La provocación de los silenciosos

Creo haber escrito, hace algún tiempo, sobre los pleitos de Telma Ortiz, la hermana de la princesa. Ortiz pidió a los tribunales que levantaran un muro legal en torno a su intimidad. Si no recuerdo mal, yo estaba dispuesto a concederle a Telma Ortiz toda la intimidad del mundo. A ella, y a cualquier otra persona. Por supuesto, se puede estar en desacuerdo con mi opinión: yo lo estoy. Discrepo de mí mismo después de cavilar un rato sobre la peculiar situación de intimidad, mantenida durante muchos años, por la admirable Pepa Flores.
Vamos a dar un rodeo para llegar antes a las conclusiones. El periodista Arcadi Espada acaba de publicar un libro interesantísimo sobre periodismo. Se llama Periodismo práctico y contiene altas dosis de provocación; provocación antipática, a veces, porque Espada, además de ser inteligente, suele cargar a degüello. Cito algunas frases del epígrafe ¿Qué hacer con la vida privada?: "Todos aquellos que de manera harto banal se escandalizan porque los medios decidan quién aparece en ellos (previa y continuada consulta al público mercado), relajarían su ceño si acto seguido de haberles negado el derecho a los medios dijeran con claridad quién debe hacer su trabajo. No podrían, claro está, porque en la democracia hay dos delegaciones controladas, de tensa y recíproca influencia: la del voto, que permite a los políticos gestionar la organización social, y la del periódico, que permite a los periodistas escribir el guión del día. Y el guión no pueden escribirlo los protagonistas, por imperativo ontológico, digo con clara pedantería. Lo demuestran, incluso, los casos de personas como Greta Garbo, J. D. Salinger o Marisol, que defendieron con uñas y dientes su opacidad y que, paradójicamente, vieron cómo su ausencia se convertía en presencia más intensa y constante".
Pepa Flores no es comparable a Garbo o Salinger. No vive en reclusión, no rechaza el contacto con desconocidos
Dado que discrepo de mí mismo, puedo permitirme el lujo de discrepar con Arcadi Espada. Al menos en un punto: Pepa Flores, la que fue Marisol, no es comparable a Garbo o Salinger. No vive en reclusión, no rechaza el contacto con desconocidos. Hasta donde se sabe, lleva una vida normal, devuelve el saludo cuando la saluda un admirador desconocido y firma un autógrafo cuando se tercia. No se pelea con reporteros, no protagoniza fugas a la salida de un local nocturno, no proporciona carroña a las cámaras.
Simplemente, como la inmensa mayoría de la gente normal, no está para entrevistas.
Pepa Flores (Málaga, 1948) demuestra, volviendo a Espada, que "vida privada es la que no puede contarse. La que no puede, no la que no se debe. No es un término moral ni jurídico. Es técnico". ¿A qué podría aspirar un periodista que, grabadora de por medio, se sentara ante Pepa Flores? Difícilmente podría conformarse con saber si paseó por la playa el pasado fin de semana, con arrancarle su receta para freír boquerones o con averiguar la frecuencia de sus visitas a la peluquería. No. El periodista acabaría chapoteando en Marisol, o sea, en lo onírico. Acabaría inquiriendo sobre un mito nacional y hurgando en un terreno puramente subjetivo: el confuso poso emocional que deja el pasado. El periodista acabaría en lo que no puede contarse por puras razones técnicas.
No se me escapa que Pepa Flores goza de un estatuto especial. Ha conseguido colgar el mito de Marisol en una percha ajena, la nuestra, y seguir tranquilamente con su vida, ayudada por el inmenso respeto que suscita. A estas alturas, Pepa Flores es intocable. Ya no es un personaje público, salvo en el recuerdo, porque no reclama el privilegio de la intimidad: es Pepita y va al mercado. Qué persona extraordinaria.

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