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Reportaje:

Tres décadas de elecciones

Manuel Vicent

El largo viaje de las urnas, por Manuel Vicent

En junio de 1977, cuando en España se celebraron las primeras elecciones democráticas, más de la mitad de la gente que llena hoy los estadios, cines, bares, conciertos, playas, fábricas, oficinas y grandes almacenes aún no había nacido o no tenía edad para discernir la importancia política de aquel acontecimiento y la miseria moral que dejaba atrás. Sólo a los ciudadanos de 50 años para arriba les tocarás una fibra sentimental si les recuerdas que en aquel tiempo en la radio todos los días sonaba Oh mamy, mamy blue, y también la canción de Los Brincos Con un sorbito de champán o Las manos en tu cintura, de Adamo. Los jóvenes de entonces bailaban estas melodías, ellos con pantalones de campana, jersey con cuello de cisne y las patillas de hacha, ellas con minifalda, botas altas y sin sostén. La libertad llegó a este país con el sustrato de esa música amartelada, pero los más modernos y concienciados se enamoraron tarareando al oído de su pareja las letras de Leo Ferré, Jacques Brel y Georges Brassens. Hace 31 años de todo eso. Las canciones que envolvieron las primeras elecciones democráticas se han esfumado. La nostalgia en este caso tiene la batalla perdida.

A los jóvenes que se acercan ahora por primera vez a las urnas con el pelo de cepillo mojado, el cuerpo lleno de piercings y de mariposas tatuadas habrá que contarles que si la democracia se ha asentado definitivamente en España hasta convertirse en un don gratuito que ellos consumen con normalidad, se debe a la lucha de los jóvenes de entonces, rojos, progresistas, liberales, cristianos de base, simples demócratas hormonales, muchos de ellos hijos de familias de vencedores en la guerra, quienes, hace 40 años, desde posiciones distintas coincidían en el rechazo visceral al franquismo. Algunos fueron encarcelados, torturados e incluso murieron asesinados por la libertad. El 15 de junio de 1977 aún permanecían en suspensión en el aire nubes de gases lacrimógenos, los gritos de las manifestaciones, el eco de algunos pistoletazos entre los cascos de los caballos y los furgones de la policía. En algunos colegios electorales, las urnas estaban amparadas todavía por el retrato de Franco. La libertad fue recibida con alegría y miedo por media España, con rechazo y recelo por la otra media.

¿Quiénes eran dolores Ibárruri, Tierno Galván, Gutiérrez Mellado o Tarradellas? Rostros y nombres de líderes, que entonces llenaban los carteles y las páginas de los periódicos, han muerto o se los ha tragado la historia. Los jóvenes no saben nada de ellos. En las imágenes de aquel tiempo, los políticos supervivientes, que todavía están en activo, aparecen todos sin tripa, unos con aire montaraz, la barba negra hirsuta y la melena tapándoles las orejas, con la pana dura o la trenca de trabillas; otros, con caras de empollón, finos y encorbatados, recién salidos de las oposiciones, pasados desde la burocracia a la política, de los despachos de abogados del Estado a los escaños del Congreso.

¿Dónde estaban en 1977 los líderes que se enfrentan hoy en las urnas? José Luís Rodríguez Zapatero, con 17 años, estaría acabando el bachillerato y no pudo votar; Rajoy se disponía a preparar oposiciones a Registros; José María Aznar iría de paseo por las afueras de Logroño bajo los álamos con las mangas del jersey sobre los hombros en compañía de Ana Botella comentando, tal vez, el artículo que acababa de escribir en una revista de la Falange Auténtica.

Habían llegado del exilio las carátulas del pasado envueltas en mitología: Pasionaria, Santiago Carrillo, Alberti. Eran la expresión de la memoria de la Guerra Civil. La derecha hizo de Carrillo una de tantas figuras del diablo sin sospechar que después se convertiría en un artífice inteligente y pragmático de la transición. Felipe González venía del fondo de la clandestinidad con un diseño de joven agreste sin tallar todavía, como la imagen de un sueño que estaba por ganar; Fraga acababa de descolgarse del catafalco del franquismo comiéndose las palabras, pero no el pasado; el rey Juan Carlos estaba adquiriendo ya un aire de confianza en sí mismo, experto en navegar entre dos aguas.

El héroe del momento, sin duda, era Adolfo Suárez, odiado por la extrema derecha por haber traicionado los ideales falangistas, seductor del fondo femenino de la patria por su apostura física y apoyado por los centristas liberales, democristianos y derribos del Movimiento. Cambió de caballo en mitad del río para formar el partido de la UCD, se creyó la democracia como un nuevo general Della Rovere y estuvo dispuesto a dar la vida por ella. Ningún gesto de gallardía podrá compararse al que este político ofreció a la historia al enfrentarse al golpista Tejero para salvar a su amigo el teniente general Gutiérrez Mellado arriesgando el pellejo, y a su vez, ningún militar, como éste, ha tenido la suerte de poder demostrar su heroísmo en un cuerpo a cuerpo frente al cuatrero con imágenes transmitidas en vivo y en directo a todo el mundo. El asalto del Congreso por aquella banda borracha fue el último capítulo de una pugna de la España negra por doblarle el codo a la democracia. Por fortuna, la historia se puso de parte de la libertad. Al general Gutiérrez Mellado le pregunté qué era lo que más le había molestado del golpe de Estado. Me contestó: "Ver a unos oficiales con la guerrera desabrochada". El honor militar lo salvó este caballero.

El intento de golpe de Estado de Tejero purgó todos los fantasmas que la transición llevaba en el vientre bajo diversas formas de reptil. Y en sentido contrario abrió la puerta a una nueva generación capitaneada por el Gobierno socialista que en la noche del 28 de octubre de 1982 dejó entrar en el hotel Palace el espíritu de cambio. En el fondo, la democracia consiste en sentar las bases racionales para que una sociedad evolucione y se desarrolle biológicamente con normalidad.

Durante los años que acompañaron a las tres mayorías absolutas de Felipe González, en la calle se produjo una tranquila, paulatina y profunda revolución en las formas de convivencia de los españoles. Se instauró otra manera de amar, de hablar, de viajar, de vestir, de trabajar, de enfrentarse a la vida. Los colores se apoderaron de las paredes de las ciudades, de las vestimentas y de las mochilas. Las estaciones y aeropuertos, las plazoletas y esquinas iniciáticas, los museos, parques y discotecas se llenaron de jóvenes sentados en el suelo a la espera de agarrarse a cualquier asa para salir volando hacia el horizonte, y España por fin comenzó a hacerse soluble con Europa. Los años ochenta fueron realmente nuestro Mayo del 68, de espoleta retardada. En lugar de efectuar su explosión concentrada en unos días, como en París, en este país constituyó una llamarada que se extendió a lo largo de toda la década y en ella ardieron unas tribus urbanas poseídas por una nueva imaginación. Eran todavía niños cuando murió Franco, se hicieron adolescentes durante la primera transición y llegaron a la primera juventud explosiva bajo el Gobierno de Felipe González. Aquellos jóvenes cambiaron de piel a este país, buscaron el mar debajo del asfalto y asimilaron la libertad que encontraron en las aceras hasta convertirla en la propia sangre. Nuevos narradores, pintores y cineastas posmodernos, músicos y artistas conquistaron un glamour con una exaltación explosiva de sus cuerpos a través del espejo de la red de miradas en los abrevaderos. Los hijos comenzaron a ser más altos, más listos, más divertidos, más felices que sus padres. Y en eso llegó el desencanto.

La derecha salió de su postración a principios de los noventa y comenzó a cabalgar a sus anchas a caballo del siglo. Otros jóvenes constituyeron un nuevo paisaje urbano. Se acabaron las barbas revueltas y el desaliño posmoderno. Se desintegró la movida y se instauró la ropa de marca. Los bares comenzaron a llenarse de jóvenes de pelo pegado, la camisa abierta hasta el tercer botón, chaqueta de cachemira y vaqueros planchados, mocasines con borlitas y un par de masters de cualquier universidad americana en el bolsillo. A la hora del almuerzo bajaban de los despachos grupos de ejecutivos vestidos de negro Armani y se les veía cerrando negocios con el móvil en dirección al restaurante. Aquel líder político, José María Aznar, por el que nadie habría apostado si hubiera sido gallo, resultó ser un gallo de pelea con los espolones en las sienes. Había desarrollado sobremanera el gen del mando creando el terror entre sus huestes hasta trabar al Partido Popular alrededor, y de esta forma lograría derribar con una agresividad desaforada a Felipe González después de darle con un latiguillo una y otra vez en la ceja que traía partida por la corrupción, producto inexorable de tres mayorías absolutas. Aznar ganó las elecciones en 1996 a la brava por unos miles de votos. Los socialistas dijeron que se trataba de ducharse y volver al gobierno.

La primera legislatura con el Gobierno del Partido Popular, favorecida por los pactos obligados y empujada por el viento largo de la economía, fue una etapa bonancible, la antesala de la mayoría absoluta que vendría después. Los niños felices comenzaron a hacer rodar en el dedo los llavines de coches de gran cilindrada en la puerta de las discotecas, y entre los alevines de la derecha se puso de moda matar marranos en la finca, hablar de Bolsa y llevar el todoterreno a misa los domingos. Pero hubo un momento en que George Bush colocó la mano en el hombro de Aznar en las Azores como el predador que inmoviliza la pieza recién cazada, y entonces llegó a España el execrable atentado de Atocha, que fue leído por los ciudadanos como el castigo de los dioses al orgullo de un líder, que no tuvo olfato para saber por dónde venía el viento. Unas elecciones siempre las pierde el Gobierno, nunca las gana la oposición. Aznar perdió por no saber pilotar el avión en medio de la terrible borrasca. Desde las elecciones de marzo de 2004, durante cuatro años, no han cesado las turbulencias. El avión lo pilota ZP. Pronto se va a ver si consigue aterrizar con suavidad y, una vez en la pista, si despega de nuevo o se queda en tierra.

La mayor parte de los españoles ha nacido y crecido en democracia. Un millón y medio de nuevos votantes, esos jóvenes tatuados con mariposas, traspasada su carne con distintos imperdibles, rapados o con el pelo de cepillo mojado, se acercarán a las urnas por primera vez. Deben saber que la libertad es el oxígeno vital que uno respira sin darse cuenta. A ellos se les ha regalado después de largos años de lucha.

El voto Beato, por Vicente Verdú

Bueno, bien, de acuerdo, votar, pero tampoco fue para tanto. Varios de nosotros nos reconocíamos sólo motivados por la Revolución, y la votación "dentro de la democracia formal y burguesa" venía a ser un cándido equívoco entre la participación y la falsa toma del poder. Definitivamente, el sentimiento que nos dominaba era demasiado pobre para apasionarnos, y altamente impuro para prestarle devoción.

La fecha de la votación, en todo caso, se celebró como una fiesta popular, histórica y colectiva, más vana que real, más perentoria y técnica que primordial. Votamos y, al cabo, apenas iba a suceder nada trascendente enseguida. Podíamos haberlo previsto, puesto que los socialistas no iban a gobernar, pero fue impensable, en todo caso, que consiguieran un porcentaje tan alto, y ello, sin duda, nos confortó y reforzó la sensación de transfigurarnos en una auténtica Europa.

Con aquel escrutinio nos quedamos pues momentáneamente en paz. Votamos en cumplimiento del protocolo que había puesto en marcha la transición y nos complacimos provisionalmente con el porvenir de un Gobierno centrado con varias personalidades bien peinadas.

Tampoco fue algo para una algazara, pero mejoró la situación. Sabíamos que el voto no era sino un principio mínimo y que, de otra parte, se comportaría como una gota en el mar. Pero aguardamos. La decepción empezó, sin embargo, demasiado pronto cuando lo vimos evaporarse bajo el pragmático fragor del poder y la huera vehemencia de los diputados.

A estas alturas, treinta años después, tal fenómeno de la físico-política se ha experimentado hasta la saciedad. El voto se deposita en la urna y su futuro humea, tarde o temprano, entre las oscuras ingles partidistas. En ésas nos hallamos hoy y en ésas fuimos a desembocar entonces, cuando éramos ya mucho menos rucios de lo que suponían los analistas y notablemente más cínicos de lo que deseaba la gloriosa o beata verbena de la democracia inaugural.

Los que se quedaron en el camino

La historia de los vencidos, por Javier Pradera

El perfil parlamentario de la España actual no estaba inscrito en el arranque de la transición como el árbol en la semilla. La experiencia de los partidos dejados en la cuneta a lo largo de treinta años de confrontación electoral enseña que las cosas habrían podido ser de distinta manera y proporciona el argumento para una historia virtual basada sobre acontecimientos probabilistamente imaginables.

El principal escenario contrafáctico de esa historia alternativa es un sistema electoral diferente de las reglas de juego establecidas en 1977. Los proyectos políticos fracasados desde entonces atribuyen en buena medida su triste destino a un régimen electoral que ha beneficiado a los dos grandes partidos de ámbito estatal y a las fuerzas nacionalistas vascas y catalanas mediante la distorsión de la proporcionalidad, el incumplimiento del mandato constitucional del sufragio igual y las ventajas dadas a las circunscripciones menos pobladas de orientación conservadora.

La lista de damnificados es larga. Los grupos de extrema izquierda no ganaron ni un solo escaño en 1977. Fuerza Nueva y la ultraderecha quedaron borrados del mapa a partir de 1982. El PSP de Tierno, el PSOE histórico y el PASOC fueron incapaces de torcerle el brazo al PSOE de Felipe González, que además empujó al PCE primero y a Izquierda Unida después hacia una situación marginal. La Democracia Cristiana, el CDS de Adolfo Suárez tampoco lograron crear una bisagra entre socialistas y conservadores.

Según esa hipótesis contrafactual, la ingeniería electoral habría puesto en marcha tras los primeros comicios de 1977 el llamado efecto Mateo "en homenaje al primer evangelista (25-29)" de que el éxito llama al éxito. Las subvenciones presupuestarias a los partidos son asignadas en función de los votos y escaños obtenidos en los comicios precedentes, que también determinan los espacios gratuitos en televisión. Los créditos bancarios se conceden a los partidos en el gobierno o con posibilidades de alcanzarlo. Las intervenciones parlamentarias refuerzan la imagen de los triunfadores. El voto útil engrosa los resultados electorales del PSOE o del PP. La profesionalización política ha llevado a muchos antiguos dirigentes del PCE y de los grupos de ultraizquierda a integrarse en el PSOE, y de UCD, a fichar por el PP. Las malas experiencias en las urnas de los partidos desgarrados por luchas internas dificultan las escisiones. Esta historia virtual de tres décadas de elecciones tiene, sin embargo, un defecto irreparable: nunca podrá ser verificada.

El voto femenino. Desaparecen las diferencias, por Malén Aznárez

Se puede hablar de un voto femenino en la reciente democracia española? Parece que no, si queremos hacerlo desde la perspectiva de género. Para empezar, la laguna de datos es casi total, ya que al tratarse de un voto muy similar al de los varones "ni más de izquierdas, ni más de derechas, ni dirigido a mujeres, ni más abstención", su estudio segregado no resulta "muy sexy" para los politólogos. "En la actualidad no se manifiestan diferencias significativas de comportamiento por razón de género", afirma la socióloga del CSIC Marta Fraile.

Pero, aunque discretas, ha habido algunas diferencias. "En las primeras elecciones, las mujeres participaban menos que los hombres "en los comicios de 1979, dos puntos y medio de diferencia, y en 1982, más de cinco puntos", pero eso se ha ido diluyendo poco a poco a lo largo del tiempo, y a partir de los años noventa, las diferencias han sido ínfimas", afirma Fraile, autora, junto con Francesc Pallarés y Clara Riba, de un trabajo sobre comportamiento electoral entre 1979 y 2000.

Hasta mediados de los años ochenta, las mujeres también tendían a votar más a partidos conservadores "en 1979 optaron por UCD cinco puntos más que los hombres". "Hasta entonces hay una infrarrepresentación del voto femenino a los partidos de izquierda "Partido Comunista y luego Izquierda Unida" por un problema de educación, ya que esa opción de izquierda ha sido tradicionalmente ejercida, además de por la clase obrera, por un segmento de población de mayor nivel cultural con un marco ideológico elaborado. Cuando se iguala la diferencia educacional, eso se diluye, como en la mayor parte de las democracias occidentales, y en los noventa prácticamente desaparecen las diferencias. Si acaso, conforme avanzan los años, hay un porcentaje de voto socialista femenino algo superior "dos puntos de diferencia en las elecciones de 2000", señala Fraile.

¿Qué puede pasar ahora cuando más de la mitad del censo electoral es femenino y, en teoría, se ha establecido la paridad en la sociedad española? ¿Y cuando de esa cifra (17.231.122 mujeres en los comicios de 2004), casi tres millones y medio tienen menos de 30 años? Mujeres mucho más cultas e informadas que sus antecesoras, pero, en muchos casos, mileuristas sin posibilidad de vivienda y trabajo estable. Los jóvenes, entre 18 y 29 años, votan menos, como apunta Mayte Gallego, profesora de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid, y "si alguna diferencia se mantiene, es que las chicas se abstienen hoy menos que los chicos (cinco puntos de diferencia en 2000)".

Minorías decisivas, nacionalistas en el Parlamento, por Patxo Unzueta

En las elecciones legislativas, los partidos nacionalistas y regionalistas vienen obteniendo en torno al 10% de los votos. Siempre que no ha habido mayoría absoluta, la diferencia entre las dos formaciones más votadas ha sido inferior a esos diez puntos, por lo que las minorías nacionalistas han sido decisivas para decantar al ganador y para garantizarle la mayoría una vez en el poder; por ejemplo, para permitir la aprobación de los presupuestos anuales.

Esta influencia política más que proporcional ha inspirado propuestas para modificar la ley electoral con el fin de limitar su presencia en el Parlamento. Sin embargo, los datos no confirman que el problema sea de sobrerrepresentación. Por el contrario, cuentan con una representación más ajustada al número de votos que cualquier otra corriente política. En las tres primeras elecciones, las formaciones de ese signo que alcanzaron representación parlamentaria sumaron en conjunto el 7,7% de los votos y obtuvieron el 7% de los escaños. A partir de 1986, tras la generalización del modelo autonómico, el porcentaje medio aumentó hasta el 10,1% de los votos, obteniendo en promedio 30 escaños, es decir, el 9,6% de los 350 del Congreso.

En las últimas elecciones hubo seis partidos nacionalistas y otros dos regionalistas que obtuvieron diputados. Entre todos ellos sumaron el 10% de los votos y obtuvieron 33 escaños (el 9,4%), de los que 27 fueron para nacionalistas catalanes y vascos. CiU obtuvo el 2,86% de los escaños con el 3,28% de los votos; ERC, el 2,29%, con el 2,56%; el BNG, el 0,57%, con el 0,82%, y el PNV, siete escaños, el 2% del total, con el 1,65% de los votos.

La distorsión que provoca el sistema electoral afecta sobre todo a IU, que con el 5% de los votos obtuvo en 2004 menos del 1,5% de los escaños. Hay propuestas que permitirían paliar ese desequilibrio, efecto de la ley D'Hondt y, sobre todo, de la enorme diferencia de tamaño de las circunscripciones, que hace que, por ejemplo, un escaño cueste en Madrid cinco veces más que en Soria. Pero no es cierto que los nacionalistas estén sobrerrepresentados. Y ponerles barreras no parece coherente con la lógica federal del Estado autonómico: la otra cara de la descentralización es la participación de los nacionalistas en la política común. Algo que más bien habría que incentivar, y no que dificultar. Y en todo caso, ninguna medida legal podrá sustituir decisiones políticas como la búsqueda de consenso entre los dos grandes partidos sobre las fronteras entre lo que se puede y lo que no se puede hacer.

Felipe González. Destino paralelo, por Joaquín Estefanía

Conforme aumenta la distancia histórica hay más coincidencias en que Felipe González y Azaña han sido los mejores presidentes de Gobierno de la España del siglo XX. Hay en ambos destinos paralelos, conquistas irreversibles para los ciudadanos y la normalización política del país, victorias pírricas y hasta errores del mismo signo.

En 1995, cuando más arreciaban los ataques contra González (los socialistas llevaban gobernando 13 años consecutivos, y la derecha perdía elección tras elección), el historiador Juan Pablo Fusi escribió un texto titulado Las campañas contra Azaña, que fue distribuido en el Consejo de Ministros. La intención de Fusi no era hacerlo público, y ni siquiera establecía analogías explícitas entre la coyuntura política de esos años y la que había padecido Azaña, pero el documento se filtró y cualquiera pudo hacer el nudo de las comparaciones pertinentes.

Cuando en 1933 se produjeron los sucesos de Casas Viejas (guardias civiles y de asalto fusilaron a 14 campesinos e incendiaron la casa en que se habían refugiado, en el curso de una sublevación anarquista), Azaña sufrió una durísima reacción en el Parlamento y una feroz campaña en la prensa que hirieron de muerte a su Gobierno y a él mismo. Tuvo en contra a la derecha, la extrema izquierda y a la casi totalidad de la prensa, sobre todo a aquella financiada por el dinero del banquero Juan March, encarcelado y procesado por delitos de cohecho y prevaricación. En mayo de 1935, Azaña afirmó en un discurso que había habido un "espíritu de desquite, venganza y de destrucción".

Cada uno es libre de hacer las equivalencias pertinentes y poner las siglas de partido, las cabeceras de periódico y los nombres de los banqueros que asediaron a uno y otro presidente. Azaña, como la República, duró poco tiempo en el poder; González, por el contrario, ha sido presidente en la etapa democrática más larga de la historia de España (1982-1996). El líder republicano contribuyó decisivamente a la modernización de este país; al socialista se le recordará al menos por tres hitos de su gobernación: la entrada de España en la Unión Europea, la universalización del Estado del bienestar y la normalización militar evitando el protagonismo tan ingrato de los espadones.

Ha pasado una docena de años desde que Felipe dejó el poder. Ahora trabaja, en un destino coherente, en sus dos grandes obsesiones, Europa y América Latina: presidente del Grupo de Reflexión sobre el Futuro de Europa, y embajador plenipotenciario de nuestro país para el bicentenario de la independencia de las repúblicas iberoamericanas.

Los sectarios no consiguieron acabar ni con él ni con Azaña. Ambos permanecen y pertenecen al imaginario de lo mejor que ha dado la política en España en el último siglo.

José María Aznar. Del Escorial a las Azores, por Santos Juliá

Fueron sus dos momentos de gloria, la conquista de todas las metas que se había propuesto al hacerse cargo de la presidencia del Partido Popular en el congreso de la refundación, celebrado en Sevilla en 1990: todo el poder político, basado en una hegemonía ideológica y en un bloque social. El Escorial, símbolo de la monarquía absoluta, representaba el máximo poder hacia dentro; Azores condensaba la hegemonía ideológica hacia fuera, bajo la coraza de los neocons visible en esa mano "¡esa mano!" del presidente de Estados Unidos sobre su hombro y en la servil entrega de los restos de la tercera vía por el primer ministro británico. Una coalición indestructible, un trío invencible.

Para llegar a la cumbre, nadie le había regalado nada. Tuvo que abrirse paso en la maraña de intereses enfrentados entre los que se hundía el Partido Popular bajo la errática batuta de Manuel Fraga; tuvo que ejercer una presión hasta el límite de sus malas artes para expulsar del Gobierno, tras dos derrotas consecutivas, a un Partido Socialista desmoralizado, que pedía a gritos la alternativa; tuvo que pactar con los nacionalistas, enemigos de la víspera; tuvo, en fin, que prometer que no se presentaría a un tercer mandato con tal de ganar por mayoría absoluta el segundo.

Y lo consiguió: barrió al PSOE, antes indestructible, en 2000. Y allí estaba, en El Escorial, casando a la hija como sólo un monarca puede hacerlo. Tal vez sonaban en sus oídos los sonetos a la piedra, las imágenes imperiales que desde su tierra, en tiempos de Falange, se elevaban al monasterio: qué sensación de plenitud. Y luego, Azores, abrazado a los grandes, transportado por la fe en un destino manifiesto, el que habría de llevar, si nadie desfallecía en el camino, la democracia hasta el último rincón del mundo.

¡Ah! Si nunca hubiera tomado aquel avión, si se hubiera quedado en El Escorial sin volar hasta las Azores. Habría salido en triunfo del Gobierno, rebosante de orgullo por el trabajo bien hecho, por la obra culminada, transmitida íntegra a su heredero. Pero después de Azores le tocó presidir en Madrid el peor atentado terrorista, y no supo qué hacer excepto perder el sentido de las cosas y empecinarse en que a él no le podía pasar aquello, que tenía que ser obra de ETA. Y así conoció otra vez el sabor de un estrepitoso fracaso que habría de marcar en adelante su rostro con el rictus del derrotado.

José Luis Rodríguez Zapatero. Él no es un superhéroe, por Juan José Millás

Lo de ordenar la retirada de las tropas de Irak a los cinco minutos de prometer el cargo estuvo bien, pero podía interpretarse como el golpe de efecto de un político con olfato. Lo que hizo grande a Zapatero fue la revelación de que iba a acabar con España. Cualquier persona capaz de acabar con España merecía un respeto, sobre todo si, ya puesto, acababa también con Francia, con Bélgica, con Dinamarca" (imagine there's no countries). Nuestro interés por él creció cuando se nos aseguró que pretendía ganar la Guerra Civil con 70 años de retraso. Un individuo dispuesto a corregir aquel error histórico tenía que ser un gigante (imagine there's no Valle de los Caídos). Pero lo que lo elevó a la categoría de mito fue la denuncia de que en su agenda figuraba liquidar también esa fuente de neurosis conocida como familia tradicional (imagine there's no cuñados).

Nos decepcionó en todo, pues lo cierto es que ahí sigue España, con sus toros sanguinolentos, sus mujeres barbudas, sus cardenales cabreados, sus arzobispos castrenses, sus gallinas ciegas, sus bailes regionales, su Fraga Iribarne, su legión, su siesta, sus predicadores, sus púlpitos, su indignación moral, sus guerrilleros de Cristo' En cuanto a lo de ganar la Guerra Civil con efectos retroactivos, nada de nada. Vas a la hemeroteca y, a poco que hurgues, tropiezas de nuevo con Millán Astray, el general Mola, doña Carmen Polo y familia, el almirante Carrero, por no hablar de los juicios sumarios y el garrote vil y los fusilamientos a granel' Cuarenta años de basura, en fin, que apestan como el primer día. En cuanto a la familia tradicional, que tanto gusta a Rouco y a Rajoy, goza de una salud de hierro. No hay semana sin que un marido de los de siempre mate o pegue a su mujer ante la mirada espantada de los hijos.

Zapatero trajo las tropas de Irak, sí, pero España sigue viva, Lorca continúa fusilado y las familias ancestrales producen aún locura por un tubo. Desengañémonos: no era el superhéroe que la oposición nos había anunciado. Tiene mérito, no obstante, que en un país lleno de obispos virulentos, repleto de nostálgicos de Franco y habitado por multitud de familias desquiciadas, haya logrado que se deje de estigmatizar a los homosexuales, que se reivindique la memoria de los asesinados, que se pueda estudiar Educación para la Ciudadanía en vez de Religión, que haya en el Consejo de Ministros el mismo número de mujeres que de hombres, que los partidos políticos ejecuten listas paritarias, que los sordos puedan utilizar su propio idioma' Quizá este hombre no acabe con España, como nos prometió Rajoy, pero la está aseando un huevo.

El 14-M. Jornada de dolor y rabia, por José María Ridao

El Gobierno de Aznar no interpretó correctamente las causas de su victoria por mayoría absoluta en el año 2000. Ebrio por la amplitud del éxito, confundió la mayoría con la totalidad, imaginando que el rechazo a las políticas del Partido Popular era marginal entre los ciudadanos. Lo cierto es que la mayoría absoluta de Aznar fue resultado, sobre todo, de la masiva abstención de la izquierda, irritada con el espectáculo de la bicefalia entre Almunia y Borrell y con el confuso pacto de los socialistas con IU. El Partido Popular, por su parte, sólo había ampliado en 300.000 votos el apoyo obtenido en 1996, pese al millón largo de nuevos electores que se habían incorporado al censo. Animado por este equívoco, Aznar había desarrollado unas políticas que sólo podían contentar al núcleo de sus incondicionales. Pero parecía creer que eran esas políticas las que le habían proporcionado la mayoría absoluta.

Los atentados del 11 de marzo, apenas tres días antes de las elecciones, fueron un brutal aldabonazo en la conciencia de la izquierda que se había abstenido en 2000, y que tampoco estaba segura de movilizarse con Zapatero. Curiosamente, ese sentimiento sí fue bien interpretado por el Gobierno de Aznar, y de ahí que intentara neutralizarlo recurriendo a la más clamorosa mentira de Estado desde el inicio de la transición. Primero, afirmar; luego, tan sólo sugerir y, por último, fingir que se investigaba la autoría de ETA, cuando ya se sabía que el atentado era obra de yihadistas, obedecía al propósito de que el electorado cerrara filas con el Gobierno por su política antiterrorista, en lugar de pasarle factura por el aventurerismo de las Azores. Pero esta estrategia sólo sirvió para añadir ignominia a los errores.

La jornada de reflexión fue tensa, llena de dolor. Algunos medios no respetaron la ley electoral y publicaron entrevistas en las que el candidato popular insistía en la autoría de ETA. También contraviniendo la ley electoral, miles de ciudadanos se manifestaron ante las sedes del PP reclamando que se dijese la verdad sobre la autoría de los atentados. En contraste con la rabia de la víspera, la jornada electoral tuvo un efecto catártico. El ambiente en los colegios era grave y contenido, con una participación más alta de la esperada. Los socialistas obtuvieron la victoria por mayoría relativa. Empezaba su oportunidad para ver si, a diferencia de Aznar, interpretarían bien el mensaje de los electores.

El voto joven. La generación de la esperanza, por Kiko Amat

Toda generación desconfía de la posterior. Es ley de vida. Para los nacidos en los sesenta, los mocosos de los setenta éramos una panda de desustanciados que sabían demasiado inglés, pasaban sospechosamente de Bob Dylan, no iban a sufrir una etapa de politización progre y habían canjeado el dogma estalinista por un nihilista hedonismo. Siguiendo, pues, la lógica de la desconfianza generacional, la quinta de los setenta mira también con recelo a la del nuevo milenio, especialmente cuando les ve alejarse dando pequeños brincos de canguro con una papeleta de voto en la mano.

¿Quiénes son esos pequeños monstruos?, nos preguntamos, como en un fotograma de La invasión de los ultracuerpos o El pueblo de los malditos. ¿Qué desean, políticamente hablando? Para nosotros, los muchachitos de los ochenta ya fueron suficiente cruz. Así que cuando vemos a esas hordas peinadas a lo electroshock reírse con sus dentaduras perfectas mientras juegan a ipods, wiis y C3POs, un escalofrío nos recorre las rodillas reumáticas. Alguien debería placarles antes de que hagan una barbaridad camino de las urnas. Pues es ésta una generación que ha heredado un discurso político en el que no se hace alusión alguna a la redistribución de los recursos, en el que se consideran normales las desigualdades sociales, en el que toda ilusión romántico-idealista sobre una revolución que pusiese el mundo al revés ha quedado como eso, como una mera ilusión que los viejunos de generaciones pasadas tenían cuando bebían demasiada absenta.

Cómo estos jóvenes llegan a distinguir hoy entre izquierda y derecha es para nosotros un enigma. Antes estaba claro. Hoy, una vez la izquierda ha aceptado que nadie va a arrancarles un centavo a las corporaciones y que algunos señores son más iguales que otros, la distinción es más complicada. Imagino que, tradicionalmente, el de derecha-derecha es el que lleva bigote, ¿no?

Pero ahora en serio. Tenemos toda la esperanza puesta en los que ahora votan. Porque éste es un país que hizo una transición cojeante, en el que sobrevive con salud la derecha nacional-católica de 1939, que sigue empeñada en retroceder a la mínima de cambio a Las Épocas Oscuras. ¿Será la generación que vota ahora por primera vez capaz de desentrañar la verdad? ¿Una generación que no vio el muro de Berlín, para quien la Guerra Civil es algo tan lejano como para nosotros las guerras púnicas y que considera que comunista es una palabrota?

Esperemos que sí, porque alguien tiene que deshacer todo el mal creado, y aquí los setenteros estamos demasiado aferrados al Ventolín.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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