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Reportaje:LECTURA

Cela hace las Indias

La versión más conocida de este episodio venezolano, la que nos ofrece Cela Conde, raya a menudo en la caricatura poscolonial y no entra en mayores detalles. Según ella, al llegar a Venezuela, el autor gallego "tuvo la suerte de encontrarse allí con un país en el que el dictador del momento, Pérez Jiménez, echaba en falta las relaciones públicas". Y continúa: "La llegada de un escritor de la madre patria era una ocasión magnífica para recuperar el terreno perdido, así que a mi padre le hicieron, ya de entrada, huésped de honor de la República, con derecho a diploma y, si no recuerdo mal, hasta a banda". Cela Conde prosigue: "Pero los honores diplomáticos eran sólo una mínima parte de las oportunidades que ofrecía Venezuela a un escritor joven, decidido y muy seguro de sus artes literarias. Las recepciones en palacio le sirvieron a Camilo José Cela para meter un pie en el mundo de la alta política caraqueña y, además, en un momento especialmente indicado. El ministro del Interior, Laureano Vallenilla Lanz, tenía el proyecto de encargar una novela a un escritor famoso con la única condición de que su argumento versase sobre aquel país y, antes de que mi padre llegase a Venezuela, dudaba entre Hemingway, Albert Camus y Camilo José Cela". Huelga añadir que, según esta versión, el padronés acaba llevándose el famoso encargo: La catira.

Cela volvió de un viaje a Venezuela con una amante 'catira' (rubia) y un espectacular contrato editorial
La polémica que causó la novela liquidó la colaboración de Cela con la dictadura de Pérez Jiménez

Cela Conde no convence, sin embargo, a otro biógrafo celiano, Rafael Flórez, quien deja traslucir sus dudas y comenta con humor y buen tino: "El señor Vallenilla debía de ser un ignorante de tomo y lomo al no pasársele por las meninges que ni Ernest Hemingway ni Albert Camus hubiesen aceptado semejante proposición deshonesta para sus convicciones diferentes y respectivas. Hemingway le hubiese corrido a tiros montado en un búfalo y Albert Camus no se hubiese dignado escucharle mandándole a la gallega amante y actriz María Casares para que le armase un espectáculo a gorrazos...".

En mi sentir, Rafael Flórez tiene todo el derecho de abrigar sospechas, ya que, por un lado, no hay documento alguno que pruebe la existencia de semejante concurso o "licitación pública", y, por otro, es difícil imaginar que Laureano Vallenilla Lanz hijo haya podido plantearse en serio algo así. Hago hincapié en que digo "difícil" y no "imposible" porque muchas cosas insólitas ocurrieron bajo la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en Venezuela -muchas cosas insólitas y también, no hay que olvidarlo, espantosas-. El balance de la represión política durante aquellos años es hoy conocido y, a pesar de las manipulaciones de que ha sido objeto por izquierdas y derechas, sigue justificando sobradamente la condena histórica que recae sobre los hombres que participaron en esa negra aventura. (...)

José Manuel Caballero Bonald evoca en una página de sus memorias unas animadas tertulias en la casa del autor de La colmena, que, a principios de los años cincuenta, se interrumpieron súbitamente "a partir de un viaje de Cela a Venezuela, de donde volvió al cabo de un par de meses provisto de una amante catira -rubia- y de un contrato editorial que parecía ser, a mucha distancia, el más espectacular firmado nunca por un escritor español". Y añade: "Decían que había competido con Curzio Malaparte en la adjudicación de aquel suculento encargo tramado por uno de los testaferros del dictador Pérez Jiménez y que fue la influyente señorita que lo acompañó, próxima a la camarilla del general, quien logró que venciera su candidatura. A cambio de esa auténtica fortuna en millones de la época, Cela tenía que escribir una novela de ambiente venezolano, donde se reflejaran las excelencias físicas y morales del país. De ahí arrancó La catira...".

Caballero Bonald ya no recuerda exactamente cuánto duró aquel viaje ni tampoco acierta en otros detalles, pero sus líneas tienen la incontestable virtud de recrear con más precisión que muchos testimonios lo que fue el regreso de Camilo José Cela a Madrid: digamos, para ser breves, la fuente y origen de mil rumores distintos. Se hablaba del fabuloso encargo que le habían pagado, del tren de vida que había llevado en Venezuela, de la hermosa mujer que había traído y que escondía incluso de sus más cercanos amigos. Al parecer en ese diciembre no hubo otra comidilla y el propio escritor se prestó de buena gana al juego. "Poco antes de salir para tierras americanas", cuenta Ian Gibson, "Cela había estado en Barcelona con sus amigos el crítico de arte y poeta Rafael Santos Torroella y su mujer Maite. Cuando volvió aquel noviembre lo encontraron muy cambiado. Se hospedaba en el Ritz, se daba aires de triunfador, tenía una voz engolada y se jactaba de haber traído consigo a una venezolana -relaciones públicas del dictador o algo parecido- a quien no permitía que viera a nadie. Les dijo que en Venezuela había vivido en una lujosa mansión del mandatario donde incluso había señoras".

En efecto, Cela alimenta su propio mito e incluso habla más de lo debido, pues algunas de sus declaraciones a la prensa española cruzarán el Atlántico y no serán bien acogidas en la otra orilla. En España, su viaje tiene por entonces un claro contenido político. (...)

El encargo del Gobierno de Pérez Jiménez hay que situarlo también en este contexto y en el de la amistad entre Cela y Vallenilla Lanz hijo; no sólo o no tanto en el de la aventurilla personal, la conquista de El Dorado o el chisme de salón. El coronel-presidente y su ministro del Interior estaban implementando desde Caracas una política de turismo e inmigración cuyo objetivo era atraer masivamente a población europea y, como ya lo había demostrado en Brasil, país del futuro de Stefan Zweig, un libro de un autor conocido podía ser un instrumento de propaganda bastante eficaz para lograr dicho objetivo. Pero tenemos que recontextualizar igualmente un viaje que, según se ha visto, no fue solamente una azarosa excursión literaria o turística destinada a ganarse algunos centavos en América del Sur. Desde una posición ambivalente, Camilo José Cela obraba por su propio interés y/o por los intereses de la diplomacia franquista en el área. Es más, con su viaje, ponía una pica en un país clave para la política americana de la dictadura franquista y donde ya residían por entonces de treinta a cuarenta mil inmigrantes españoles del total de los ciento sesenta mil que han de llegar en esa década. De ahí la importancia que se ha de conceder en adelante al asunto de La catira y el seguimiento que se le va a hacer desde el Instituto de Cultura Hispánica y el Ministerio de Asuntos Exteriores. (...)

Para diciembre de 1953, el escritor saborea aún su triunfo y, según cuenta su hijo, celebra su regreso a casa por todo lo alto, gastándose en una fiesta parte de los tres millones de pesetas (entre treinta y cuarenta mil dólares de la época) que, en versión de Cela Conde, le pagaron en Caracas. ¿Fueron de veras tantos? No se sabe, ya que -insisto- todo son entonces rumores sobre el viaje, la amante y el encargo. "Se cuenta de un avión personal a su disposición y de un yate para recorrer el Caribe", le pregunta Acquaroni en El Correo Literario. "Hombre, los invitados de los jefes de Gobierno tienen pocas ocasiones para gastar suelas", responde el escritor. Y en la misma tónica pero esta vez sobre el encargo: "Se dice que el contrato por ese libro es poco menos que fabuloso, ¿qué puedes decirnos de esto?". Respuesta: "Puedo decirte que el poco menos que fabuloso es inexacto".

Sabemos que Cela hizo un viaje en una avioneta de la Fuerza Aérea venezolana, pero no dispuso nunca de un avión para su uso personal en Venezuela; sabemos que estuvo en la isla Margarita, pero, en principio, no hizo ningún crucero por el Caribe a bordo del yate oficial, El 2 de Diciembre, como lo da a entender aquí. Quizás tampoco haya que concederle demasiado crédito a la historia de la despampanante catira encerrada en una habitación del Ritz aunque varios amigos del escritor aún la identifiquen con una bella y misteriosa poeta caraqueña (¡o incluso con una miss Venezuela!) de la que, curiosamente, nadie se acuerda en Caracas. (...)

Casi desde un principio, La catira forma parte de un vasto ciclo novelesco que comprendía al menos otras cinco novelas y le fijaba al escritor un importante programa de trabajo para los diez años siguientes. Historias de Venezuela era el nombre que se le había dado, como quería indicarlo el antetítulo de La catira, y se trataba de un ciclo que, dentro de la narrativa celiana, debía de correr paralelo al que se había abierto con La colmena, en 1951, Caminos inciertos. Pongamos que era como su versión ultramarina. En una carta que le envía al ministro Vallenilla Lanz el 23 de marzo de 1954, a poco de iniciar la escritura del manuscrito que conocemos, Cela traza las líneas generales de su proyecto y le anuncia con visible entusiasmo: "Siempre bajo el título genérico de Historias de Venezuela" voy anotando datos y escenas para los siguientes libros, aparte del que hoy me ocupa, claro es, y que podríamos llamar la novela del llano: La flor del frailejón, novela de los Andes, La cachucha y el pumpá, novela de Caracas, Oro chocano, la novela de Guayana, Las inquietudes de un negrito mundano, novela del Caribe, y una última aún sin título definitivo sobre el mundo del petróleo". Luego agrega: "Pienso que, si en un plazo de 10 años, lográsemos tener esa panorámica literaria de nuestro -¿por qué va ser más de usted que mío?- complejo y apasionante país, Venezuela se encontraría a la cabeza de todos los temarios novelísticos de cualquier escritor europeo".

Sabemos que, al final, este ambicioso plan, que debía proyectar la imagen de Venezuela por toda Europa, no se realizará, ya que la polémica que suscitará la aparición de La catira en Venezuela, en 1955, pondrá término a la colaboración de Cela con el Gobierno del coronel Marcos Pérez Jiménez. (...)

Sería imposible detenerse en cada caso y en cada opinión, pues en verdad son demasiado numerosas y además lo suficientemente variadas y heterogéneas como para diversificar por mil caminos una discusión que, sesgada por el transfondo político que la alimenta, se va volviendo progresivamente más y más caliente, y menos y menos luminosa. (...) Aquel 27 de abril no concluye sin que El Heraldo publique también su encuesta sobre La catira e informe a sus lectores que Luis Yépez, el presidente de la Asociación de Escritores de Venezuela, no había leído todavía la novela, pero que esto no era obstáculo para que pudiera opinar sobre ella y declarase: "No me extraña que un español que pasa rápidamente por Caracas, hace algunas visitas, y sin conocer el país se va, escriba una novela fuera de ambiente y más o menos infecta".

La carcajada es general. Como un escándalo dentro del escándalo, Yépez y su soberbia exhibición divertirán a los corrillos caraqueños durante varios días, mientras, en las librerías de la ciudad, las ventas de la novela se disparan. Según Últimas Noticias, en la Librería del Este, la tarde del 27, se venden en tres horas más de sesenta ejemplares y algunos compradores se los llevan hasta de a cuatro. No todos se la leerán, qué duda cabe, pero todos quieren hacerse su opinión y sentir que de algún modo participan en una polémica que agita la vida de la capital y de pronto ha puesto a correr mil rumores distintos.(...)

Entre todos estos dimes y diretes, Manuel Trujillo se atreve otra vez a enunciar en voz alta lo que muchos comentan en voz baja y vuelve a desafiar a la censura adoptando una actitud independiente que, como ya se dijo, pronto ha de costarle la cárcel y el exilio: "Lo que hay que decirle a Camilo es que la falta de dignidad no están en el habla de un campesino o de un llanero, los cuales, a fin de cuentas, están lejos de entrar en la metafísica y la moral de tal palabreja; lo que hay que decirle a Camilo es que la falta de dignidad anda más cerca de la falta de responsabilidad que debe mostrar un escritor en su profesión en cuanto a su plena libertad de acción. Y una novela de encargo de antemano impone dos medidas: el pensar, al escribir la obra, en quienes la encargan, y el pensar si ese pensamiento no influirá en la obra en sí".

Cela no puede seguir callado y el día 28 de abril contesta a las críticas que se le han hecho en una larga entrevista que se publica a cinco columnas en Últimas Noticias bajo el título de No acepto que se diga que mi libro ofende deliberadamente a Venezuela. En realidad, no es otro el mensaje más urgente que trata de hacer pasar con esta ponderada conversación donde primero se confiesa extrañado ante la actitud de muchos escritores venezolanos hacia La catira y luego va respondiendo ordenadamente, punto tras punto, a las principales objeciones. ¿Que los llaneros no son como él los pinta? Naturalmente, como personajes de una novela son autónomos en su espíritu y su carácter, tienen su propia idiosincrasia y no simbolizan idealmente la generalidad del hombre del llano venezolano. ¿Que la novela es inmoral e incluso pornográfica? La pornografía es literatura de salón; a cielo abierto, no hay pornografía. ¿Que era imposible captar el espíritu de los Llanos en el escaso tiempo que estuvo allí? Un autor se puede equivocar aun estando diez años en contacto con el medio que quiere reflejar y viceversa, puede acertar con un roce de unos cuantos meses.

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