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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El último de Perejil

Aznar escenifica en Melilla su idea de la política como teatro y reprocha al Gobierno no imitarle

Siendo presidente, José María Aznar demostró hasta qué punto era capaz de sacrificar la posición internacional de España a cambio de exhibirse para consumo interno como un líder prepotente con un país como Marruecos. Faltaba que lo demostrase ahora que ya no ostenta cargo representativo alguno. Y eso es lo que hizo al presentarse ayer en Melilla.

Contra la idea de sí mismo como hombre parco y eficaz que cultiva, Aznar es un político gestual: argumenta poco y, en cambio, le encanta el ademán teatral. Su visita a la ciudad autónoma nada tiene de apoyo a los melillenses y las fuerzas de seguridad que allí desarrollan su labor, y sí mucho de acoso políticamente oportunista e institucionalmente mezquino al Gobierno de España en un momento de crisis con Marruecos. En sus ocho años como presidente nunca visitó Melilla en condición de tal, de acuerdo con una política de prudencia que nadie le reprochó. Ahora se ha presentado, no para hacer algo, sino para decir aquí estoy yo, mientras que Zapatero y sus ministros no han venido.

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Pero quienes están padeciendo una tensión cuyas causas nadie ha explicado de manera fehaciente no obtendrán de su visita ningún beneficio; si acaso, podrían haberse visto perjudicados por una complicación adicional en la solución de la crisis. El hecho de que mientras él realizaba su alarde se abriera paso una salida diplomática entre ambos Gobiernos pone de manifiesto la irrelevancia de su pretendida gesta para influir en los acontecimientos.

El Partido Popular ha justificado el viaje de su ex líder alegando el derecho de cualquier ciudadano español a moverse libremente por el territorio nacional. Pero lo que esta extemporánea iniciativa pone en cuestión no son sus derechos como particular sino el cumplimiento de sus deberes como ex presidente. Son esos deberes los que ha despreciado Aznar en esta y en tantas otras ocasiones en las que, lejos de actuar con lealtad al Gobierno en plaza, como se espera de quien ha ocupado tan alta representación, se ha comportado como un ariete sectario y rencoroso.

El hecho de que informase de su visita al líder del PP, pero no al Gobierno, demuestra que pretendía revestirla de una dimensión política. Pero de la política entendida no como defensa de los intereses generales, sino como autoafirmación personalista. Incluso ante su partido. Si Rajoy la autorizó, se hizo cómplice de un comportamiento superficial y patriotero en contradicción con un verdadero patriotismo. Y si no pudo hacer otra cosa, puso en evidencia las servidumbres de su liderazgo.

En las calles de Melilla, Aznar dio la impresión de querer realizar el paseo triunfal que no pudo llevar a cabo tras su resonante victoria militar en Perejil. Iniciativa teatral con viento de Levante que dañó gravemente la confianza que socios y aliados depositaban en España para garantizar la estabilidad en el Estrecho. Con sus actitudes desde que salió de La Moncloa Aznar recuerda cada vez más a uno de esos personajes en lucha con sus propios fantasmas.

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