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Entrevista:Álvaro Pombo | ENTREVISTA

"La palabra más terrible de nuestro tiempo es ERE"

"Yo no soy nada bohemio", comenta Álvaro Pombo al rato de la conversación, en la terraza florida de su casa. Pero a uno le cuesta no soltar una mueca extraña después de haber visto los rincones donde habita. Es el refugio de un alma que vive atrapada en algo que no parece de este mundo, pero que al tiempo lo es radicalmente.

Los recortes de periódicos no esparcidos por el suelo, las mesas o los sillones, cuelgan con pinzas de las lámparas; el botiquín cobra vida propia y en relieve en el salón al lado de la cama donde duerme; los libros de teología, filosofía o ciencia pugnan por su espacio entre las novelas en varios idiomas, diccionarios y facturas. La máquina de escribir, que se resiste a guardar y descansa desparramada sobre el sofá como ruina de una época pasada, mira de reojo a los ordenadores. Por un lado, al portátil -"el último grito, vamos", aclara Pombo- que usa para colgar su blog. También al aparato que se alza sobre una de las mesas medio camufladas por papeles, en la que resalta también un ratón inalámbrico a cuyo tacto nunca le ha cogido el tranquillo. Atrás queda otra parte unida por un pasillo en el que ha colgado espejos encontrados por la calle. "La gente tira cosas bárbaras", asegura. Él tiende a guardar. A atesorar más bien. Aunque no le haga gracia el objeto, parece resistirse a abandonar para el camión de la basura lo que considera útil. Pasa con sus bicicletas. La nueva ahí anda, un tanto altiva, apoyada contra las barras de madera de su apañado gimnasio; la vieja, en cambio, ha acotado su espacio como un inquilino incómodo y la estática resiste medio castigada contra la pared: "Ésa no la soporto".

"En la dimensión digital, ¿dónde quedan en realidad quienes saben?"
"Mis amigos me llaman pre-gay. he llegado tarde a la liberalización"

También los cuadros con veleros y antepasados en sepia indican que es la casa de un soñador romántico y cercano, o de alguien anclado en otro tiempo, que quizá no acaba de encontrarse en éste, pero que por eso no va a renunciar a comprenderlo. "Ese teléfono, ¿qué es? ¿Una blackberry?", inquiere mientras casi lo arrebata de la mano.

Álvaro Pombo es un hombre atrapado por su propia entrega a descifrar enigmas. Una paradoja andante que jura conservar su mentalidad de empleado de banca, "de telefonista con funciones de archivero, que es a lo más que llegué cuando trabajé en Londres", asegura. Por eso hoy la palabra que más le asusta es ERE. "Es la más terrible de todas", dice quien sabe de vocablos como buen miembro de la Real Academia Española (RAE).

Su dimensión de literato profesional llegó más tarde. Él siempre se ha dicho poeta, pero al volver a España comprobó que su talento personalísimo impactaba a un buen número de lectores por obras narrativas como El héroe de las mansardas de Mansard (premio Herralde), El metro de platino iridiado o Telepena de Celia Cecilia Villalobo.

Las suyas son historias íntimas e insólitas, introspectivas y de ensayo al tiempo. Quizá porque escribe dictando parecen novelas que hablan, de las que saltan las palabras como en un corre que te pillo. Cuentos de un hombre que en su día fue niño solitario, extasiado ante las conversaciones a la hora de la merienda de su madre, su abuela o sus tías en el Santander de las buenas familias. Ése es su constante territorio imaginario, del que mana toda esa verborrea oral riquísima y juguetona y del que salen directamente creaciones como Donde las mujeres, El cielo raso, Una ventana al norte, La fortuna de Matilda Turpin (premio Planeta) y ahora Virginia o el interior del mundo. Obras en las que Pombo va contando y contándose por partes, sin tapujos, centrado en un universo femenino admirado y añorado, demostrando una extrema sensibilidad de oído fino, un humor entre mágico y surrealista, una lucha sin tregua por la libertad en ambientes atosigantes que muestran a uno de los narradores españoles más importantes del momento.

Y más poliédricos. Cristiano y gay militante -"pre-gay, dicen mis amigos"-, la literatura no le ha hecho renunciar a la vida ni al activismo en política -fue candidato al Senado por Unión, Progreso y Democracia-, ni a la defensa de las causas perdidas como voluntario en el Proyecto Hombre, ni a su labor intensa en la RAE, de la que es miembro desde 2004. O a curiosear en la Red y encontrarse, un poco mosca, con esa horizontalidad que rompe jerarquías. "No te creas que eso me convence. ¿Dónde quedan en esta nueva dimensión quienes en realidad saben?".

Veo que ha salido en busca del mundo digital. ¿Se pierde?

No tengo la soltura que tiene la juventud, pero trabajo con un ordenador portátil que es el último grito, ¡eh! No soy un niño digital, como llaman a las nuevas generaciones ahora. Es nuestra obligación aprender, apuntarse al carro, con alegría y con la humildad que requiere reconocer, pues oye, yo esto no lo sé hacer bien. En estas cosas soy más bien práctico.

Al fin y al cabo, no es más que una herramienta, ¿no?

Es todo un fenómeno el mundo digital. Muy interesante. Yo no hago más que recurrir a Wikipedia. Tengo miles de libros, pero recurro a ella. Soy un lector de periódicos que recorta. Pero no puedo manejar toda esa información. Incluso tengo un blog ahora.

Su 'blog' trata sobre Obama. ¿Por qué?

Primero, porque es negro, y eso es bueno, de entrada. Después, porque es un gran orador. No declama, titubea, y eso le hace cercano. Es curioso lo mío. Yo al principio apoyaba a Hillary, pero me fui convenciendo. El blog lo voy haciendo, no lo llevo al día, es trabajoso. Hay que escribir en viñetas más bien y no en largas peroratas, eso me dice la gente que lo lee. Me dicen que no haga artículos, que haga asientos, entradas. Uno de los que más éxito han tenido es el que le dedico a su perro de agua. Quise hacer el elogio de una raza que es norteña, santanderina.

Le diré que ése me emocionó.

¡Claro! ¿Cómo que el perro de agua es portugués? Esa entrada la han considerado modélica. Era cómica. Toda una defensa del perro de agua de Santander. Además tenía el encanto, me dijeron, de ser exactamente el tamaño.

Así que el espacio de una entrada de 'blog' debe ser como un perro de agua: pequeñito, ágil y que navega.

Sí, eso no está mal. Yo he escrito mucho faldón en los periódicos. Lo último que hice tenían que ser 57 líneas y yo escribía el doble. De ese despojo que debía cortar, no se perdía nada. La poda agiliza el texto, lo esencializa y finalmente dices lo que quieres decir. Así te obligas a repensar las cosas, no remodelarlas, repensarlas.

He visto que pide usted por Obama, que lo mejor que podemos hacer es rezar por él. Y eso está muy bien porque en la era Bush de lo único que nos entraban ganas era de blasfemar.

¡Al Bush que Dios confunda! A mí me interesó pedir eso porque quien lo dijo fue Lula. Yo no estoy dentro de la religión oficial, soy cristiano y nada más. Fuera, fuera. Pero Lula decía que él rezaba más por Obama que por sí mismo, y a mí eso me pasa también, que no puedo rezar por mí nada.

Yo sí que creí que rezaba.

Cuando hago poemas rezo. Los hago como oraciones, como salmos, como si fueran largas invocaciones.

¿Los niños digitales saben más que los niños de papel?

Probablemente. Eso no lo dudo. Están en otra dimensión y cultivan otra relación. Hoy acabo de leer un artículo sobre las células espejo y lo he recortado. Yo es que soy muy aprovechao. Los cuelgo por ahí, es que no doy abasto. Antes organizaba fichas. Ahora me han contado que en algún sitio las hacen, entonces dices: espera... Eso lo hacíamos nosotros. Bueno, a lo que vamos Esta generación yo encuentro que quizá está más alerta, más atenta de lo que estábamos nosotros. Yo de joven estaba como durmiente, pendiente de cosas, pero no tanto como los jóvenes de ahora.

Era una época más cerrada, no sólo por las circunstancias, por la mentalidad.

Todo tiene su relación. Mira, cuando se dice que los de ahora son muy burros, que si el botellón

Envidia cochina...

Bueno, pues son esas cosas que a lo mejor hay que reconocer, que hay algunos que sí, pero también es cierto que están muy alerta, que te hablan de Sudán y saben, lo han mirado. Yo en mi época no sabía nada de Sudán. Las cosas que sé de los conflictos de entonces las he aprendido ahora. Por ejemplo, del asunto de Oriente Próximo estoy aprendiendo ahora. Incluso del franquismo estoy aprendiendo ahora, y nací en el primer año triunfal, pero me estoy enterando ahora. Los nuevos historiadores, los más jóvenes, nos lo están enseñando. Me doy cuenta ahora de lo opresivo que era el franquismo. Se daba uno menos cuenta entonces, no es un lamento, quiero decir que hay una especie de...

Que ha caído en lo que en realidad era.

Ahora sabes lo que te estaba pasando entonces. En aquel momento no eras muy consciente. Éramos una familia de derechas, yo me fui de España. Pero hay cosas que a la larga te sorprenden. Recuerdo haber elogiado yo mismo la Ley Fraga, nos parecía un aperturismo. No estaba politizado, el franquismo te despolitizaba. No hacía falta mucho para despolitizarme a mí, era muy introvertido y estudiaba filosofía, temas abstractos.

Como dice, usted se fue, pero no por ansias de exilio.

Yo me fui a trabajar a Londres y entré en un banco. A telefonista es lo más alto que llegué, con labores de filing clerk (archivero), en el Urquijo. Acabé filosofía, busqué trabajo y encontré en el Evening Standard un anuncio de un banco español, llamé a preguntar por un puesto y me dieron eso. Un trabajo en el que aprendí cómo se pueden utilizar datos para hacer referencias cruzadas, que ahí lo hacían muy bien, aunque era complicado. Hoy con Internet es más fácil.

En Internet todo fluye horizontalmente; no hay jerarquías, cosa que a los intelectuales no les beneficia. Tiene que ver con la posmodernidad, con el eclecticismo. ¿Son eso las redes?

Las redes son horizontales. Y eso, si le soy completamente sincero, me irrita un poco.

Destruye las élites. Fomenta radicalmente una igualdad.

Claro, claro. Pero me produce una irritación que se ve subsanada con que es una forma de conocimiento y una manera de entrar en la mente de quienes lo utilizan, que están en otra dimensión del pensamiento. Pero me irrita, le repito; de pronto soy de nuevo jerárquico.

Bueno, los intelectuales siempre lo han sido, y elitistas, también.

Bueno, determinados aprendizajes no pueden hacerse sin una jerarquización inicial. Alguien tiene que enseñar las cosas. Uno no adivina nada, aunque sea muy listo. Así que la idea horizontal del saber produce la sensación de que nadie sabe más que nadie, y eso es falso. Por otra parte, también es falso que los que sabemos de algo tenemos que saber de todo; eso no puede ser. Me llaman de periódicos para preguntarme de cualquier cosa y a veces tengo que decir: mira, es que no lo sé o no sé más que tú. Te llaman para preguntarte del aborto y, bueno, uno tiene creencias e ideas sobre el asunto...

¿Está en contra?

¿Estoy en contra? Bueno, no... A ver, lo que estoy... No, no, estoy en contra de que esto se teologice una vez más. En contra. Bueno, que me llaman para preguntarme de todo y ¿qué quieren que les diga? ¿El tópico vigente? Bueno, pues ese me lo sé. Pero poco más. Una vez quise hacer un libro demostrando eso, que en España sólo hay tres o cuatro temas sobre los que no hacemos más que dar vueltas una y otra vez. Eso quería demostrar.

¿Por qué debemos tener una opinión inmediata sobre cualquier cosa?

Pues por eso, porque la gente busca esas jerarquías. Pero hoy un chaval quiere hacer un trabajo sobre el presidencialismo americano y lo tiene ahí, a un click. Y nadie puede decir que eso es malo.

De lo que usted sabe es de tirar de memoria. Sensual, gustativa, auditiva. ¿Santander es el ADN de sus novelas?

Para mí es uno de mis paisajes constantes. El primero es el de la bahía santanderina. Otro es Castilla la Vieja. Por eso me gusta tanto ir a la Casa de Campo en Madrid, me recuerda el monte bajo castellano.

Paisajes y sabores, de eso entiende.

Sí, una vez en Bilbao di una conferencia que se titulaba Bodegón sobre cosas que se comen en casa del autor o algo así. Contaba lo que se comía en esas casas de toda la vida, la merluza, la pescadilla que se muerde la cola, el salmonete, la leche frita... ¡Caliente, por favor! Porque si no, te pueden dar un ladrillo. A mí caliente. Era una cosa absolutamente delicada, como las croquetas bien hechas, con la besamel bien ligada.

Me está entrando un hambre...

¡Claro! Es que ésta es la hora exacta de la croqueta. La una y media. La hora exacta.

Sus novelas se pueden hablar, parece que se cuentan en alto. ¿A qué se debe?

La única cosa que yo sé hacer es hablar. Mi casa era de mucho hablar. Las mujeres sobre todo, eran mucho más divertidas que los hombres. Éstos salían mucho más unidimensionales. Las mujeres de mi familia resultaban más poéticas y poliédricas. Todo eso es heredado y aunque a veces parece absurdo no me preocupa lo más mínimo. Aquellas relaciones se basaban en la oralidad, muy unida a las historias que se contaban. Salía de todo, la medicina, la política, eran familias muy ilustradas del norte. Pero además hay algo importante. Yo dicto mis novelas, luego las elaboro, las leo, las releo y las recompongo, cosa que ahora con los ordenadores es mucho más fácil.

De su obra se desprende a menudo el niño solitario que observa y calla.

Siempre he sido muy solitario, poco sociable. A los 15 años nos fuimos a vivir a Valladolid, supuso un corte en mi vida. Después, si me marché a trabajar fuera fue porque quería demostrarme a mí mismo que era capaz de valerme solo. Así que me marché a Inglaterra con la única idea de sobrevivir. Ni hacer amigos ni nada, sólo sobrevivir.

¿De ahí le queda esa conciencia de empleado? ¿Esa resistencia a considerarse bohemio?

Procuro ser autosuficiente, no bohemio. Nunca he sido bohemio. No he padecido jamás el síndrome de Kafka, estaba muy contento de tener un empleo. Por eso sé que la palabra más terrible de nuestro tiempo es ERE. Doy mucha importancia al trabajo, me agobiaba perderlo.

Pero se volvió a España para dedicarse a la literatura. ¿Cómo se decide dar ese paso?

Quería publicar. Pero vine trasladado del Banco Urquijo al Hispanoamericano.

¿Y qué se encuentra entonces?

Llegué en 1978. Me chocó la libertad, se fraguaba la movida. Lo mejor de la movida era el nombre. Daba idea de lo que se estaba viviendo, una cosa muy activa. Pero no me metí en ella, no soy de bares, ni nocturno.

Lo que sí se declara es creyente. ¿Cómo encaja un gay en la Iglesia de hoy?

No comulgo con esta Iglesia de estructura piramidal. De la homosexualidad ni se habla, no se trata. Creo en el amor y las relaciones profundas entre las personas. A mí, mis amigos me llaman pre-gay, que es algo así como un gay que ha llegado tarde a toda esta liberalización. Para mí es una cosa póstuma, aunque tampoco creo que para ser gay haya que estar por ahí todo el día. Se puede ser gay y quedarse en casa, No hace falta ir a sitios para ser gay.

En esa época pre-gay y en provincias debió de ser duro aceptar su identidad sexual. ¿Sufrió?

Fue algo muy individual. Lo viví como si fuera la única persona del mundo a la que le ocurría, tuve un sentimiento de culpabilidad terrible. Ya no, aunque siempre lo he llevado muy introvertidamente.

¿De aquella soledad le viene esa radical independencia que destila? Usted va por libre en todo. ¿Se resiste también a que le etiqueten literariamente?

He sido siempre un paseante solitario, no me gusta pertenecer a grupos. Literariamente me resisto a entrar en ninguna corriente, todas son falsas, son construcciones críticas. No hablo jamás de esas invenciones.

Pero su estilo sí se puede definir. ¿O lo dejamos?

No crea que es fácil. A mí me gusta llamarlo psicología-ficción o realismo subjetivo, por decir algo, pero mejor no digo nada.

A pesar de esa resistencia suya a formar parte de colectivos, realiza voluntariado y ha probado la política como candidato al Senado junto a Rosa Díez. ¿Una paradoja de esas que tanto le gustan? ¿Mala conciencia de individualista acérrimo?

Con el Proyecto Hombre quise contribuir a realizar una acción recta. Iba allí dos veces por semana, hacíamos lecturas y pastoreábamos un poco por la ciudad a los chicos que trataban de rehabilitarse allí durante los últimos ramalazos del caballo. En el fondo soy un moralista, tengo la convicción de que es necesario ayudar en estas cosas, que vale la pena. Con Rosa Díez también, quise apoyarla, aunque la política no es lo mío. El activismo, sí; la política, no.

¿Arrepentido?

Es que la política requiere una vocación especial, de día a día, volcada en el juego del poder. Para eso necesitas un trato continuo con cierta gente y yo no tengo vocación chalanera, en el más noble sentido de la palabra. Lo he dejado; sin embargo, creo que esas cosas me han hecho mejor tipo que antes. Ahora me he retirado a la vida monástica, sólo soy ya un activista de la Real Academia Española.

Ahí también les va algo el politiqueo. A veces requiere un manual vaticanista.

Bueno, está el asunto de las votaciones, que a mí me parece muy injusto. Pero es que de alguna forma deben entrar los nuevos académicos. Lo bueno de estar allí es asistir a esas reuniones con gentes sabias, muy agradables de trato. Es una distinción a la que cada vez se le da más importancia en España.

Y en este retiro, ¿cada vez escribe más?

Trabajo mis horas de oficina, por la tarde, de cinco a nueve, que son las horas del dictado. Tardo en acabar una novela un año y medio aproximadamente. Una vez dentro del libro, lo que más me apasiona es la invención. La literaria y la poética. Encuentro verdadero placer en ese proceso, en la composición de un mundo cambiado, enriquecido respecto al real, que muchas veces rehúsa ser contado, que se muestra esquivo. Te reta a que lo atrapes por sus imágenes, se asemeja a veces al cine, son planos que se intercalan y que luego hay que montar.

Álbaro Pombo, escritor
Álbaro Pombo, escritorJORDI SOCÍAS
Vídeo: J. R. MANTILLA / Á. R. DE LA RÚA

Textos brillantes, espíritu rebelde

Álvaro Pombo

(Santander, 1939) es un trabajador nato. Su escritura tiene un estilo que se reconoce a simple vista. Irónico, aficionado a la historia medieval, sus textos son brillantes y precisos. Poeta de vocación, Álvaro Pombo ha alcanzado el éxito con sus novelas, a las que siempre titula de modo exquisito: 'El héroe de las mansardas de Mansard' (1983, premio Herralde), 'El metro de platino iridiado' (1990, premio Nacional de la Crítica), 'Donde las mujeres' (1996, premio Nacional de Narrativa), 'El cielo raso' (2001) o 'La fortuna de Matilda Turpin' (Planeta 2006). Hace unos meses presentó su nueva novela, 'Virginia o el interior del mundo' (Planeta).

Comparte con el escritor y filósofo Fernando Savater la pasión por la serie de Guillermo Brown, las aventuras de un niño inglés escritas por Richmal Crompton. Eso da idea de su espíritu rebelde y a contracorriente. Apoyó activamente la candidatura de Rosa Díez (UPyD) en las últimas elecciones legislativas.

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