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Entrevista:ENTREVISTA EL SENTIDO DE LA VIDA 8

Eduardo Arroyo "Ha triunfado el cinismo, ya nadie cree en nada"

Pintor, escultor, grabador, decorador, ceramista, escritor. Como él mismo dice, parece que en el arte podría hacerlo prácticamente todo y en las peores condiciones con los menores recursos y sin haber comido. Oscar Wilde decía que en el nombre de las personas se encuentra todo incluido, y de Eduardo Arroyo no cabe sino afirmar que es incuestionablemente arrollador. Lo es en la pasión que le enardece y en el talante vehemente con que la propaga o la disfruta. Él mismo reconoce que a menudo "se enciende como una tea" o que pertenece a los que formaron su brioso carácter juvenil en la barra de los bares. De ese coraje deriva que detectara la inesperada cobardía de muchos colegas y críticos cuando regresó a España tras dos décadas en Francia e Italia y también las decepciones que sufrió ante un país, el suyo, donde tardó más tiempo del necesario en ser reconocido. En Francia e Italia era cotizado, pero en España necesitó demasiados años para recibir el Premio Nacional de Artes Plásticas y que se le dedicara una exposición antológica en la Biblioteca Nacional.

"Nos fascinan los toreros, pero en ningún país he visto más cobardía"
"No me interesa el ambiente del arte actual, es una estupidez mayúscula"

¿Más quejas? Pocas ya. Entregado a su trabajo y curtido en mil percances, integrado en España y criticando, como tantos, la política y a los políticos vigentes, su desazón procede más de la melancolía por el mundo del arte ya desaparecido que por resentimiento personal alguno. A sus 73 años contempla desconsoladamente el panorama artístico actual, aunque particularmente apenas le afecta tras haber colocado unas 2.000 obras propias en el mercado nacional e internacional. De hecho, apenas ha conservado de esa producción unas 30 unidades para sí que, como artista cabal, prefiere no verlas a diario y amenizar su casa con las creaciones de sus colegas.

Neofigurativo, pop, acérrimo enemigo de lo que representa el arte que fundó involuntariamente Duchamp, puede decirse que ni le falta vigor en sus criterios ni la catadura suficiente para que, junto a su energía electiva -posee más de 4.000 libros sobre boxeo-,se aprecie su energía afectiva, su entusiasmo por la amistad y la firme fidelidad moral al amigo y a la idea.

¿Cómo empezó a pintar? Bueno, yo me fui a París cuando era muy joven y eso fue importante después. Hice además una cosa bastante divertida: fui al servicio militar como voluntario para poder marcharme cuanto antes. Yo pertenezco a esa generación de gente joven, más o menos intelectual, que quería irse de aquella España. Prácticamente toda la gente que yo conocía quería irse.

¿En qué años? En torno a 1960. Yo me fui en 1958 y enseguida me integré en París. Por entonces lo que yo quería era escribir, y si me convertí, sin saberlo, en pintor fue porque dibujaba muchísimo y compulsivamente desde que tenía cuatro o cinco años. Cuando llegué a París apenas tenía 21 años y aquello era un mundo divertidamente dividido. Había un barrio literario en el que los pintores no se aventuraban a entrar, y había otro barrio de pintores que los escritores no pisaban... Yo caí en Montparnasse, la Coupole, el Dôme, en el centro de toda esa curiosa escena, contada sobre todo por los americanos. Hacía solo 13 años que había acabado la guerra mundial, y Francia era todavía un país mucho más cercano al mundo de Modigliani que al final del siglo XX. Pero tú veías Montparnasse por la mañana y te dabas cuenta de que formabas parte de un colectivo de gente que compartía los mismos sueños; algunos los habían llevado a cabo ya y otros habían perecido en el intento. Y yo, en cierto sentido, formaba parte de esa comunidad que venía de todas las partes. Estabas comiendo con Giacometti o con Calder, te encontrabas con un mito, hablabas con otro... Sin darme cuenta, estaba en ese lío por una serie de avatares muy afortunados.

¿Cuál fue el contacto para instalarse en París? ¿De qué eslabón disponía? De ninguno. Me fui a buscar a un amigo mío que estaba de tractorista sin saber conducir un tractor. Pero yo me defendí bien enseguida porque hacía retratos, caricaturas o dibujos que vendía por los bares. Me iba a un bar, hacía un dibujo y se lo llevaba al tipo: si le gustaba, me lo pagaba, y si no, lo recogía. Cuando había hecho diez o doce, ya sabía que ese día estaba resuelto. Viví de esto muchos meses y también de pintar por el suelo. Iba con dos amigos. Yo hacía los dibujos con tiza blanca y ellos los rellenaban de colores. Eso nos permitía comer bien un par de días. Íbamos a un japonés de la Rue des Écoles, que era el más barato de París. Comías por 3,25 francos un plato de arroz consistente, una seudococina japonesa, que no tiene nada que ver con la que conocemos hoy.

¿Y así estuvo mucho tiempo? Por lo menos dos años. Pero he de decir una cosa, y es que para mí fue mucho más fácil la vida porque había estudiado en el Liceo de Madrid y hablaba francés perfectamente. Tenía esa buena educación que tiene la clase media burguesa, pero vivía a salto de mata, con el cepillo de dientes en el bolsillo y sin saber dónde iba a dormir. Pero entonces lo que yo quería era escribir. Era una contradicción, porque si ibas a escribir en un país donde la lengua propia la perdías poco a poco, al final resultaba un galimatías absurdo. Aunque hay gente de aquella época que lo hizo muy bien, gente bilingüe o gente que nunca perdió la fuerza ni el vigor de la lengua propia, como Goytisolo. Hasta ese momento yo solo había escrito en los periódicos. Me mandaban a Barajas a hacer entrevistas a los artistas que llegaban. Muchos pensábamos, por influencia de la literatura norteamericana, que adorábamos, que para ser un buen escritor tenías que haber pasado por el periodismo. La idea era esta: tú tenías que llevar el café al redactor jefe y a partir de ahí aprendías a escribir. Muchos de nosotros nos inscribimos en la escuela de periodismo de Juan Aparicio, que era una escuela absolutamente divertida, nunca me he reído tanto. Era una buena escuela.

¿Entonces usted es periodista de carrera? Sí, yo me fui con el título bajo el brazo y en España escribía acatando la censura de los de arriba... Yo nunca reniego. No reniego de nada de mi vida. Esa etapa, además, era muy divertida, era completamente loca. Luego, la formación de escritor que yo tenía fue terminándose y solo la recuperé mucho más tarde, cuando escribí a principios de los años ochenta la biografía del boxeador Panamá Al Brown que en España publicó Alianza Editorial.

¿Fue siempre un aficionado al boxeo? Sí,siempre me ha interesado mucho. En general, me han interesado esos espectáculos, los deportivos especialmente, que no tienen un final preconcebido. Nosotros asistimos a espectáculos repetitivos, que están muy bien: la ópera, que cambia la interpretación, pero ya sabes lo que ocurre. Pero ahora al boxeo lo han aniquilado, han terminado con él, y los toros se terminarán también.

¿Practicó el boxeo? No, yo lo que hice fue llegar relativamente lejos en el baloncesto. Estuve al borde de subir más, pero me retiré definitivamente porque era un tipo que estaba demasiado tiempo haciendo de sustituto, casi todo el rato sentado en el banquillo. Pero, bueno, jugué en el Madrid, un baloncesto que hoy no jugaría ni en la Costanilla de los Ángeles, si hubiera un equipo de baloncesto. Esa era mi vida. Muy obsesionado con el deporte, fuera el fútbol o el baloncesto, y principalmente el boxeo, que tiene una componente poética y dramática que me atrajo poderosamente. Yo tengo una biblioteca con más de 4.000 volúmenes de boxeo, y cuanto más va desapareciendo el boxeo, más aumenta el recuerdo melancólico, poético y dramático.

¿Y qué me dice de la pintura? Hay que reconocer una cosa importante: yo pertenecí a una generación de figurativos que lo que querían era cargarse el sistema político primero, prenderle fuego al sistema y luego cargarse la abstracción. Unos pintores neofigurativos que ahora son abuelitos, como yo, pero que fueron entonces unos luchadores.

¿Luchadores? Bueno, no aceptábamos la dictadura. Y nos interesaba más la política que nuestra carrera pictórica. Estaba incluso mal visto llevarla a buen término; vender un cuadro se consideraba una horterada. Más aún: si vendías uno, tenías que procurar que ninguno de tus amigos se enterara, porque como efecto inmediato te despreciaban. Había que tener mucho cuidado con eso, porque mientras hacías caricaturas en los bares eras un proletario, pero cuando ya tenías un estudio, pintabas y hacías exposiciones, entrabas en un sistema de otro tipo. Hablaban de ti los periódicos, eras conocido, y todo eso te separaba de los demás compañeros, aunque luego no tuvieras dónde caerte muerto. Era una contradicción fuerte y complicada.

¿Qué edad tendría por entonces? Yo fui muy precoz. Hice mi primera exposición en París a los 25 años, aunque en una galería bastante loca de un tipo que conocía bien la pintura y tenía buenos cuadros, pero necesitaba acechar a los turistas que salían del hotel para ver si los enganchaba y les vendía un cuadro. Yo no había pasado por la Escuela de Bellas Artes, me había formado en la calle, era un mundo loco...

¿Y qué pintaba entonces? Pues pintaba unas cosas que no funcionaban, pero que yo creía que les podían interesar mucho a los franceses; en general, eran toreros. Pero a los franceses no les interesaban nada... Entonces me dije: voy a empezar a pintar en serio y, gracias a unas clases de lector que conseguí en la Escuela de Comercio, alquilé un estudio. Había pintado dos cuadros al óleo antes de irme a Francia: un retrato de mi hermana y un retrato del hermano de Camilo José Cela, Jorge Cela Trulock, compañero mío de la escuela de periodismo y que tenía una cara cubista. Me puse a pintar en aquel cuarto y había un tipo, un pintor, al lado que me echó una mano. Había multitud de salones: el Salón de Mayo, que era el importante, donde Picasso mandaba, y luego Max Ernst, Giacometti, Calder, los grandes Luego, el salón de los que habían rechazado los salones, el de los independientes, el salón de las mujeres pintoras, el de los policías... El Estado te prestaba locales El pintor de la habitación de al lado, un hombre encantador con quien comía de vez en cuando, ya estaba pintando para Vollard. Yo tenía 22 años, y él, 35 o 40. Un día me dijo: Yo voy a mandar unos cuadros al salón para menores de 40 años, a mí me gusta lo que haces, ¿por qué no mandas tú también? El problema es que tienes que mandar durante tres o cuatro años hasta que te cojan, pero entre tanto ya te van viendo". Y el primer año me comunicaron que había sido admitido. Aquello fue bastante...

Además, como entonces no era como ahora y la crítica existía, Le Figaro, Le Monde, todos escribieron de la exposición. Y empezaron a reproducir cuadros míos, que eran tres. Yo en aquel momento hacía unas cosas muy raras, pintaba mezclando arena que se caía luego, pero funcionó. Y alguien, que era muy listo, vio una cosa mía, me buscó y me dijo que trabajáramos juntos. Me compró tres cuadros y tuvimos la suerte enorme de que los vendió inmediatamente en Alemania. Le dije: Mire usted, yo estoy trabajando aquí en una cosa de lector de español que es un rollo; me levanto muy pronto, me acuesto muy tarde, es un suplicio, ¿por qué no hacemos un contrato?. Allí la moda eran los contratos. ¿Y cuánto quiere usted?, me preguntó. Yo ganaba en aquella época 500 o 550 francos. Pues deme usted 1.000 francos", le dije. Y preparó una exposición, que funcionó magníficamente bien, y ya, poco a poco, empezaron a llegar galerías.

En el 65 llegó una oferta de Marlborough. Fui el primer pintor español que entró en Marlborough. Y el primero que se fue. Duré seis meses. Dejé cuatro cuadros de los cuatro dictadores, que están expuestos ahora en el Reina Sofía: el retrato de Hitler, de Mussolini, de Franco y de Salazar. La disensión fue enorme enseguida, un rechazo recíproco, y, contra la desaprobación de todos mis amigos, que me decían que cómo un miserable como yo desdeñaba a la galería más importante del mundo, me marché. Bueno, a ellos tampoco les divertía mucho un tipo que hacía mucha política, y yo siempre he tenido problemas en ese sentido. A veces ha bastado poco para que la tea se incendiara.

¿Pero cómo eran los cuadros? En aquella época pintábamos unos cuadros muy difíciles todos nosotros, apostábamos por el feísmo. El gran mercado internacional era Milán. Ni América ni ningún otro sitio, en Milán era donde la gente compraba. Había un boom económico extraordinario. Los empresarios no tenían ni idea de pintura, pero les encantaba la pintura.

¿Está hablando de los sesenta? Sí, exactamente. Nosotros teníamos la mejor salida en Italia. Cogíamos los cuadros y nos íbamos juntos. A diferencia de ahora, en que los artistas son todos solitarios, antes éramos un equipo como de diez personas que nos daba una fuerza enorme. La relación mía con Italia se hizo cada vez más importante. Íbamos a Italia porque Italia significaba dinero: ibas allí, te pasabas una semana deliciosa, cogías el dinero y te volvías a vivir a París. Yo en París sufrí una decepción muy grande cuando comprendí el resultado real del 68, que fue amargo, sobre todo para la gente como yo, que creía mucho en aquellas utopías. Me fui entonces a Italia. Realmente no podía vivir en París económicamente. Ya no era el joven que hacía caricaturas en un bar, tenía compromisos, y no podía pagar el estudio. Yo había vivido dos años en Italia, en Roma, y en el ambiente del cine. Tenía veintitantos años e inmediatamente empecé a hablar bien el italiano. Luego me dieron una beca, la única que he tenido en mi vida, el año de la muerte de Franco, en Berlín, donde estuve un año; una beca para aprender alemán, pero mi profesora era una especialista en literatura francesa y solo hablábamos francés.

¿Y volvió de nuevo a Italia? Sí, bueno, yo he tenido dos mujeres italianas. Primero me casé con una muy joven y duró poco la relación. Después, mucho más tarde, con mi actual mujer. Con las dos, sin embargo, viví en París porque yo estaba muy relacionado con grupúsculos italianos que proponían el terrorismo y empezaba a tener problemas con la policía italiana. Además, fui a Francia porque encontré una muy buena ocasión de conseguir un estudio, que sigo manteniendo. Más tarde, en 1976 me devolvieron el pasaporte y pude venirme a España. Tenía verdadera obsesión por volver. Todavía no había comprendido que este era un mundo muy complicado donde, en realidad, los que habían combatido a Franco en el interior despreciaban a los de fuera pensando que no habían hecho nada. Y los de fuera consideraban esclavos de su propia dictadura a quienes se habían quedado dentro. Era una situación a la greña. Entonces comprendí enseguida que nadie me estaría esperando en la estación. Yo realmente no existía, no importaba. Se hizo una exposición en Barcelona, que funcionó a medias, y se hizo otra en Madrid, que fue una hecatombe total.

¿Qué año era? El 77, creo. Fue un descalabro total. No se enteró ni Dios, y los que se enteraron, unos no quisieron enterarse y otros quisieron combatirla. La cosa fue muy dura.

¿Qué le reprochaban? Un país como aquel en el que estaban todos vestidos de toreros, sin embargo era uno de los países más cobardes que he conocido, curiosísimo. Nosotros tenemos esa fascinación por los toreros, pero aquí de toreros, nada, una mata de cobardes. En ningún país he visto una cobardía como en este. Yo tenía mis responsabilidades en el Partido Comunista Italiano y para la bienal que se estaba organizando en Venecia el Partido Comunista Italiano tenía un puesto libre de los cinco responsables de artes figurativas. Entonces, a mí me dieron la posibilidad de convencer a los italianos para que nos cedieran el pabellón de Italia para hacer la gran exposición de vanguardias de España. Pero la crítica de la selección de autores que se hizo vino a ensañarse conmigo, exiliado, y con Tomás Llorens, que estaba enseñando en Estados Unidos. Y a partir de ese momento sufrí un boicot muy fuerte. Una situación insostenible. Yo no comprendía este país, y esa enorme amargura fue mi verdadero exilio. En 1977, al día siguiente del mitin del partido comunista en la plaza de toros de Carabanchel, cogí y me fui. Me perdí toda la Transición, me la perdí entera.

¿Regresó a París? Fui a París, que era donde tenía que estar. A partir de ese momento, las cosas empezaron a serenarse en mí, comprendí que España estaba evolucionando, que estaba bien, que empezaba a andar. No había que echar la culpa a nadie de ese primer fracaso, de los fracasos que he tenido. No era época tampoco para tener éxitos pictóricos, ni de que hablaran los periódicos de la pintura. Había otros datos, otras cuerdas que tocar. A partir de ese momento ya volví y consideré que me integraría en este país cuando pintara el primer cuadro aquí. Y compré este estudio. Desde ese momento ya empezó mi integración en lo que en realidad quería. Tenía una gran curiosidad por este país, valoraba lo que se estaba haciendo, seguía todo esto con una gran pasión, y yo creo que hasta hoy.

Y ya se sintió bien... Sí, muy rápidamente. Ya no tengo ningún tipo de problema: estoy obligado a rebobinar, porque me lo pide esta conversación, pero yo creo que las cosas se han ido serenando, y afortunadamente este país ha crecido, se ha convertido en un país, en cierto sentido, bastante apasionante. Y ahora estamos con 73 años. Esta es un poco toda mi historia.

Pero que en absoluto ha terminado. No, no. Trabajo mucho. Soy un horrible trabajador, un detestable trabajador que acaso me ha llevado a pintar más de 2.000 obras de todo tipo, cerámica incluida, que ahora he abandonado estúpidamente. Yo creo que no estoy organizado. Ayer estuve escuchando a Barceló con cierta envidia, en el Círculo de Bellas Artes, contando que iba todos los años a un sitio al lado de su casa, donde tenía un horno de cerámica. Sentí un poco de nostalgia. ¿Por qué no me pongo un horno? ¿Pero cómo voy a poner un horno de cerámica? Si estuviera en Valencia, o en Manises... Pero en el valle de Laciana (el pueblo leonés de su madre), donde tengo una casa grande, nadie sabe hacer cerámica. Y esa idea de estar cerca de la cerámica, de poder pintar, poder hacer esculturas, me obsesiona... Yo, en fin, hago de todo, todo lo que me echen, y soy capaz de pintar un cuadro encima de un muro o de lo que sea.

¿Y ha conservado aquellos famosos amigos de entonces? Pues desgraciadamente no mucho. Tengo amigos, pero son amigos recientes. Ceno, como una vez al año con mis amigos, en Madrid. Algunas veces he tenido alguna comida de antiguos alumnos de la escuela de periodismo, algún viejo amigo me queda, pero pocos. Los amigos de antes viajábamos y vivíamos mucho juntos, unos te formaban y tú formabas a otros. Eso ya es inexistente. Alquilábamos casas en un paraíso, que era Positano, durante 15 veranos seguidos, cerca de Nápoles, enfrente de Capri, en casas completamente destruidas, pero ahí pintábamos, vivíamos juntos, no por la retórica de la comuna, que nos importaba un pepino, sino porque pintábamos juntos, comíamos juntos, se vivía la pintura.

¿Y el mundo de los artistas ahora? Todo aquello ha desaparecido. Cuando Duchamp empieza a actuar, se termina todo ese mundo, esa historia familiar. El ambiente del arte actual no me interesa nada. Yo considero que es una cosa insoportable, y además le voy a decir una cosa: es de una estupidez mayúscula.

¿Pero explica que se sostenga? Primero se sostiene porque hay tontos que son todos artistas. Hay uno, por ejemplo, que ha dirigido un museo dedicado a estas tonterías, que es el Musac de León, y este señor les ha dicho a todos los leoneses que eran artistas y que fueran a pintar al museo. ¿Cómo se puede imaginar toda esta historia? Un mundo lleno de frívolos y con un cinismo total. Un mundo que consiste en que el universo de los artistas está en manos de los funcionarios. Es una catástrofe, pero es sobre todo la catástrofe moral y política. Es la falta de ética, la falta de ilusión, el triunfo del cinismo. Pero ¿qué es ahora ser de izquierdas? Nadie explica qué es ser hoy de izquierdas. Nadie cree en nada, nadie es capaz de sacrificar un mínimo, como ocurre con los sindicatos franceses, que se agitan cuando la clase obrera pierde el 1% del poder de compra. Por favor, ¿dónde estamos? Esto es increíble. Ayer, Blanco hablaba de Zapatero como el más ilustre, el más extraordinario, el más genial. No saben nada de nada, de la vida, de la sensibilidad, de la gente. Es absolutamente insoportable y para mí muy doloroso.

Y para muchos otros... Aquel mundo se ha terminado. Es un mundo para melancólicos, nos han creado una situación para melancólicos. Tal como si fuera un parque temático que se llamara La Melancolía, entrada gratis. Yo me pongo muy nervioso, francamente, yo estoy muy nervioso porque sigo con pasión la política, sigo con pasión el mundo cultural. Y menos mal que existen algunas excepciones. Y menos mal que existe la literatura, porque la literatura es una escapatoria, que ya no se encuentra en el arte. Ahora he terminado una guía del Museo del Prado para una nueva editora de Barcelona que ha publicado tres o cuatro libros de arte. Este contacto constante que he tenido que mantener durante este último año con el Prado me ha recompensado. Y luego la literatura está bien, hay gente interesante, quizá porque la literatura está preservada. De vez en cuando hay algún premio tonto, alguna chorrada, pero está más preservada que no todo este rollo insoportable. El mundo del cine, por ejemplo, es absolutamente lamentable, es un mundo de un cinismo como raramente he visto. Para nosotros era el mundo liberatorio, el cine era el sueño. Nosotros nos formamos en los programas dobles, la universidad era el cine, los cineclubes. ¿En qué se ha convertido el cine?

¿Pero ahora se siente altamente reconocido aquí? Hombre, sí. Para mí ha sido un reencuentro importante.

Se lo ha ganado, ha luchado. Sí, pero todo eso se me ha olvidado. Hablo de todo esto y es como si hablara absolutamente de otra persona.

Eduardo Arroyo, pintor.
Eduardo Arroyo, pintor.JORDI SOCÍAS

Tras el actor, el artista.

A principios de mes publicamos en esta serie un encuentro con Federico Luppi, que admitía su cansancio: "¿Por qué hay que seguir trabajando?". Cerramos el mes con el pintor Arroyo, que confiesa su hastío con la situación política, moral y artística que vivimos.

El polémico luchador antifranquista

Eduardo Arroyo nació en Madrid en 1937, en plena Guerra Civil, de la cual surgió una dictadura, la franquista, que marcó su trayectoria vital. En 1958, tras terminar la carrera de periodismo, Arroyo se trasladó a París, donde vivió durante 23 años. Es en Francia donde se inició en la pintura. A través de esta expresión artística denunció los totalitarismos, en especial el del régimen de Franco. En la III Bienal de París en 1963, Arroyo impactó y causó gran polémica con unas pinturas que condenaban la represión ideológica. A raíz de ello, el Gobierno español vetó sus exposiciones y le negó la entrada en el país. Su ataque a Joan Miró fue también sonado. Arroyo pretendía atacar la apariencia de normalidad cultural en la España franquista.

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