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Tribuna
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El Sáhara y la razón de Estado

En los últimos meses, España ha estado sumida en tres crisis. La vertiente humanitaria del secuestro del Alakrana y los avatares por que ha atravesado Aminetu Haidar en territorio español, después de su rechazo por Marruecos, no explican a mi juicio ni su estrepitosa cobertura mediática ni su interesada explotación política. La discreción que rodea al otro secuestro, cuánto más delicado, el de los tres cooperantes de Barcelona Acció Solidària, pone sin duda alguna de manifiesto la madurez y la entereza de la sociedad y de las fuerzas políticas de Cataluña.

Muy distintas como son, estas tres contingencias tienen sin embargo un denominador común: el Sáhara, el desierto que va de Mauritania al Sudán y, más allá, hasta Somalia; del Atlántico al mar Rojo y al Índico, a las aguas que bañan los océanos donde faenan los pesqueros españoles, muy lejos ya del llamado banco canario-sahariano. Territorios aquéllos pertenecientes a frágiles estructuras estatales, en buena parte de los cuales existe un vacío de autoridad y donde actúan, a sus anchas, Al Qaeda y sus franquicias.

Crear en el desierto un nuevo país bajo tutela de Argelia es contrario al interés nacional de España
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Traigo estos incidentes a colación por el reverdecimiento que, al socaire de la huelga de hambre de Haidar, ha experimentado la reivindicación del Frente Polisario. Hace ya un tiempo, siquiera fuera de pasada, hice pública mi posición respecto del Sáhara Occidental, sobre la cuestión del derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui y la posibilidad de que un nuevo Estado independiente, la RASD, pase a formar parte de la Comunidad Internacional. Semejante eventualidad supondría, a mi entender, una amenaza añadida a las que ya ponen en riesgo la seguridad de España. Llámese razón de Estado, realpolitik, interés nacional o puro y simple patriotismo, son éstas las consideraciones que me llevan a explicitar mi postura contraria a tan peligroso desenlace. Ya sé que tales razones tienen mala prensa, como si el espectro de Maquiavelo anduviera suelto, pero en el caso presente las antepongo a cualesquiera otras consideraciones. Porque por encima de todo, para prevalecer, la reivindicación saharaui tendría que ser practicable; esto es, viable.

Producto del tardo-colonialismo español, el Sáhara Occidental nunca fue germen de Estado alguno -sí lo era Marruecos- y la población que por allí transitaba, en un nomadeo secular, nunca fue un "pueblo". Tampoco el gibraltareño, por cierto. Fuimos los españoles los que construimos una identidad artificial que acabó por revolverse contra la metrópoli, aunque en buena medida lo hiciera en español -otra forma de colonialismo- y no en su hassanía vernácula. Un Sáhara independiente no puede prosperar. Acabará siendo un nuevo Estado fallido a menos que caiga bajo el control de un tercero; de Argelia, ¿de quién, si no? No nos corresponde a los españoles entrar en la bronca fronteriza argelino-marroquí, herencia de la Francia imperial, pero sí es nuestra responsabilidad extraer las consecuencias de parecido escenario y no callar.

¿Quién se encargará allí de garantizar la seguridad, la estabilidad y la prosperidad de tal artefacto si no es con la ayuda del vecino argelino, el país, todo hay que decirlo, que desde hace más de tres décadas permite que en su interior malvivan las decenas de miles de saharauis acampados en Tinduf? ¿No sonroja este espectáculo en tierras argelinas? ¿No se puede, o es que no se quiere, poner remedio allí a tan precaria situación? ¿De cuántos ciudadanos se nutrirá esta nueva república, siendo así que no hay acuerdo sobre el censo de población una vez actualizada la cifra inicial de setenta y tantos mil a finales de los años 70 del siglo pasado?

Pero, para mí, ni siquiera esto es lo que más cuenta. Sí lo es la cuña de inseguridad que una RASD representaría, desde luego para Marruecos pero también, y muy especialmente, para España, empezando por Canarias.

¿Se acuerdan los españoles de Antonio Cubillo, del MPAIAC y de Radio Canarias Libre emitiendo desde Argel? Si hoy en día las tierras que se extienden más allá de los confines del desierto argelino y marroquí y de los porosos límites de Mauritania y de Malí -el cinturón del Sahel- son ya un semillero para el terrorismo, nada peor que añadir a aquella inmensidad otros 250.000 kilómetros cuadrados de arenal, precisamente en el bajo vientre marroquí y a un centenar de kilómetros de la comunidad autónoma de Canarias. Lo que nos jugamos es primordial: la seguridad de España. También la de Marruecos, demasiado cerca para aparentar indiferencia ante lo que allí suceda.

Rabat ha salido, me parece, malparado del episodio Haidar. Quienes apostamos por un vecino fuerte y seguro pero también democrático y, por tanto, respetuoso de los derechos humanos, tal y como parecían augurar las primeras reformas introducidas por Mohamed VI, estamos decepcionados. Decepcionados y preocupados. Porque la amplia autonomía ofrecida al antiguo Sáhara "español" -como lo llaman algunos nostálgicos del pasado- solamente es creíble, y por ello aceptable, en un régimen de auténticas libertades. Se habla estos días de la reactivación del proyecto de regionalización anunciado por el soberano alauita. Mayor motivo, si cabe, para que esta vez esa esperanza no quede de nuevo defraudada. Dos credibilidades enfrentadas; no dos legitimidades en disputa.

Máximo Cajal es embajador de España

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