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No al modelo Venecia

Aprehéndeme, ahora que paso ante ti, si tienes fuerza para ello y lucha por resolver el enigma de felicidad que te propongo... e inmediatamente la reconocí, era Venecia" (Marcel Proust).

En Venecia, en la contigüidad del célebre Ca d'Oro, se encuentra el palacio denominado Sagredo, con entrada por el Campo Santa Sofía y amplia balconada al Gran Canal, a la altura del mercado de Rialto, núcleo de la vida veneciana.

Al ver el nombre de Sagredo en una casa del Gran Canal, algún viajero experimentará quizás una viva emoción. Pues un lector de Galileo evocará necesariamente el Diálogo que cambió algunas de nuestras coordenadas de pensamiento. En realidad, la actual casa Sagredo nada tiene que ver con la que sirve de marco imaginario al diálogo. Los Sagredo a los que debe su nombre proceden al parecer del barrio veneciano de San Francesco della Vigna, y sólo en el siglo XIX se habrían mudado al Gran Canal.

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Esta ciudad lagunar no es un milagro, sino el fruto del mimo y un tremendo esfuerzo
Para servir al turista, lugares emblemáticos son convertidos en tristes 'comederos'

De hecho, hasta hace unos años la nobleza de la casa, y hasta el carácter de Palazzo resaltaba más bien poco, en parte por cierto descuido en el mantenimiento, pero sobre todo por el uso funcional que de ella se hacía. Las dependencias de la planta baja servían de sede a instituciones públicas como Cantina Sociale o Ente Nazionale de Protezione Animale. Había también negocios como el del agente comercial doctor Baroncini o el del especialista en obstetricia doctor Refuffi... Eran años en que la belleza conmovedora de la ciudad y su enorme peso histórico no eran óbice para que Venecia fuera un lugar para ser habitado por sus ciudadanos y visitado por respetuosos viajeros, lejos del parque temático para turistas, ociosos y explotadores de ambos en que amenaza convertirse.

En Ca Sagredo ya no hay ahora dependencias municipales, ni se ejerce allí profesión alguna que pueda interesar al habitante de la ciudad, pues el inmueble ha sido objeto de una costosísima remodelación, destinada a convertirlo en albergo: uno más de esos hoteles considerados de lujo que, desde Santa Maria Formosa a la Giudecca , son el inevitable destino de todo edificio con visos palaciegos, cuya inevitable restauración no es abordable por los inquilinos o propietarios, que en ocasiones los habitan desde generaciones atrás.

De tal forma, la esplendorosa Venecia se vacía. Se vacía de venecianos, ya menos de 60.000, y se puebla de centenares de miles de turistas que, del alba al anochecer, deambulan guía en mano, en busca de algún rescoldo de alma ciudadana, sin la cual sienten que la belleza que contemplan carece de aliento. Búsqueda infructuosa, pues el veneciano se protege...

En Venecia, como en tantos lugares diezmados por el fenómeno del turismo de masas y la parodia de mirada etnológica que genera, un velo cubre la cotidianidad de quien habita aún la ciudad, y los sentidos del visitante han de conformarse con una adulterada caricatura. Suerte de apartheid del espíritu, inevitable cuando la situación se hace insostenible, cuando el abandono de Venecia a la ley del mercado es ya para la ciudad amenaza letal; amenaza que no pueden dejar de experimentar incluso aquellos ciudadanos en principio favorecidos por la situación. Y así, ese mismo veneciano que se nutre literalmente del turista puede llegar a aborrecer la presencia de éste en el baccaro, taberna, o en la ostería en los que se reúne con los suyos. Para servir (y explotar) al omnipresente turista, lugares emblemáticos de la vida veneciana, como la misma plazoleta del mercado de Rialto, son convertidos en tristes comederos, donde jamás un veneciano toma asiento.

Hablando con personas que siguen la evolución sociológica de la ciudad, percibí la alarma sobre lo que significa (como consecuencia del aluvión turístico) la presencia en el transporte lagunar de motores cada vez más potentes, con efectos sísmicos y percusivos que dañarían los fundamentos de las casas y palacios, nunca en su historia expuestos a turbulencias de este tipo. Más inesperada es la preocupación por la multiplicidad de desagües que conlleva la multiplicación exponencial de aseos y cuartos de baño, como consecuencia de la conversión de las casas en hoteles. Pues, en una estructura urbana tan compleja como Venecia, resulta al parecer muy difícil adaptar los sistemas de canalización a este incremento de los vertidos. Esto, obviamente, nada tiene que ver con l'acqua alta (dependiente mayormente de vicisitudes debidas al viento Sirocco), pero sí quizás con l'acqua bassa, en la medida en que contribuye a romper el equilibrio entre la estructura lagunar y la estructura urbana.

Pues Venecia no es un milagro, sino el fruto de un tremendo esfuerzo y de un mimo que sólo persistiendo puede hacer que la ciudad, en su irreductible singularidad, perdure. Venecia habla con cierta distancia de la terraferma, de ese lugar donde las casas tienen natural cimiento, calificando a los que allí habitan con el término campagnoli y reservando para sus hijos la condición de cittadini. Pero Venecia no olvida que de terraferma llegó la piedra y el hierro que hicieron posible que una naturaleza inhóspita fuera arrancada a su evolución espontánea para ser prodigiosamente convertida en marco para el hombre. De hecho la propia laguna hubiera muy probablemente desaparecido, convertida en mísera tierra de aluvión, sin este esfuerzo por humanizarla, de tal modo que, cabe decir, Venecia protege por su misma erección la laguna sobre la que se funda.

Mas por eso es tan importante que Venecia no escape a la relación esencial con el agua, lo cual supone mantener viva la herencia marinera, resistirse a la conversión de su singularidad en mero espectáculo. Venecia está perdida si se resigna a vivir de la mera representación de lo que fue, si instrumentaliza el prodigioso binomio laguna-ciudad, en lugar de mantenerla como causa final de su actividad.

En múltiples lugares de su Recherche, Marcel Proust se complace en describir la explosión de ensoñaciones que provocaba en su espíritu el nombre mismo de Venise, eco de ciudad intrínsicamente expuesta, erigida como desafío, irreductible a toda tentativa de explicación en razones de necesidad o peligro. Ciudad en la que todo viajero cree reconocer una suerte de origen, la propia matriz, tan propia como perdida.

En esta potencia de provocar un sentimiento de reencuentro reside la universalidad de Venecia. Mas esta potencia es indisociable de la persistencia de una vida veneciana. Cuando el equilibrio entre habitantes de la ciudad (los únicos que pueden preservar su carácter) y visitantes se rompe, entonces Venecia configura un modelo al que desgraciadamente se pliegan otras ciudades susceptibles de publicitar sus encantos. Pues al igual que, de hecho, la plaza de San Marcos está vedada a los que en Venecia residen, darse una cita en una terraza de la Rambla es algo que entre barceloneses constituye hoy algo insólito.

Mas San Marcos y La Rambla eran precisamente emblemáticos lugares de encuentro o paseo para los habitantes de estas ciudades, con lo cual cabe decir que los ciudadanos han sido desposeídos de una parcela de sí mismos. Desahucio espiritual correlativo a menudo de desahucios empíricos. Pues los nacidos en Venecia (y que trabajan en ella) se ven hoy obligados a vivir en Mestre, como muchos de los que vivían en centros históricos de Barcelona, Sevilla o Dijon constataban que su degradado barrio se remodelaba... a la par que sus posibilidades de seguir habitándolo menguaban.

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