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Reportaje:CULTURA

Sepa de libros sin leer ni una línea

Para ser sinceros, aquel ejemplar de El ser y la nada, de Jean-Paul Sastre, encuadernado en piel y de letra enana, fue mucho más paseado por las campas de la universidad que leído. Y aunque se hizo lo que se pudo con el primero de los ocho volúmenes de En busca del tiempo perdido, a veces, cuando sale el tema, a uno le resulta invencible la tentación de mentir al recordar "aquel verano que se fue en engullir la gran obra de Proust enterita". Y si es cierto que en las brumas de la memoria se ocultan tardes de infancia, reales o inducidas por los recuerdos, con un Moby Dick ilustrado entre las manos, también lo es que, aparte del dichoso arranque ("Llámame Ismael") y de Zelig -filme de Woody Allen cuyo argumento echa a andar precisamente con un tipo que miente al asegurar que ha leído la novela-, el conocimiento que hoy me queda de la inmortal obra tiende a cero.

Hay cosas peores y más útiles, sin duda, que engañar al prójimo sobre si se ha leído esta novela universal o aquel poemario revelador. Bien, pues ahora podrá hacerlo. Con todas las de la ley. Gracias a un libro de próxima publicación en España que no sólo demuestra que es posible hablar, pontificar incluso, de lo que no se ha leído, sino que anima y enseña a hacerlo. Algo bien útil, si se atiende a los datos: un ser humano falta a la verdad unas 60 veces por día y se publican más de 70.000 títulos al año sólo en España.

Convivir con la impostura, relajarse y afinar el tan extendido oficio de la mentira literaria es la utilidad de Cómo hablar de los libros que no se han leído (Anagrama), uno de los lanzamientos más irreverentes del otoño literario. Una gamberrada -de cierto tono intelectual, eso sí- que ha sido un éxito en Francia (50.000 ejemplares vendidos) y en Alemania, así como un best-seller allá donde se ha traducido al inglés y vendido bajo el eslogan "¡Si no piensa leer ningún libro este año, que sea éste!".

El librito bien podría haber sido escrito por un británico. Nick Hornby, por ejemplo, autor de un añorado diario de lecturas en la revista The Believer, en el que la lista de los libros leídos decía tanto como la de los comprados para ser aparcados sine die. Y, sin embargo, el ensayo que nos ocupa es la original propuesta de un francés: Pierre Bayard, avispado profesor de literatura de la Universidad de París y psicoanalista, además autor de varias novelas, leídas o no.

Su misión al escribir este ensayo era, según recuerda en vísperas de su llegada a las mesas españolas de novedades, "reflexionar sobre la esencia de la lectura", despojar a los libros "de su condición de objetos sagrados", "de aterradoras llaves para ingresar en el mundo de la cultura". Y, ya puestos, "introducir la libertad y desterrar la culpa de la ecuación".

Para tamaños propósitos, Bayard emplea la forma de un libro de autoayuda (ya desde el título), un toque de humor y cierta arrogancia que, si se piensa, no dista mucho de la de aquel otro éxito de ventas llamado El canon occidental, por el que el muy erudito Harold Bloom fue criticado al sacarse de encima siglos de literatura en unos pocos centenares de páginas (que tampoco hubo manera de leer de principio a fin, si quieren saberlo).

"Lo que desde luego no es", se apresura a aclarar Bayard al teléfono desde Tokio, "es un libro contra la lectura, ni una apología de la incultura. Yo soy un amante de la literatura y vivo rodeado de libros. Pero no me parece razonable el modo en el que funcionan las cosas. No puede haber sólo dos maneras de afrontar un libro: leerlo o no leerlo. Hay un vasto espacio intermedio. Incluso los libros que se hojearon o se dejaron a medias pueden determinar la vida de uno. Pocos creyentes han leído la Biblia de cabo a rabo y fíjese cuánto ha influido".

En un extremo de la gama de grises literarios de Bayard, el "primer sorprendido por el éxito internacional" de su ensayo, se colocan los libros que ni se conocen. Lo cual, claro, no es impedimento para opinar sobre ellos. Un personaje de la monumental El hombre sin atributos, de Robert Musil, K2 de la literatura centroeuropea y acaso una de las obras más citadas con menor conocimiento, sirve para concluir: "Leer un libro en particular es una pérdida de tiempo comparado con poseer una perspectiva de la literatura en general". Luego llegará el turno de los volúmenes únicamente hojeados, aquellos de los que tan sólo se ha oído hablar y los que se leyeron hace tanto tiempo como para haber sido olvidados.

Como la sinceridad comienza en uno mismo, Bayard la adopta con los libros que van saliendo a colación (la mayoría, de esos que hay que buscar en la biblioteca de nuestras cabezas en la zona de "imprescindibles", y justo en la balda de "pendientes").

No, Bayard no pasó de hojear Hamlet, de Shakespeare (aunque la defina "como la mejor obra del canon inglés"), ni tan siquiera los Ensayos de Montaigne. Y sí, ha oído unas cuantas cosas de El paraíso perdido, de Milton; las suficientes para parlotear acerca de él llegado el caso. "La voz que conduce al lector por el ensayo no soy exactamente yo", se excusa el autor. "Tiene una parte mía, sin duda... Pero es, en cierto modo, como cuando escribes una novela negra. No significa necesariamente que tú seas el asesino".

Suyos sí son los consejos para salir airoso de los trances de un lector medianamente embustero; esas cenas de sábado noche, las conversaciones casuales en la librería, los corrillos al final de una conferencia o las entrevistas de trabajo con pregunta-trampa. No conviene avergonzarse, y si eso sucede, que no se note. Es bueno confiar en nuestros propios criterios aunque carezcan de base; después de todo, la libertad de las opiniones puede amparar cualquier cosa. Y lo mejor será basar los juicios propios en los ajenos. O, llegado el caso (extremo), acudir a la pura invención.

Y no crea que estos trucos están destinados sólo a los lectores aficionados o a los estudiantes que motivaron a Bayard a emprender el proyecto. Se trata de un protocolo de actuación también (y sobre todo) para profesores ("el oficio más expuesto a hablar de lo que no se sabe", explica el escritor), así como para críticos y periodistas culturales. Por si no había reparado en ello, unos enormes mentirosos.

Aunque no hay malicia en su comportamiento, según Bayard, sino pura higiene mental e instinto de supervivencia. Los suplementos de libros de los sábados tratan más novedades de las que una redacción puede humanamente digerir en una sola semana. Eso sin contar relecturas, rescates y citas tangenciales. Desde la comprensión y la piedad, Bayard sale en defensa de un gremio que, dicho sea de paso, tampoco trató especialmente bien su libro cuando se publicó en Francia ("hubo quienes entendieron la humorada y quienes no", explica).

La excusa para los críticos literarios ya estaba, en realidad, en el socorrido Oscar Wilde y la cita que abre el ensayo ("Nunca leo un libro que deba reseñar; despierta tanto mis prejuicios..."), y que permite a Bayard acabar concluyendo esto: que al hablar de un libro no leído (antes de seguir debería de saber que está a punto de conocer el final de la historia), "el lector, libre del peso de las palabras ajenas, podría encontrar la fuerza de inventar su propio texto y, entonces, convertirse en un escritor".

Puede sonar tramposo. Pero ya se sabe que siempre hay una cita de Oscar Wilde para cualquier circunstancia. Para apoyar la teoría en cuestión y justo la contraria. Un ejemplo: "El valor de una idea no tiene nada que ver con la sinceridad del hombre que la expone", escribió el irlandés.

Porque, para ser sinceros, en la confección de este reportaje, Cómo hablar de libros que no se han leído fue tan sólo hojeado. "Ya lo suponía", dijo el autor al saberlo. "Yo habría hecho lo mismo".

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