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Reportaje:EN PENUMBRA

La conjura del silencio

Benedicto XVI encabezó, cuando era cardenal para la Doctrina de la Fe, la operación de encubrimiento de los casos de pederastia

Unas son las leyes del César, otras las de Cristo; una cosa enseñó Papiniano, otra nuestro Pablo" (Aliae sunt leges Caesarum, aliae Christi; aliud Papinianus, aliud Paulus noster praecepit). Esta consigna del cristianismo primitivo debió de ser la idea del papa Ratzinger cuando, siendo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio de la Inquisición), envió una epístola a los obispos de todo el mundo para ilustrarles sobre cómo comportarse ante posibles casos de pederastia y otros abusos a menores por el clero católico. En la misiva es imposible discernir entre pecado y delito, y Ratzinger reserva para su congregación doctrinal qué hacer ante un abuso sexual si se comete con un menor de 18 años.

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Los documentos son testarudos. El primero, con el título en latín Crimen sollicitationis (Delito de solicitación), es una carta remitida en 1962 por el cardenal Alfredo Ottaviani, jefe de la Sagrada Congregación del Santo Oficio (hoy Congregación para la Doctrina de la Fe), a "todos los arzobispos, obispos y otros ordinarios locales, incluyendo aquellos de las Iglesias católicas orientales", fijándoles los procedimientos para afrontar casos de clérigos (sacerdotes u obispos) acusados "de hacer uso del sacramento de la penitencia para llevar a cabo acercamientos de índole sexual con los fieles". También daba instrucciones para denuncias de homosexualidad o zoofilia.

Su sucesor Ratzinger reforzó esas normas con motivo de la publicación del Código de los Cánones de las Iglesias Orientales (1990) y el Código de Derecho Canónico de 1983 -que reemplazaba al de 1917-. Sus instrucciones llevan el título De delictis gravioribus (De delitos más graves), fechado el 18 de mayo de 2001. La epístola la dirigió a los obispos y superiores anunciándoles qué actos "más graves quedaban reservados" al único juicio de su congregación. Añadía que la instrucción Crimen sollicitationis "en vigor, promulgada por la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio el 16 de marzo de 1962, debía ser reconocida por los nuevos códigos".

Que los prelados han seguido a rajatabla las instrucciones encubriendo a los delincuentes quedó demostrado en la archidiócesis de Boston, donde el cardenal Bernard Law, dimitido en 2002 por ocultar que había destinado a diversas parroquias a curas pederastas, se defendió citando las consignas de sus superiores doctrinales. Cuando la cadena de televisión británica BBC ofreció un documental con todos esos hechos, representantes de la Iglesia católica objetaron que las citadas epístolas de los dos inquisidores no se referían directamente a los abusos de menores, sino de modo más general a los abusos del confesionario.

Lo que indican esos documentos es la resistencia de la jerarquía a aceptar la ley civil como norma superior a la ley eclesiástica. "Esa dicotomía entre ley religiosa y ley civil no existía ni en Grecia ni en Roma porque sus religiones eran cívicas. Por el contrario, para los judíos la única ley válida era la religiosa porque su vida estaba regulada por un libro revelado y sagrado, al igual que ocurrirá después con los musulmanes", dice el historiador de las religiones y catedrático de la Universidad de Cantabria Ramón Teja.

Así que esta era la regla: cuando el ordinario o superior tenga noticias verosímiles de que se ha cometido un delito reservado a la Congregación, lo debía comunicar a la oficina de Ratzinger en Roma y, salvo que la Congregación "avocase a sí la causa", debía proceder con su propio tribunal. También se ordenaba que ese tribunal diocesano debía estar "compuesto sólo de sacerdotes".

El Código de Derecho Canónico, una especie de constitución del Estado de la Santa Sede, indica que el delito prescribe a los 5 años. Sin embargo, si el delito está reservado a la Congregación para la Doctrina de la Fe, rigen las normas especiales y, por tanto, la prescripción es de 10 años y comienza a correr desde el día en que el menor abusado cumple 22 años.

"El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra", se ha justificado Benedicto XVI la pasada Semana Santa ante las reacciones contra esa carta o por la enviada a su Iglesia en Irlanda por abusos producidos en instituciones educativas católicas. El Papa reclamó además "intransigencia con el pecado e indulgencia para el pecador". Otros prelados han tachado las acusaciones como una campaña para deteriorar la imagen del Papa.

El cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado con Juan Pablo II, ha despachado el asunto como meros "chismorreos". Sodano fue durante años el gran protector del sacerdote mexicano y fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, conocido pederasta castigado en vida por el actual pontífice.

Según el historiador Ramón Teja, fue en cuestiones de moral y derecho matrimonial donde, desde el momento en que los cristianos intentaron hacerse visibles en la sociedad grecorromana, se manifestó principalmente la oposición entre la ley divina y la ley secular. La disputa aparece ya a finales del siglo II en el primer escritor cristiano de Occidente, Tertuliano. En una constitución del 339 se impone a los adúlteros el mismo suplicio que a los parricidas: "Arrojadlo vivo al mar cosido dentro de un saco o quemado vivo" ("Sacrilegos nuptiarum tanquam manifestos parricidas insuere culleo vivos vel exurere iudicantem oporteat").

Discusiones de historia al margen, lo cierto es que el derecho canónico al que han de atenerse los eclesiásticos tipifica diversos delitos que se refieren a abusos sexuales cometidos por un sacerdote. El canon 1395 especifica lo siguiente: "El clérigo que cometa de otro modo un delito contra el sexto mandamiento del Decálogo, cuando este delito haya sido cometido con violencias o amenazas, o públicamente o con un menor que no haya cumplido 16 años de edad, debe ser castigado con penas justas, sin excluir la expulsión del estado clerical cuando el caso lo requiera".

La Conferencia Episcopal de Estados Unidos, arruinada por milmillonarias indemnizaciones a las víctimas de pederastas, añadió un preámbulo a esas normas, diciendo que "una ofensa canónica contra el sexto mandamiento del Decálogo no necesita ser un acto completo de la cópula. Ni, para ser objetivamente grave, necesita el acto implicar la fuerza, el contacto físico, o un resultado dañoso perceptible. La imputabilidad [responsabilidad moral] para una ofensa canónica se presume sobre la violación externa... a menos que sea de otra manera evidente".

La sanción a esos comportamientos se deja indeterminada: debe ser castigado con "justas penas", sin excluir la expulsión del estado clerical. Nunca se habla de poner al delincuente en manos de la justicia penal en el ordenamiento civil. Extraña además esta alusión a "la justa pena", sin más precisión. En todo caso, para ese delito el derecho canónico prevé que se pueda llegar a la expulsión del estado clerical. En ese caso se debe aplicar el canon 1350. "Si la pena de remoción del estado clerical no se ha aplicado (por ejemplo, por razones de la edad o de enfermedad avanzada), el delincuente deberá conducir una vida de oración y penitencia. No se le permitirá celebrar la misa públicamente o administrar los sacramentos. Se le ordenará no usar el traje clerical o presentarse públicamente como sacerdote", añade la Conferencia Episcopal de Estados Unidos en sus normas especiales. Poca pena para delito tan sucio.

El regreso del cardenal Rouco

El cardenal Antonio María Rouco Varela, arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal Española, envió el sábado pasado un telegrama a Benedicto XVI expresándole la "comunión y cercanía" propia, y la de los "obispos auxiliares, los sacerdotes, los consagrados y los fieles laicos de la archidiócesis de Madrid después del dolor que ha sufrido en las últimas semanas". La reacción del episcopado español ha sido unánime: apoyar al Papa, disculparlo incluso y cerrar filas. En España hay eclesiásticos condenados por la justicia ordinaria por abusos sexuales a menores, aunque sin tanto escándalo como en otros países. El cardenal emérito de Sevilla, Carlos Amigo, ha hablado de "tropiezos", y el cardenal arzobispo de Barcelona, Lluís Martínez Sistach, sostiene que "[la Iglesia católica ante la pederastia] es como un padre cuyo hijo comete un delito gravísimo y está dividido entre la justicia y la paternidad", sin advertir que la paternidad alcanzaba en este caso no sólo al pederasta, sino a su víctima. Los cinco años del pontificado de Ratzinger han dejado huella en España. Tras propiciar el regreso del cardenal Rouco a la presidencia del episcopado, en sustitución del obispo Ricardo Blázquez, el Vaticano ha acelerado el relevo de prelados incómodos, sobre todo en las diócesis vascas. Pero Ratzinger no ha mimado a su Iglesia en España, si se exceptúa el ascenso del cardenal Cañizares desde el primado de Toledo a una silla en el Gobierno (Curia) de la Santa Sede. De celebrarse hoy un cónclave, sólo votarían allí cinco españoles: Agustín García Gasco, emérito de Valencia; Antonio María Rouco, arzobispo de Madrid; Carlos Amigo, emérito de Sevilla; Luis Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona, y Antonio Cañizares, prefecto de la Pontificia Congregación para el Culto Divino.

El episcopado español apenas ha sufrido por los casos de pederastia entre su clero. Hay sentencias, y sobre todo denuncias, pero los medios de comunicación las publicaron con discreción. El caso más grave de pederastia en toda la Iglesia romana, al menos en el último medio siglo, se ha desarrollado durante décadas también en España, donde los Legionarios de Cristo cuentan con seminarios, colegios y universidades. El año pasado, el secretario de Estado vaticano, el cardenal Tarcisio Bertone, vino a Madrid para tratar en secreto cómo resolver la súbita aparición de una hija en Madrid del fundador legionario, el mexicano Marcial Maciel. El famoso sacerdote fue padre de tres o cuatro chicos más con otras tantas mujeres. La Conferencia Episcopal nunca se ha pronunciado sobre el tema, abrumada por la fuerza y presencia de legionarios en sus instituciones. De hecho, Maciel se movió en ese tiempo como pez en el agua por Roma, pero también en España, protegido inicialmente por el ministro de Exteriores con Franco, el democristiano Alberto Martín Artajo. Muchas de las víctimas fueron alumnos del seminario de Ontaneda (Cantabria), sometidos también a vejaciones por otros sacerdotes del grupo. Las denuncias contra el fundador llegaron a la mesa del Papa polaco durante años. También las conocía Ratzinger. La primera demanda la presentaron siete de sus víctimas, en 1998, con el título Absolutionis complicis. Arturo Jurado et alii versus Rev. Marcial Maciel Degollado. Maciel ya había sido investigado entre 1956 y 1959 y fue expulsado de Roma durante ese tiempo. El cardenal Ottaviani, entonces gran inquisidor, encargó la investigación al claretiano vasco y futuro cardenal Arcadio Larraona. Pero no resolvió nada. Otra vez, la conjura del silencio.

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