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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sangre en Marraquech

Islamista o no, el brutal atentado condicionará la prometida apertura en Marruecos

Marraquech es el destino favorito del turismo internacional en Marruecos, y la plaza de Yemaa el Fna, su pintoresco punto de concentración por excelencia. Quienes hicieron estallar ayer una potente bomba en ese escenario buscaban también la inmediata repercusión mundial de un crimen que ha dejado al menos 15 muertos y decenas de heridos. Un rebrote terrorista que evoca pasadas pesadillas y por el que España se siente especialmente concernida en todos los órdenes.

Las primeras especulaciones sobre el brutal atentado -no reivindicado y perpetrado, según algunas fuentes, por un dinamitero suicida- se centran en la reaparición ocho años después del terrorismo islamista, que se creía prácticamente desaparecido en Marruecos y que tuvo su epítome en los atentados que sacudieron en 2003 Casablanca, la capital comercial del país, y se cobraron casi medio centenar de vidas. La teoría del terror islamista resulta plenamente consistente con las características conocidas del sangriento ataque y con la situación de efervescencia del mundo árabe y del reino alauí en particular. La semana pasada, supuestos miembros marroquíes de la rama norteafricana de Al Qaeda amenazaban en YouTube con vengar la sistemática represión islamista del Gobierno de Rabat.

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El atentado de Marraquech, que ha sorprendido en Madrid a una nutrida delegación ministerial marroquí, supone un golpe contundente a la economía del país vecino, basada en buena medida en el turismo y muy castigada ya por los acontecimientos que agitan el norte de África. Pero, sobre todo, la trágica voladura del café Argana, sobre la que Mohamed VI ha exigido a sus ministros respuestas rápidas y transparentes, representa un brusco frenazo, como poco, del proceso reformista anunciado por el rey de Marruecos para intentar evitar que prendan en su país con todas sus consecuencias las revueltas populares que sacuden el mundo árabe.

Después de asegurar altivamente en febrero que no se dejaría ganar por la demagogia de las protestas callejeras que exigen reformas democráticas y económicas y una decidida lucha contra la omnipresente corrupción, Mohamed VI anunció repentinamente, en marzo, lo que calificó de profundo cambio constitucional. El borrador debería estar listo en junio e incluiría un poder judicial independiente, mayor papel para los partidos y el Parlamento -emanado de elecciones libres y limpias- y descentralización regional. El rey ha eludido pronunciarse sobre si su plan incluiría alguna renuncia a los vastísimos poderes y conexiones que le convierten en factótum de la política y la economía de Marruecos.

En este contexto no es gratuito imaginar que la obstaculización de ese incipiente proceso democratizador, o incluso su descarrilamiento por la bomba de Marraquech, podría servir también a enrocados intereses ajenos a los del fundamentalismo islamista más violento.

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