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La Bardem, una vida

La próxima semana se pondrá a la venta 'La Bardem. Mis memorias' (Plaza y Janés), 600 páginas de venturas y desventuras de una actriz, hija, hermana, madre, sobrina y tía de actores y realizadores. Éstos son unos extractos de sus recuerdos, de su visión de las grandezas y miserias de un tiempo y un país.

Estando en Crippa apareció una chica llamada Matilde de la que me hice muy amiga y con la que trabajé muchos años. Decíamos en broma, aunque lo pensábamos bastante seriamente, que juntas hacíamos la mujer perfecta juntando sus pechos y mis piernas. Tenía el par de tetas más grandes y más bonitas que he visto en mi vida.

Matilde tenía un novio. Hablaba siempre de su Julito. Coincidimos un día en Vargas y Ochagavía, casa de dos modistos y en la que yo realmente aprendí a desfilar. Jesús Vargas era el tío más gracioso del mundo y me explicó el asunto muy claramente.

-Vamos a ver, Pilar. Esto es lo más sencillo del mundo. Se trata de que tú, tan flaca y tan divina, caminas por la pasarela con mucha cara de asco, mirando a las gordas que se sientan abajo, que nunca entrarían en tu traje, y repitiendo mentalmente: me cago en tu padre, me cago en tu madre, me cago en tu padre, me cago en tu madre… Con muy mala leche, porque tú eres muy joven y agraciada, pero no tienes un duro, y ellas son gordas y viejas, pero pueden comprarse los modelos.

¡Cómo me hacía reír y cuánto me ayudó a mi vuelta de Canarias! Bien, pues allí me hablaba Matilde de su Julito, un chico guapísimo y de muy buena familia, enamorado de ella desde que eran dos niños. Era su felicidad, y Matilde no hacía sino ahorrar para su ajuar y hacer planes con Julito.

Un día apareció con muy mala cara.

-Se ha matado Julito.

Murió en un accidente de moto, yendo de paquete con un amigo. Creímos que Matilde también se moría de pena, fue terrible. Pero la tragedia fue a más porque la familia del chico se apoderó de Matilde de una manera perversa, la utilizó para mantener vivo una especie de culto al hijo muerto. La metían en casa, en el cuarto del muchacho, y le hacían hablar de él, recordar los momentos y cosas que habían pasado juntos. ¿Y te acuerdas de esto o de aquello?, le preguntaban constantemente. Toda la casa se convirtió en una mala réplica de Manderley, y la familia, en el ama de llaves de Rebeca. La pobre Matilde casi acabó internada en una institución psiquiátrica. Más adelante nos encontramos en Loewe. Era dependienta y maniquí. Su mentalidad había cambiado por completo: si antes se lo gastaba todo en el ajuar y en que las monjitas le bordaran las sábanas, ahora pensaba que la vida había que vivirla a tope y echaba encima de su cuerpo todo lo que ganaba. Yo le decía que así asustaba a los chicos normales, que ninguno se acercaría a una mujer tan bella y vestida tan lujosamente. Matilde se reía con un punto de perfidia.

En Vargas y Ochagavía coincidí con otra modelo, también con una historia tremebunda hija de los tiempos que vivíamos. Esta chica era absolutamente graciosa, genial y generosa, al punto de que si llovía y otra compañera se quejaba de que no traía chaqueta, ella se quitaba la suya y se la regalaba. La verdad es que manejaba más dinero que ninguna y presumía directamente de ser puta. Le gustaba hacerse de menos. Yo siempre le regañaba y le decía que lo que tenía era un corazón de oro. Era la mayor de tres hermanos, y una de sus hermanas se quedó embarazada. El padre era guardia civil, le exigió que se fuera de casa y la chiquilla se negó, alegando que era menor de edad. El bestia del padre se enfureció y no se le ocurrió otra cosa que llevar a la niña a juicio, acusándola de haberle deshonrado y no sin antes llevarla a un médico para que certificara que estaba embarazada. Finalmente, la chiquilla se tuvo que ir de su hogar, y su hermana mayor, la modelo, decidió irse con ella a cuidarla.

-Yo haré lo que sea, pero mi hermana será una señora -se juramentó en plan Escarlata O'Hara.

Así lo hizo, costeó una buena educación para su hermana, y ésta se casó con un chico de buena familia, con el que luego acudía a ver sus desfiles.

Seguí trabajando de maniquí durante todo mi noviazgo, hasta el día de mi boda, cuando Carlos dijo, frase típica tópica…

-Bueno, se te acabó el trabajar.

Me casé en octubre, y en enero estaba otra vez desfilando. Seguí con Vargas y Ochagavía. Fui madre de mi primer hijo y seguí pasando. Embarazada de Mónica, Vargas y Ochagavía me hicieron un traje especial, una especie de túnica griega de color blanco, cortada sobre el pecho y sin cintura, y un abrigo recamado y bordado encima que pesaba cinco kilos y medio, con el que desfilé en la Feria de la Seda de Barcelona. Poco después pasé una colección de pieles de un peletero norteamericano junto a otras modelos estadounidenses. Como eran abrigos, y peleteros de aquí le habían hablado muy bien de mi profesionalidad, al diseñador yanqui no le importó mi embarazo. El desfile, aún lo recuerdo, fue en el Hilton y lo presentó Adolfo Marsillach. Entonces se usaba que el presentador describiera el traje mientras tú lo pasabas, diciendo cursiladas del estilo: "Este modelo es 'Amanecer en el lago Wichita'. La pedrería nos recuerda las gotas del rocío de esa zona, y bla, bla, bla…". Adolfo siempre me pidió que no le recordase aquello. Yo pasé un abrigo de visón blanco, y todo iba perfecto hasta que dijeron el precio. Del susto se me dobló un tobillo y casi me mato. Era una indecencia absoluta.

Pasé una temporada en Balenciaga. Luego seguí a Matilde a Loewe, donde estaba de encargado el señor Dobao, tío de unas compañeras mías del colegio y magnífica persona. Desfilé en la hípica de San Sebastián y en sitios maravillosos. Recuerdo uno en el hotel Alfonso XIII de Sevilla, todo lujo y lleno de marquesas. Tuvieron la deferencia de invitarnos a las señoritas maniquíes, o sea, a Matilde y a mí, al ágape posterior. Fui mi primer contacto con la aristocracia andaluza, y me parecieron unos seres absurdos, como de otro mundo y con tendencia a despreciar -con más o menos gracia, más bien poca- a los demás. Una excepción, siempre la hay, fue un señor correctísimo y muy agradable al que llamaban TT, Tomás Terry. Un verdadero caballero, muy guapo y que se daba un aire a Paul Newman. Los demás, ya digo, impresentables. Nosotras, pura decoración para su fiesta. (…)

Cogimos al niño y volvimos a la clínica, la misma donde había nacido. No más allá de la puerta, lo miraron un par de médicos.

-Señora, es mejor que se lleve usted al niño a su casa para que muera allí.

Yo les miraba sin comprender. ¿Eso era todo? ¿Que muriera en casa? Entonces de la oscuridad surgió un hombre joven, otro médico. Sus compañeros ya se habían alejado. Miró al niño, luego a mí.

-Soy un interno, estoy acabando la carrera. ¿Me deja usted que lo intente?

Me explicó que él suponía que lo que tenía el niño era una congestión pulmonar y me advirtió de que las posibilidades de supervivencia en esos casos eran mínimas. Acepté mientras no dejaba de culparme y preguntarme qué había hecho mal ahora que estaba pagando con la muerte de otro hijo.

Al niño lo pusieron de través en una cama, le afeitaron la cabeza y le pusieron goteos por todo el cuerpo. Parecía un alfiletero. Mi marido se volvió a casa para cuidar de nuestros otros dos hijos. La orden que le di fue que, inmediatamente, metiera a Carlitos en la cama con Mónica para que se contagiara del sarampión, que los alimentara con la misma cuchara. Yo no podía dejar de pensar que es la madre la que inmuniza al hijo, y que, al no haber pasado yo el sarampión, quizá Javier se moría porque se había contagiado de Mónica.

Javierito seguía como muerto, tumbado en aquella cama con las palmas de las manitas hacia arriba. Yo le miraba llorando, le pedía que no me dejase y le acariciaba con los índices aquellas manitas abiertas. Entonces sucedió el milagro: cerró los puñitos y me agarró los dedos. Resucitó. Y allí, sola con él, lloré y reí al mismo tiempo. No recuerdo el nombre de aquel joven médico, y esto sí que lo siento porque a él le debo la vida de mi hijo Javier. Desde aquí, mi más profunda gratitud.

Una vez que Javier reaccionó al tratamiento le metieron en una incubadora para protegerle de cualquier otro virus y tenerle absolutamente controlado, incubadora que estaba tras un ventanal que daba a un pasillo muy concurrido de la clínica. Enfrente había un banco de madera en el que yo me sentaba. Yo tenía absolutamente prohibido cualquier contacto con el niño, aún podía contagiarle el sarampión, y eran las enfermeras, todas muy jóvenes y guapas, quienes le alimentaban y cuidaban. La gente que pasaba por el ventanal solía mirar de reojo y detenerse boquiabiertos al ver a Javier, un niño enorme de nueve kilos y que casi se salía de la máquina. Tuve que contar cientos de veces que no, que el niño no era prematuro, que estaba ahí por otra cosa… Javier estuvo en la incubadora tanto como Noé en su arca, cuarenta días y cuarenta noches, tiempo durante el cual toda mi vida discurrió en torno a aquella urna de cristal. A las siete de la mañana abandonaba el banco de madera donde pasaba la noche viendo respirar -simplemente eso me bastaba- a mi hijo y me iba andando hasta casa, a preparar el desayuno a los niños y a Carlos, que por entonces seguía trabajando. Él se iba de inmediato y yo me quedaba allí hasta que volvía; entonces regresaba a la clínica, no sin dejar claras instrucciones para que mi hijo mayor agarrara de una vez el sarampión. Ocupaba mi puesto de guardia en el banco y velaba otra noche a Javier. Siempre fui flaca, así y todo perdí quince kilos en una semana.

Una noche camino de la clínica, vestida aún de luto por mi madre, con quince kilos menos y una bolsa en la que se leía "ropa de mi bebé" al hombro, al dar la vuelta a la catedral, en la plaza del Cabildo, de repente alguien me agarró por detrás, me arrancó las bragas y me tiró al suelo. Sólo sentí un chasquido en el corazón, quizá el susto, y una profunda tristeza. Mucha pena. Pensé que me daba igual que me violara, no encontré un gramo de fuerza en mí para oponerme. No olvidaré jamás ni la cara ni la risa de aquel chico, un joven rubio. Se oyó el ruido de un coche y mi atacante huyó corriendo. El conductor del coche lo vio todo: una chica en el suelo, con las bragas rotas y por los tobillos, y un hombre que corría. Se bajó para ayudarme.

-Tranquila, señorita, cálmese, ya ha pasado todo -me decía. Yo estaba aterrada y no me salía la voz del cuerpo-. Tranquila, tranquila. Mire, aquí cerca hay una clínica, y si quiere yo la acompaño para que la miren…

Me montó en el coche y me llevó a la clínica donde estaba mi hijo metido en una incubadora. En la puerta, como un novio, me esperaba cada noche el interno que había salvado a Javier. Nos vio llegar y se acercó corriendo.

-Mire, por favor, a esta señorita le han… -empezó a explicar el hombre del coche.

-No me diga -le interrumpió el joven médico- que le han pasado más cosas, porque no lo va a poder aguantar.

Aquella frase aflojó algo en mi interior y me dio un ataque de risa histérica.

-¡Me han querido violar! -repetía riéndome como una loca.

Mi madre solía decir siempre: "¡Que Dios no nos mande todo lo que podemos aguantar!". Un niño muerto, mi madre muerta e inmediatamente mi hijo pequeño agonizando. Luego me intentan violar. Yo siempre busco lecciones, consecuencias. Aquello no podía ser casualidad. O mala suerte. No, la vida quería enseñarme algo. De aquellos días saqué una conclusión que he intentado aplicar al resto de mi vida: no hay que refocilarse en la pena porque siempre nos espera otra mayor. No, hay que vivir, luchar y levantarse tras cada caída. Si te hundes, la vida te pega otra hostia y te dice: ¡eh, un momentito, que todavía hay más! No, hay que poner voluntad, sacar fuerza de donde sea para buscar soluciones. Sin arrogancia, sin desesperación. A los problemas se les vence con soluciones.

Aquella noche la pasé también en el banco del pasillo, pero sedada. Cuando llegué a casa para preparar el desayuno, Carlos hizo un fino alarde de psicología.

-Tienes mala cara -me dijo.

-Sí, es que, aparte de lo del niño, anoche me han intentado violar -contesté cansada.

Conseguimos que Carlitos cogiera un leve sarampión y yo me dispuse a desinfectar toda la casa. Por fin podía volver Javier al hogar, vivo, gordo y guapo.

La vida sigue. Ésa es la lección. La vida siempre sigue y no se detiene por nada ni por nadie, así que es mejor seguir con ella. (…)

En aquella época, Javier comenzó a colaborar en un programa que hacía Pepe Navarro por las mañanas, interpretando al hijo de una familia disparatada en unos pequeños cuadros cómicos titulados Desayunan los Monzón. Javier grababa todos los días, y me atrevería a decir que fue entonces, obligado por ese ritmo de trabajo, cuando empezó a desarrollar la memoria y disciplina que necesita un actor.

Acabando el año me llamaron para hacer la Rufi en Maribel y la extraña familia, obra descacharrante de Miguel Mihura. Tuve la suerte de trabajar con doña Aurora Redondo y otros compañeros maravillosos. Conocí a Anabel Alonso y me hice muy amiga de Paloma Paso Jardiel, actriz y persona maravillosa, hija de Alfonso Paso y Evangelina Jardiel.

Pero el teatro y el oficio de cómico tienen caras menos amables, aunque sin duda formativas. Por entonces, Ricardo Hurtado, un actor muy mayor y no de los mejores, así como muy antiguo, llamó a Javier para trabajar con él en una gira por provincias. Mi hijo necesitaba el dinero, pero no estaba muy seguro.

-¿Qué hago?

-Hombre, di que sí -le aconsejé-. Siempre aprenderás lo que no tienes que hacer como actor y cogerás tablas.

Y se fue. No volvimos a vernos hasta que pasó por Madrid tiempo después. Le pregunté cómo le iba, si estaba cogiendo…

-¿Tablas? -me respondió airado-. Tablas no, ¡tablones!

Me contó que estaba consiguiendo una visión bastante completa del mundo del teatro, ya que, aparte de actuar, Ricardo Hurtado le hacía ir por las calles de los pueblos tocando un cornetín y anunciando la hora y lugar de la representación. Además montaba y desmontaba el decorado.

La 'Maribel' fue un gran éxito, y acabamos, una vez más, el año de gira en Zaragoza. En esta ocasión no vinieron mis hijos, que tenían planes propios. Pese a eso fue una ocasión muy especial, pues con la llegada de 1990, doña Aurora Redondo cumplió también noventa años de edad. Sobre el escenario, como la cómica de raza que era. Yo siempre he atribuido la extraordinaria longevidad de las cómicas a que se mantienen activas; adecuando los papeles a sus edades no dejan de trabajar, ejercitando constantemente la memoria para aprenderse los textos. No hay mejor gimnasia que sentirse útil.

Durante aquella noche de Fin de Año, el alcalde de Zaragoza le entregó una placa y se le hizo un pequeño homenaje. Doña Aurora se me acercó.

-¿Pero, hija, esto de cumplir noventa años es tan grave? -me preguntó un tanto alarmada.

Tengo recuerdos deliciosos de aquella gira, en especial de las risas y confidencias que compartí con Paloma Paso, mi compañera de cuarto. El episodio más o menos trágico, inevitable en estos periplos tan largos en el espacio y en el tiempo, llegó en Valencia. Una mañana me desperté ahogándome, con la sensación de que me moría. Intenté calmarme, pero aquella agonía iba a más. Llegó Paloma y le pedí que me llevase a una farmacia. Me acompañó, me tomaron la tensión y estaba tan alta que la farmacéutica se asustó y me dijo que me fuera corriendo a una casa de socorro. No hubo forma de encontrar un taxi, y yo cada vez me encontraba peor, tanto que me decidí a parar un coche de la policía y pedirles ayuda. Debí parecerles demasiado mona para socorrerme.

-Menos cuento. Si de verdad estás mal, ya te llevaremos cuando te hayas muerto.

Eso me dijo uno de los agentes. El otro, nada.

¡Si estaría mal que ni siquiera me pude cagar en sus muertos!

Sólo pude pedirle a Paloma que me llevara al teatro para morir allí. No es broma. Llegué a pensar en esa estupidez. Cuando llegamos, todos los compañeros intentaron ayudar. Me tumbaron sobre una tabla muy grande de planchar que usaba la sastra, quien además tenía conocimientos de ATS y empezó a masajearme la cara porque yo la notaba paralizada. María Isbert, qué gran persona, me subió todas sus medicinas por si había algo utilizable. Yo lloraba de miedo y de rabia. No quería morir así, en Valencia, sobre una tabla de planchar y lejos de mis hijos. Paloma volvió corriendo a la pensión, que estaba detrás del teatro Principal, a por mi cartilla de la Seguridad Social. Allí descubrió algo que no me contó cuando regresó, dado el estado en el que me encontraba. Por fin llegó un médico particular. Me diagnosticó un fuerte ataque de ansiedad y me recetó Valium. Recuerdo aquella función como algo mágica, onírica. Salí flotando del escenario.

Regresé a la pensión con Paloma, y de inmediato -el desorden era mayor del habitual- me di cuenta de que allí había entrado alguien.

-No te lo quería decir por cómo estabas, Pilar. Nos han robado la nómina.

Llamé a Mónica para tranquilizarla y decirle que la giraría en unos días. Fue ella, curiosamente, la que me tranquilizó.

-Mamá, lo importante es la salud.

En ese momento no lo entendí. Pero cuando llegué a casa me encontré a Carlos y a Mónica en el pasillo.

-No te asustes, que Javier está bien.

No, no estaba bien. Le habían dado una brutal paliza a la salida de una discoteca. Estaba completamente desfigurado, le habían roto la nariz. Todo ocurrió a la misma hora en que yo empecé mala a cientos de kilómetros, en Valencia. Llevé al niño a la Seguridad Social.

-Bueno, ¿y qué quiere que le hagamos? -me dijo un cirujano con sorna-. ¿Que le pongamos una naricita respingona?

Yo me moría de pena, me preocupaba cómo le afectaría a Javier, a un chico que estaba iniciando ilusionado una prometedora carrera como actor. Le apuntaron a una lista de espera y le llamaron ¡un año más tarde! Cuando llegó el turno de operar estuvo durmiendo durante tres noches en el Gregorio Marañón para no perder la cama. (…)

El primer acto relevante que había tras la asamblea del 27, donde se creó la Plataforma Cultura Contra la Guerra, eran los Premios Goya que se entregarían el 1 de febrero. Allí podríamos pulsar la respuesta de todo el colectivo a nuestra iniciativa. Se habló con los nominados para comunicarles los acuerdos de la asamblea: que se había creado la plataforma y que estaría bien que los que quisieran opinar sobre la oposición a la guerra, opinasen. Yo hablé con mi querido Manolito Alexandre, al que iban a dar un Goya de honor por toda una vida de trabajo. Manolito es conocido en la profesión por no haber firmado, jamás de los jamases, ningún manifiesto o haberse adherido a nada. Cuando hablé con él, le dije cuál era nuestra posición y le pregunté si él diría algo.

-Hombre, Pilar, sí me gustaría oponerme a la guerra, decir algo. Pero con toda la emoción del acto no sé si me acordaré.

Y sí que lo hizo. Dijo algo maravilloso: pidió que de todos los diccionarios del mundo se borrase la palabra guerra. Todos los compañeros dijeron algo.

Yo no asistí a la gala porque tenía que trabajar, pero las compañeras y yo la seguimos por televisión. Justo cuando tenía que salir a saludar le dieron el Goya al mejor actor, por Los lunes al sol, a Javier. Pedí permiso a mis compañeras para quedarme a verlo. Éstas lo comprendieron y se lo explicaron al público.

-Pilar no sale a saludar porque está viendo cómo le dan el Goya a su hijo Javier y está pegando saltos.

El público se rió y lo entendió perfectamente también.

Al día siguiente, la prensa, toda la prensa, hablaba de que los del cine le habían metido un gol a Aznar. Fue el tema central de portadas, columnas y chistes en todos los periódicos, en los telediarios y en los debates radiofónicos. Hizo daño, claro que sí, así que de inmediato se desató la caza de brujas. El necesario correctivo a esos cómicos lenguaraces. El martes 4 de febrero, en El Mundo, Borja Hermoso cuenta cómo Eduardo Campoy, presidente por entonces de la Federación de Productores Audiovisuales de España (FAPAE), pedía la cabeza de la presidenta Marisa Paredes y de todos sus colaboradores. En la SER hubo un momento muy tenso entre la ministra de Cultura y Guillermo Toledo. Ella nos llamó "el brazo armado de la oposición", y Guillermo le contestó que sólo estábamos "armados con la palabra".

El día que se debatía en el Congreso la postura de España, sería más exacto decir la del Gobierno del PP, en el posible conflicto contra Irak, PSOE e IU nos invitaron a treinta actores a asistir como público. Se había dado tanta importancia, por unos y otros, a lo de los Goya que allí estaban esperándonos todas las cámaras del mundo. Como no querían que llegásemos a tiempo de presenciar la primera intervención de Aznar, en vez de entrar con la normalidad habitual -yo ya había asistido a algún pleno- nos pararon con un dispositivo de seguridad desmedido, merecedor de gente más feroz que un grupo de actores. El cacheo absolutamente minucioso al que se nos sometió fue humillante. Querían retrasar nuestra entrada, y como tardamos más de hora y media en cruzar la puerta, lo consiguieron. ¿Qué podían buscar entre mi ropa, armas de destrucción masiva? ¿Pistolas y Goma 2?

-Lo siento, me lo han ordenado -se disculpó la mujer policía que me registraba con morosidad, subiendo lentamente sus manos por entre mis piernas. Incluso a ella le daba pudor lo que estaba haciendo con una señora mayor. Una señora indignada, pero nunca agresiva o peligrosa.

A María Barranco, en un operativo especialmente brillante, le desactivaron un tampax. Se lo desarmaron por completo.

Al fin entramos y asistimos a las diferentes intervenciones. Todos, salvo los del PP, se oponían a la guerra. No sólo quienes era de esperar, los partidos de izquierda, sino también los socios de gobierno de Aznar. Aquello se eternizaba y algunos compañeros empezaron a marchar, a trabajar en diferentes teatros. Lo curioso es que, en cuanto se levantaba uno, inmediatamente su asiento lo ocupaban chicos muy jovencitos y repeinados. Así nos fueron rodeando los miembros de las juventudes del PP. Volvió a hablar Aznar y soltó aquello de que no se es más patriota por llevar una pegatina. En un momento, los que quedábamos nos quitamos jerséis y chaquetas y nos quedamos en unas camisetas blancas con el "No a la guerra" en grande sobre el pecho. No hicimos nada más que eso. Acto seguido nos desalojaron como se hacen siempre estas cosas, con muy malas maneras. Salimos y bajamos hasta Neptuno, a reunirnos con multitud de compañeros, entre ellos mi hijo Javier, que allí se manifestaban. Fue entonces cuando le hicieron la foto a Javier, gritando con toda su alma: "¡No a la guerra!". La instantánea que fue portada de La Razón, ese panfleto para franquistas nostálgicos. La primera vez que la vi fue en el repaso de las portadas de la prensa del día siguiente que hacían en el informativo de Telecinco, el más ecuánime e interesante en aquellos momentos. Mostraron la de La Razón. Estupor. Era Javier. Le preguntaban, acusándole, por qué no gritaba con igual gana contra ETA, contra sus atentados. Sentí un dolor profundo. Lloré. ¿Por qué? ¿Por qué entre todos los que allí estaban habían elegido a mi hijo, criminalizándole? Lloré mucho. Hablaba con mi madre, recordaba la detención de mi hermano. Aquella noche de lágrimas en Lope de Rueda.

Bajé a primera hora de la mañana a por el periódico. Entre los comentarios que había, insultantes y despectivos todos contra personas que, no lo olvidemos, a nadie insultaban y simplemente decían no al crimen que es la guerra, el que más me dolió fue el de Antonio del Real, El Nono. Un director, un compañero. (…).

El que algunos no se quieran dar por enterados o quieran obviar lo que no les conviene, atacando a unos señores que piden la paz con el retorcido argumento de que no piden lo mismo a ETA, no cambia la realidad. ¡Qué más quisieran ellos que cambiar realidades y resultados electorales! Esto sólo desnuda su mezquindad y su servilismo, su desvergüenza al defender lo indefendible.

Nosotros, nuestro colectivo, siempre ha estado contra ETA y sus asesinatos. Sin medias tintas ni contemplaciones. Contra cualquier asesinato. ¿O es que los niños iraquíes valen menos? Éstos que tanto reprochaban ahora a Marisa Paredes no recordaban, porque no les venía bien, a otro presidente de la Academia, José Luis Borau, en otros Goya, mostrando las manos blancas, las manos pintadas de blanco con las que todos protestamos contra ETA. Se nos quiso criminalizar a los actores simplemente por llevar a un espacio público, la televisión, el mensaje de otros muchos ciudadanos anónimos que no tenían acceso a esa posibilidad. Se nos despellejaba en articulitos que rozaban el libelo fascista por servir de caja de resonancia a la voluntad popular. Y no me visto con galas ajenas, la voluntad popular, porque casi el 90% de la ciudadanía estaba en contra de nuestra participación en la guerra. ¿No decían que RTVE era la televisión de todos? Bien, nos limitamos a usarla.

Extractos del libro 'La Bardem. Mis memorias', de Pilar Bardem, que la editorial Plaza & Janés pondrá a la venta la próxima semana.

Serena, feliz, conforme con su edad y su vida. Así es Pilar Bardem en la actualidad.
Serena, feliz, conforme con su edad y su vida. Así es Pilar Bardem en la actualidad.DANIEL GARCÍA

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