_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La sentencia y la hidráulica

Buena parte de las reacciones a la sentencia sobre el Estatut están cortadas por el mismo patrón, una suerte de argumento hidráulico: hay una realidad que se quiere ignorar, la identidad catalana, a la que si no se le da un reconocimiento político desembocará en la independencia. La falta de respuesta explicaría la indignación de los políticos catalanes y lo razonable sería atender a sus exigencias.

El argumento hidráulico ha sido utilizado por muchos. A veces de manera tramposa. Por ejemplo, no se ve por qué los independentistas deberían mostrase indignados o descontentos si la sentencia nos enfila en la senda de la independencia. O son tontos o son deshonestos. En cualquiera de los dos casos, resulta difícil una discusión ya de por sí complicada dado que a ellos, por definición, el interés general les parece una mala idea. Con todo, vale la pena tasar el argumento porque también ha sido utilizado por políticos comprometidos con el interés general como el presidente de Gobierno, cuando manifiesta su voluntad de reformar las normas para obviar los aspectos declarados inconstitucionales y así dar respuestas a la "exigencias legítimas" de los catalanes.

Parece que el guión de la política catalana lo escriben Tim Burton y David Lynch, no del todo sobrios
Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí
La tele de Barcelona tiene informativos en 20 lenguas, pero no en castellano

El argumento tiene dos partes. La primera apela a los hechos. Los políticos catalanes se presentan como portavoces de una realidad que el Estado central se resistiría a reconocer. Una realidad que tiene que ver, sobre todo, con la identidad. El Estatut sería la cristalización política de esa demanda de reconocimiento.

Si hay que tasar esta imagen por su grado de realismo hay que pensar que el guión de la política catalana lo escriben a dos manos Tim Burton y David Lynch, no del todo sobrios. Primero, no había demanda social: según una investigación realizada por una universidad catalana antes de que comenzara este lío, los catalanes éramos de los españoles más satisfechos con nuestra autonomía. Convertido ya el lío en eje de campaña electoral, antes de la victoria de Maragall apenas un 4% consideraba la simple reforma del Estatut como un asunto prioritario. Y el remate: la masiva abstención en el referéndum, a pesar del febril activismo de los medios de comunicación catalanes que, alineados con los poderes políticos y en un no parar hasta hoy mismo, han ahogado cualquier discrepancia bajo la acusación de anticatalanismo. Segundo, es irreal la tesis de la identidad centrada en la lengua, el rovell d'ou del argumento. El desajuste entre la Cataluña real y la oficial asoma por todas las costuras. Una muestra entre mil: la televisión de Barcelona, en aras de la integración de los inmigrantes, mantiene informativos en 20 lenguas, pero no en castellano, la lengua del 61,5% de quienes vivimos en el área metropolitana barcelonesa (el catalán supone un 32%) y, por supuesto, de la inmen

sa mayoría de los in-migrantes. Tercero: hay una voluntad explícita de escamotear la realidad, como se vio hace apenas un par de meses cuando los votos del Tripartito y CiU en el Parlament vetaron una propuesta de incluir en el censo una pregunta sobre "lenguas de identificación y conocimiento de lenguas de la población de Cataluña".

En resumen: se oculta la identidad en nombre de la cual se reclama y la reclamación no se corresponde con las demandas de los catalanes, quienes, dicho sea de paso, según las investigaciones serias, manifiestan un sólido y creciente apoyo al llamado pacto constitucional del 78 (por las dudas: Enric Martínez-Herrera y Thomas Milley, The Constitution and the Politics of National Identity in Contemporary Spain, en Nations & Nationalism 2010, 16, 1).

La discusión, en principio, se acabaría aquí. Si la realidad invocada no existe, punto final. Pero hagamos como si no, entre otras cosas porque, a veces, el argumento se sostiene a pulso en el otro pie: hay una demanda política a la que hay que responder. Hay aquí una parte insostenible y otra digna de atención. La primera, la suposición, implícita en la fórmula "aspiraciones legítimas", de que la existencia de una reclamación impone la de su satisfacción. Aspiraciones hay muchas. Yo, por ejemplo, tengo varias con Scarlett Johansson y, desde luego, los ricos aspiran a no pagar impuestos. En mi caso, les confieso, lo tengo bastante crudo, pero los ricos hacen cuanto pueden, y pueden bastante, para imponer sus exigencias. Ahora bien, su poder no fortalece sus razones. Lo que no cabe es confundir, incluso si cedemos a sus pretensiones, su fuerza con sus razones; dar por santo y bueno lo que es poder desnudo. La legitimidad de las aspiraciones es algo que debe decidir el conjunto de la comunidad política, no solo los afectados. Por eso consideramos justificado emplear recursos en asegurar el derecho a la educación y no el de viajar en una nave espacial.

Y es aquí donde yo coincido con los nacionalistas y con el presidente: hay que dar una respuesta política a la realidad catalana, algo que no le corresponde al Tribunal Constitucional (TC). El TC nos dice si una ley es compatible con los elementales principios democráticos recogidos en la Constitución y como bien saben los nacionalistas les ha dado la razón más veces que se las ha quitado, que sobre eso también hay estudios serios. A eso se limita la tarea del TC. Nada más. Que la política de inmersión sea constitucional, que más bien parece que no, no quiere decir que esté justificada. También serían constitucionales una política de inmersión en castellano, que nadie defiende, y otras como la practicada, sin quiebra social y con excelentes resultados, en Finlandia, y que tanto interesó a las autoridades catalanas hasta que se enteraron de qué iba la cosa: enseñanza en la lengua materna hasta 3º de primaria y, a partir de ahí, cambio progresivo a la segunda lengua, cruzándose con los niños del otro grupo lingüístico hasta acabar con un programa común.

La respuesta política cabal requiere que el conjunto de la comunidad política examine si las exigencias están justificadas, si las aspiraciones son realmente legítimas. Una prueba que no es fácil superar en los asuntos presentes. Por ejemplo, a mí me resulta difícil pensar que la izquierda, y la más elemental sensibilidad democrática, puedan encontrar justificadas las apelaciones a los derechos históricos, a la necesidad de poner límites a la solidaridad o unas políticas lingüísticas que, en un contexto de existencia de una lengua común, tienen consecuencias manifiestamente discriminatorias en el mercado de trabajo, entre los propios catalanes y en el conjunto de los españoles. Pero todo podría ser.

Lo que desde luego no puede ser es que, en un marco democrático, alguien amenace con que si sus exigencias no se aceptan, se marcha, que de esto va la coletilla "no tendremos más remedio" que tantas veces repite Mas y da por buena Montilla. En tal caso, el debate democrático, se ve sustituido por el chantaje y el poder se impone a las razones. Lo que caracteriza a la democracia en su máxima expresión es que nadie puede sustraerse a las decisiones adoptadas por una comunidad de ciudadanos iguales en derechos y libertades. Como todo se confunde, quizá no está de más acordarse del lema completo de la revolución francesa, en sus momentos de mayor fervor democrático y vocación de autogobierno, el que figurará en la tumba de Marat: "Unité, Indivisibilité de la Republique, Liberté, Égalité, Fraternité". Republicanismo del primer minuto.

De modo que sí, respuesta política. Vamos a discutirlo todo. Desde el principio. Sin suponer que resulta intocable lo que nos ha traído hasta aquí, que la concesión a los nacionalistas es un camino de vía única que tendrá una estación término, sin dejarse intimidar por los ejercicios de pirotecnia y las bravatas.

No hay que engañarse, les parece mal esta sentencia como les parecería mal cualquier otra. Algo deberíamos saber ya a estas alturas: la estrategia de contentar sin pedir razones que valgan para todos es la peor de todas. Política en serio, no entre pueblos, sino entre ciudadanos libres e iguales, que pueden y deben opinar de todo en todas partes.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es Incluso un pueblo de demonios (Katz).

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_