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Peristas y libertarios

Mi condición de inmigrante digital y además, por causa de la edad, de inmigrante tardío, me hace sentir como deben sentirse -imagino- quienes afrontan en la madurez el aprendizaje de una lengua extranjera: con desasosiego.

Pero no me refiero principalmente al lenguaje técnico de la neo-lengua digital que, mal que bien, con algunas vacilaciones y no pocos errores, voy llegando a dominar. Lo que no consigo entender de ninguna manera es el lenguaje moral que se habla en ese entorno. Y digo en ese entorno porque empiezo por reconocer que en él dominan abrumadoramente los libertarios digitales, quienes se oponen a cualquier restricción en la Red, incluidos los límites al despojo puro y duro de la propiedad intelectual de los creadores culturales.

Las webs de descargas son la traducción digital del receptador de mercancía robada
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"Nadie respeta la cultura de un país que lidera las descargas ilegales"

He hecho un esfuerzo para intentar comprender esa narrativa moral al hilo de la polémica suscitada por la llamada ley Sinde. Para ello, he visitado blogs, foros y otros lugares de encuentro del batallón de oponentes a esta norma. He encontrado de todo. Es de justicia decir que hay incluso buena literatura y argumentos -aunque tramposos- de apreciable factura intelectual. También hay improperios, eslóganes, llamadas al combate e incluso injurias.

Pero más importante que lo encontrado es lo que no he encontrado. Envueltos en la bandera de la libertad de expresión, la lucha contra los oligopolios culturales, la resistencia frente al imperio americano o hasta el derecho al acceso a los bienes culturales, nadie explica cuál es el fundamento que obliga a santificar el expolio de la creación cultural e intelectual a sus creadores.

Porque de eso se trata. La ley Sinde tiene aspectos objetables. El primero, de técnica legislativa. No tiene sentido emboscar su contenido en una Disposición Final de la Ley de Economía Sostenible (LES). El bien jurídico protegido -la propiedad intelectual en un amplísimo abanico de manifestaciones- tiene sustantividad bastante como para merecer un tratamiento normativo exento. Pero, al fin y al cabo, eso mismo puede decirse de muchos otros aspectos de la LES que, norma ómnibus, acoge pasajeros de variado pelaje.

Igualmente es discutible la preeminencia administrativa, aun con control jurisdiccional previo, en la interrupción de servicios de quienes vulneren la propiedad intelectual. Pero es evidente que las ganancias en garantías podrían traducirse en pérdidas de efectividad.

Sin embargo, no creo que sea razonable discutir ni la prevalencia del derecho a la propiedad intelectual del autor frente a otros supuestos derechos o expectativas de tales, ni tampoco el enfoque básico de dirigir la norma no contra quien descarga contenidos sin respetar el derecho del autor a su retribución, sino contra quien materialmente hace posible esa violación jurídica, las webs que alojan fraudulentamente los contenidos descargables. Es un enfoque similar al que se da al tratamiento penal del consumo de drogas peligrosas, castigando el tráfico y no el consumo.

A mí me da igual que detrás de esta norma estén las presiones de los americanos, los lobbies de las majors, la SGAE, o los Amigos de la Capa Española. La supuesta contaminación que trasladarían a aquella sus valedores es uno de los argumentos favoritos de los opositores de la ley, muy efectista, pero de ningún efecto. Lo importante es si el bien que se protege tiene que ser protegido.

Si vamos a lo básico, el andamiaje argumental de los libertarios se cae por sí solo. Y lo básico es determinar si la propiedad intelectual es menos digna de protección que la propiedad, por ejemplo, de la vivienda, del automóvil o las colecciones de sellos. Como es difícil sostener lo contrario, encontramos, en los oponentes más articulados a la norma, argumentos laterales tales como que debe primar la libertad de expresión, que en realidad los que son protegidos no son los creadores, sino los intermediarios culturales que abusan de aquellos o, el más pintoresco de todos, que el derecho a la descarga ilegal se basa en que la descarga legal es muy cara.

Intentemos trasladar estas argumentaciones a la propiedad material. ¿Qué opinaríamos de quien despojara de su sueldo a un empleado, alegando que, en realidad, el empresario le está robando de parte del fruto de su trabajo? ¿Nos imaginamos a alguien llevándose sin pagar de la tienda una colección de bolsos de Vuitton, dado que son muy caros? Los argumentos se convierten en bromas cuando los trasladamos de lo digital a lo material.

Llamemos a las cosas por su nombre. Las webs de descargas son la traducción digital del perista o receptador de mercancía robada. Su condición inmaterial no priva al robo ni de su naturaleza, ni de su gravedad. Y los argumentos en contra de su neutralización no solo suponen la condonación de una conducta que en la mayoría de los casos es abiertamente delictiva, sino que también conducen, a medio plazo, a la extinción o al grave deterioro de la creación cultural.

Esta es la cuestión. Los libertarios no son Robin Hood, sino más bien los nuevos bárbaros. El saqueo de la creación cultural lleva o a la extinción de la misma (los creadores tendrán que reciclarse a actividades menos susceptibles de ser enajenadas) o a la creación de un Cuerpo de Creadores Culturales a cargo del Presupuesto, que perciban un sueldo a cambio de poner gratuitamente a disposición del público sus creaciones. No sé cuál de las dos posibilidades me parece más abominable.

José Ignacio Wert es sociólogo.

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