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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La soledad del Papa

Ratzinger, sin los recursos mediáticos de Wojtila, se aleja de la sensibilidad del mundo real

Hoy en la Iglesia se muerde y se devora", escribió un Joseph Ratzinger casi candoroso el 10 de febrero. Era su desnuda e histórica carta a los obispos, admirable pieza literaria en la que el Papa hizo autocrítica, explicó como pudo el perdón a los excomulgados lefebvrianos y aprovechó para revelar su torpeza para navegar por Internet y la aguda división interna que vive el catolicismo.

Faltan unos días para que se cumplan los primeros cuatro años del actual papado y a las durísimas críticas suscitadas por varios errores encadenados (la rehabilitación de un obispo negacionista; el caso Englaro; la excomunión de la madre y los médicos de la niña brasileña que, tras ser violada, abortó; sus declaraciones en África sobre el preservativo), la cúpula vaticana ha respondido contraatacando. Son acusaciones "grotescas" que tratan de ofender "y reírse del Papa", ha dicho la poco ingenua Conferencia Episcopal Italiana, inspiradora principal de la aberrante ley de testamento vital aprobada esta semana por Berlusconi.

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Para un intelectual como Ratzinger, que ha centrado todo su empeño en hacer compatibles razón y fe, tiene que ser doloroso ser puesto en evidencia en su propio terreno por la prestigiosa revista científica británica The Lancet a propósito de su desgraciado comentario sobre el preservativo: le acusa de haber distorsionado públicamente las evidencias científicas, y pone en duda que haya sido por ignorancia y no un puro intento de manipular la ciencia por razones ideológicas.

Pero también debe ser doloroso para el Papa la inhibición de cardenales, obispos, monjas y sacerdotes que no se pronuncian sobre Ratzinger; el elocuente silencio de las mejores cabezas de la Iglesia, como Carlo María Martini, exiliado en Milán y refugiado en su enfermedad; o el trabajo meritorio y oscuro de los misioneros que combaten contra la propagación del sida en África y Latinoamérica de la única manera eficaz que tienen a mano, repartiendo preservativos.

Ese manto de silencio revela seguramente un malestar ideológico, pero no sólo. Hay un problema mayor, de abandono. Muchos religiosos no comparten la forma de estar en el mundo de estos papas modernos, siempre más pendientes de lo de fuera que de lo suyo. Y muchos ven a Ratzinger como una mera continuidad, menos mediática y peor asesorada, del papa Wojtila, cuya agonía contribuyó por cierto a tapar una crisis que ya estaba allí, y cuyo carisma sirvió para acabar con el comunismo, pero también para arrumbar las mejores promesas del Concilio Vaticano.

La soledad de Ratzinger es, en todo caso, un secreto a voces. Su equipo es mínimo, su estilo suscita rechazos dentro y fuera, y su milenaria diplomacia transmite sus decisiones casi con la misma torpeza que la española. Por algo las encuestas muestran que la deserción de fieles crece más en los países más informados, con Alemania y Francia a la cabeza.

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