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Reportaje:

El polvorín de Ceuta

Luis Gómez

España es musulmana en el barrio del Príncipe, en Ceuta, donde se cuentan dos cristianos entre sus 15.000 vecinos. Uno es el cartero. El otro es Diego Díez, sacerdote de la orden de los Hermanos Franciscanos de la Cruz Blanca, responsable de la única iglesia católica del lugar, cuyo interior guarda el Cristo de Medinaceli, que es sacado en procesión cada Semana Santa entre amplias medidas de seguridad. Diego Díez reconoce que su labor dentro del barrio no es pastoral ni evangélica: no pretende ganar fieles en un escenario adverso. Desarrolla allí una labor humanitaria con disminuidos y necesitados, entre quienes sirve unas 700 comidas diarias. Diego es un personaje respetado en un entorno difícil donde el Estado ha fracasado hasta el momento. No se puede afirmar otra cosa de un lugar golpeado por la marginación, el paro, el fracaso escolar, la delincuencia y, de un tiempo a esta parte, el estigma del islamismo radical.

El barrio descansa encima de una colina en uno de los márgenes de Ceuta. Sobre el terreno empinado nace un paisaje abigarrado de casas coloreadas, delgadas y verticales que han ido tomando estatura de forma caprichosa; algunos edificios se asientan sobre una minúscula superficie que no supera los 20 metros cuadrados. El interior está marcado por una calle que cruza como una cicatriz todo el poblado a modo de arteria central, de la que se desprende a ambos lados un número indeterminado de callejuelas que han terminado por dibujar un entorno muy parecido a un laberinto. La ubicación del barrio no es caprichosa. Desde el Príncipe, la ciudad de Ceuta se hace frontera con Marruecos a través del paso de El Tarajal, una estrecha porción de terreno donde Europa y África se tocan; donde se comunican a diario dos culturas, dos sistemas económicos y políticos, dos realidades sociales y religiosas. Por todas esas razones, allí la tensión se vive a flor de piel.

Las viviendas del Príncipe fueron en su tiempo chabolas edificadas sobre terrenos militares, residencia improvisada de las clases más desfavorecidas de Ceuta allá en los años veinte, donde se mezclaron obreros cristianos junto a soldados musulmanes del Ejército español. De los orígenes del barrio se recuerda una realidad mestiza que fue perdiendo contraste con el paso de las décadas, de manera que los cristianos fueron abandonando el lugar favorecidos por las políticas sociales de la democracia, mientras a los musulmanes no les quedó otro destino que sobrevivir al desamparo y refugiarse en cualquier tipo de economía sumergida. Y así lo hicieron. Sustituyeron las planchas de latón por paredes de ladrillo aun a costa de que los militares enviaran sus excavadoras para derribarlas, produciéndose escenas que hoy serían inaceptables. La presión social derivó con los años en una peculiar entente según la cual los musulmanes podían mejorar sus casas a fuerza de pagar una multa, que aún hoy siguen abonando. Poco a poco, esas chabolas se convirtieron en caóticos edificios, tomaron altura y transformaron desordenadamente un poblado en un barrio. El Estado asistió a esa mutación urbanística mirando para otro lado: hoy puede afirmarse que una buena parte de las 4.000 viviendas del Príncipe han prosperado con los beneficios del narcotráfico, que llegó a ser, en los años ochenta, la principal actividad económica del barrio.

Hasta los noventa no llegó el agua potable, ni algo parecido a una red de saneamiento. Ahora las viviendas disponen de energía eléctrica y teléfono, una excusa como otra cualquiera para que sus moradores comiencen a pagar impuestos aunque carezcan de título de propiedad. Las deficiencias del barrio son todavía muy evidentes, a pesar de que en su interior se hayan edificado dos colegios, un centro de salud, un par de pistas polideportivas (unas sencillas canchas de fútbol sala) y un centro social polivalente. No hay un solo parque, el alumbrado público es deficiente, las aceras están sin terminar y la recogida de basuras es una asignatura pendiente. Las ratas y las cucarachas disfrutan de actividad, a pesar de un tímido empeño municipal por erradicar ese problema, tan tímido como los tres empleados que trabajan rematando aceras o los dos barrenderos que recogen del suelo lo que buenamente pueden. El transporte público se limita a una línea de autobuses que cruza el barrio por la única calle transitable para ese tipo de vehículos. El conductor se arma de paciencia: para avanzar debe esperar a que todos los vehículos que circulen en dirección opuesta se aparten a un lado.

"Las ambulancias no tienen acceso a las casas; los coches de bomberos, tampoco", explica Mohamed Larbi, presidente de la asociación de vecinos, que se declara militante del PP. Larbi fuma como un descosido, como casi todos los hombres en el barrio, y al igual que la mayoría es descendiente de aquellos militares que combatieron con Franco, de quienes todavía viven algunas viudas con pensiones lastimosas. Larbi obtuvo la nacionalidad española en la regularización de 1986, cuando los musulmanes de Ceuta adquirieron el derecho a ser españoles como consecuencia de la entrada de España en la Comunidad Económica Europea. Su carné de identidad es un reflejo de la falta de rigor que la Administración aplicó en todo lo referente a esta población: aun cuando todo el mundo le llama Larbi, su verdadero nombre es Mohamed Mohamed Mohamed, dado que se usó el criterio de poner como primer apellido el nombre del padre, y de segundo, el del abuelo. "El Mohamed al cubo es otra de las características de este barrio", reconoce con cierta sorna. Esa diferencia entre nombres reales y nombres oficiales es una fuente de problemas en los censos electorales y en las gestiones oficiales, pero no es la deficiencia más grave. Abdesalam, por ejemplo, es español. Su padre era español. Todos sus hermanos menos uno son españoles. El que falta no recibió el derecho a la nacionalidad por tener antecedentes penales, y disfruta de una tarjeta de residencia. Es, por tanto, un apátrida. No es español y tampoco marroquí. Como él, se calcula que puede haber más de mil.

Hacer sociología en el barrio es complicado. "Los de Demoscopia me dijeron un día que no podían enviar a nadie al Príncipe a hacer encuestas", recuerda Mohamed Alí, diputado y líder de la Unión Demócrata de Ceuta, una fuerza ascendente que recoge una parte del voto musulmán y se presenta a estas elecciones en coalición con Izquierda Unida. No se sabe a ciencia cierta cuántos habitantes tiene el barrio, por el mero hecho de que un porcentaje indeterminado de sus vecinos son trabajadores marroquíes que cruzan la frontera para trabajar en Ceuta en la economía sumergida y hacen noche en el barrio, en camas o habitaciones alquiladas.

La frontera. Cada mañana cruzan El Tarajal miles de marroquíes para comprar al por mayor comestibles, textil y productos de limpieza en un polígono anexo donde se concentran decenas de grandes naves. Es un polígono ilegal, como reconoce Mohamed Ahmed, portavoz de los propietarios: "Hay 203 naves en Ceuta dedicadas a este negocio. Todas carecen de licencia, salvo 108 que las han solicitado recientemente". Las mujeres cargan pesados bultos que atan a su espalda y las obliga a caminar encorvadas: las llaman "mujeres tortuga" por ello, porque si se caen no podrán levantarse. Los hombres llenan de objetos unos abrigos preparados con multitud de bolsillos hasta engordar de forma ridícula. Las mercancías pasan a Marruecos ante la mirada tediosa de los policías españoles, que vigilan el orden, pero no pueden impedir este contrabando generalizado. Todos saben que cada porteador lleva algún sello identificativo de la organización para la que trabaja, organización que habrá pagado su dinero a los aduaneros marroquíes para que hagan la vista gorda.

El barrio, como la frontera, lleva también una vida sumergida. No todo es lo que parece. Siendo un barrio pobre, sorprende a primera vista el número abrumador de antenas parabólicas que cuelgan de las fachadas. La gente pasea, acude a la consulta del médico, camina hacia el colegio a recoger a los niños; pero para el extraño es difícil evitar la sensación de que sus movimientos están siendo vigilados. Hay demasiada gente en la calle que mira, que observa; existe una pasividad activa que llama la atención. Muchos hombres jóvenes dejan pasar el tiempo apoyados en las paredes –"cogiendo pared", como dicen ellos–, reunidos en las inmediaciones de cualquier tetería, animados en charlas a plena calle. Son la imagen cierta y evidente del paro.

Alí es uno de ellos. Tiene 30 años, mujer y dos hijas, y no ha trabajado en su vida. Dice llevar cinco años "sellando la cartilla del paro" sin haber recibido oferta alguna. Percibe, como todo padre de familia, una subvención semestral de 600 euros por sus hijos. No es suficiente para vivir. Así que se dedica a robar. Lo dice abiertamente: pega un golpe, junta 3.000 euros o una cantidad similar, y espera a que se le agote el dinero. "No tengo otro remedio, qué voy a hacer", se disculpa. A su lado, otro joven de 29 años afirma estar en la misma situación, aunque no reconozca qué otra actividad realiza para tener unos ingresos. Viste de forma impecable ropa de marca, seguramente falsa. Ninguno acabó sus estudios ni recibió formación. Otro compañero ocupa la tarde con unos amigos jugando al parchís: es un desocupado más, pero en el exterior de la tetería tiene aparcado un flamante todoterreno de ocho cilindros. La mayoría de estos jóvenes son los parados del narcotráfico. Vivieron muy bien durante un tiempo, arreglaron sus casas, derrocharon dinero. Eran tiempos en los que por una noche de trabajo cruzando en lancha el Estrecho se ganaba 1.800 euros. Pero aquel narcotráfico rampante acabó sus días hace unos años. "No voy a trabajar por 400 euros como hacen los marroquíes. Yo necesito un sueldo de 1.000 euros al mes, un sueldo digno", dice Alí. Son musulmanes, pero son españoles. Ellos establecen la diferencia a su manera. Es una generación sin salida y sin disciplina de trabajo.

Ceuta tiene las tasas más altas de desempleo de España (el 35% de la población activa), tasas que aumentan considerablemente en lo concerniente a la población musulmana, aunque no hay datos oficiales. Los mismos sindicatos reconocen que los hostales de Ceuta están llenos de albañiles procedentes de la Península. Hay trabajo, pero no para los musulmanes. El funcionariado público ocupa un tercio de la población activa de Ceuta: una mínima parte es musulmana.

A esta generación se le escapó el tren del Ejército profesional, donde muchos jóvenes musulmanes han encontrado una oportunidad de trabajo. Sin embargo, los rumores que circulan por Ceuta estos días hablan de que el Ejército está poniendo algunas restricciones en la contratación. La culpa la tiene el peligro del islamismo radical: no se quiere formar a jóvenes que luego puedan hacer un mal uso del aprendizaje en el empleo de armas y explosivos.

La marginalidad, el paro y el fracaso escolar (sólo 4 de cada 1.000 estudiantes musulmanes acceden a la universidad, según algunas estimaciones) fueron el campo abonado donde reclutó sus efectivos el narcotráfico. Ahora el temor es que el testigo lo recoja el fundamentalismo.

Islamismo radical es un término maldito en Ceuta. Los políticos rechazan cualquier insinuación de riesgo, aunque expertos e informes policiales hayan coincidido en señalar a la ciudad o al propio barrio del Príncipe. Ceuta responde al unísono. Los políticos cristianos hacen valer una idílica convivencia de las cuatro culturas en la ciudad. Los líderes musulmanes hacen gala de su españolismo y su afán de cooperación. Larbi Mateis, presidente de la Unión de Comunidades Musulmanas de Ceuta, explica con detalle cómo su organización acoge a 19 de las 21 comunidades de Ceuta, cómo las 30 mezquitas y los 60 imanes están bajo control, cómo fomentan escuelas para el aprendizaje del Corán y de la lengua árabe, y cómo promueven el deporte, como es el caso del Sporting de Ceuta, un equipo de fútbol integrado por musulmanes. "Queremos recuperar el fracaso escolar a través de la religión. Queremos educar a nuestros hijos en la convivencia y en el trabajo. Estamos trabajando por la legalización de todas las comunidades en cooperación con las autoridades para combatir cualquier tentación de mezquitas garaje". Es el islam oficial.

Pero el islam también puede no ser lo que parece dentro del laberinto del Príncipe, donde ha calado una moral pública alrededor de sus nueve mezquitas, en los recovecos de cualquiera de sus estrechas calles; en el ambiente cerrado, a veces tenso, generalmente desconfiado, del barrio. El número de mujeres que pasean sin velo o con vestimenta occidental es mínimo, inferior al de muchas ciudades del propio Marruecos. Las teterías son visitadas exclusivamente por hombres; no es posible ver en el interior a una mujer. Ningún establecimiento despacha bebidas alcohólicas. Esa moral pública contrasta con la inmoralidad que se le atribuye al barrio a consecuencia de su relación con la delincuencia: abundan las armas de fuego, y las fuerzas de seguridad son frecuentemente apedreadas cuando actúan en su interior, un fenómeno que unos califican como gamberrada y otros como un sucedáneo de Intifada.

"Estamos creando un monstruo", dice un líder musulmán que no desea que se revele su nombre. "¿Qué queremos hacer con esta sociedad? Aquí nunca se ha desarrollado un plan, ni ha existido un proyecto. Está creciendo la intolerancia, y eso está pasando aquí, dentro del barrio. El problema está en los niños que se vuelven intolerantes con sus madres o sus hermanas poco después de pasar por una escuela coránica; en los adolescentes que justifican robarle a un infiel, que apedrean a los policías porque son cristianos". Algunos expertos atribuyen al "bajo nivel cultural de sus habitantes" el conservadurismo del barrio y su incapacidad para relacionarse con el resto de la ciudad (poca gente accede a otros puntos de Ceuta), para crear asociaciones, para participar en la vida pública. Una profesora, sin embargo, reconoce que de un tiempo a esta parte observa cómo "algunas alumnas se retiran de clase cuando se les pone una película en la que puede presenciarse no digo una escena de amor, sino un simple beso. Eso es muy llamativo".

La madrugada del pasado 11 de diciembre, 300 policías desplazados expresamente desde la Península invadieron el Príncipe. Ni las autoridades políticas, ni buena parte de los mandos policiales de Ceuta tuvieron conocimiento de los preparativos. A las cuatro de la madrugada, la policía entró en algunos domicilios sin contemplaciones. Era el comienzo de la Operación Duna, dirigida por el juez Garzón, que llevó a la detención de 11 vecinos del barrio acusados de formar una célula islamista. Entre ellos figuraban dos hermanos de Hamed Abderrahman, vecino del barrio, conocido familiarmente como Hmido o más recientemente como "el de Guantánamo", el preso español que estuvo en la prisión estadounidense tras la invasión de Afganistán. Aquellos jóvenes celebraron reuniones, distribuyeron propaganda integrista y parecían dispuestos a pasar a la acción. Entre ellos estaba un ex soldado y un ex miembro de la Policía Local. Se les atribuyó la autoría de un par de incidentes sucedidos unos meses antes: la quema de dos morabitos.

Unos desconocidos quemaron con gasolina los morabitos de las mezquitas de Sidi Embarek (enero de 2006) y Sidi Bel Abas (abril), dos tumbas de musulmanes piadosos. El culto al morabito es una tradición del Magreb que tiene connotaciones anteriores al islam; una tradición muy criticada por los sectores más conservadores, que rechazan todo culto a imágenes o símbolos. El incidente se interpretó en su día como un acto vandálico contra los musulmanes de Ceuta y se atribuyó a sectores de la extrema derecha. Pero no fue así. "Emplearon gasolina porque no disponían de otra cosa", manifiesta un mando policial. "Era un aviso de que estaban dispuestos a pasar a la acción". Los jóvenes del barrio califican la Operación Duna como una chapuza propagandística. "Los detenidos eran unos bocazas. No eran peligrosos. Los conocíamos. Ni siquiera les encontraron una pistola", dicen como para significar que la tenencia de armas es un hecho frecuente.

Desde los atentados de Argel y Casablanca, la policía ha reforzado su estado de alerta en Ceuta, visible en los controles diarios a la entrada del barrio. La presión policial alimenta el victimismo de los vecinos y la rebeldía de esos adolescentes que conocen el uso de las armas, algunos de los cuales están entre los autores de recientes asesinatos.

Un canal de televisión buscó con empeño rodar alguna imagen de pintadas alusivas a Bin Laden en las paredes del barrio. No tuvo demasiado éxito. Pero hay una palabra que sí abunda. Es la palabra "chibato", escrita con be. Tiene una explicación: se sabe que el Príncipe está repleto de confidentes que trabajan para los servicios españoles, o marroquíes en algún caso. "Tengo más confidentes que delincuentes fichados", dijo un mando policial en una reunión. Es otra forma de supervivencia. Demasiada gente en el barrio cree pertenecer a un lugar que ha sido borrado del mapa.

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