certeza de que no serán castigados jamás. Todo sea en aras de evitar esa imperdonable falta de equidad -qué horror, qué insoportable desigualdad- que significaría castigar a unos dejando sin castigar a otros.

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Este pernicioso argumento, so capa de su pretendida ecuanimidad, oculta una defensa a ultranza de la impunidad total. Y no sólo respecto a las atrocidades de la ex Yugoslavia y su tribunal ad hoc, sino respecto a los grandes criminales colectivos de cualquier lugar del mundo, cuyas atrocidades -como en este caso- no podrán ser juzgadas por el Tribunal Penal Internacional de la Haya, por haberse cometido en fechas anteriores al 1 de julio de 2002, fecha en que inició su vigencia ese órgano judicial.

Más aún: incluso refiriéndonos a los crímenes del futuro, ese perverso discurso seguirá manteniendo su efecto favorable a la impunidad. Seamos realistas: con Tribunal Penal Internacional o sin él, siempre será mucho más difícil capturar y juzgar a un gran criminal ruso, o estadounidense, o chino, que a un gran criminal latinoamericano, o centroafricano, o balcánico, o de ciertos países asiáticos. Pese a lo dura y decepcionante que resulta esta constatación, aun así, desde el punto de vista de la justicia, de la ejemplaridad, y de la disminución del riesgo de futuros crímenes -aunque nunca de la total supresión que desearíamos-, la posición que nos resulta más razonable y más justa -por no decir la menos injusta- es precisamente la asumida por las organizaciones defensoras de los derechos humanos. Que no es otra que ésta: capturemos y juzguemos a los grandes criminales siempre que nos resulte posible, aun a sabiendas de que nunca podremos hacerlo con todos ellos. Libremos al mundo, cuando el hacerlo esté a nuestro alcance, de aquellos indeseables capaces de causar a la humanidad grandes atrocidades y terribles sufrimientos. Al menos, ellos no podrán volver a hacerlo. Y algunos otros, escarmentados en cabeza ajena, desistirán de imitarles en su conducta criminal.

Pese a las objeciones ya señaladas, que siempre estarán presentes, nuestra respuesta es inequívoca. Exigimos que el general Ratko Mladic, y también el que fue su jefe civil, el ex presidente serbobosnio Radovan Karadzic, sean capturados, entregados y juzgados con todos los requisitos del debido proceso, por un tribunal civilizado que les proporcionará todas las garantías que ellos, abyectamente, negaron a sus víctimas. Que este tipo de criminales sean juzgados internacionalmente, al amparo del principio de justicia universal. Aunque otros criminales, muy a pesar nuestro, nunca lleguen a serlo. Y aunque al llegar a La Haya estos sujetos, autores de grandes crímenes contra la humanidad, sean recluidos en la humanitaria cárcel de Scheveningen, con su correcta alimentación, higiene y plena asistencia médica garantizada, sin padecer nunca los rigores del frío ni del calor, en celdas individuales dotadas de teléfono, radio, televisión, ordenador e Internet -como la que alojó hasta su muerte a Slobodan Milosevic-, con acceso a la prensa internacional y con un razonable régimen de visitas.

Incluso asumiendo esta acumulación -esta vez sí- de flagrantes agravios comparativos inherentes a esta situación tan privilegiada -y que tantos desgraciados inocentes quisieran para sí-, pese a todo ello, exigimos que estos grandes criminales sean entregados, juzgados y justamente condenados por la justicia internacional, ante la imposibilidad de que lleguen a serlo en su propio país.

Que Serbia pague su entrada, si pretende ingresar en la UE. Que la sociedad serbia, empezando por sus dirigentes, asuma que la Europa de las libertades y los derechos humanos no puede dar cabida a aquellos Estados que ocultan y protegen a sus peores asesinos, culpables de repugnantes crímenes contra la humanidad.

Prudencio García es investigador y consultor internacional del Instituto Ciencia y Sociedad.

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