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Mi primera vez | Hoy, Ricardo Menéndez Salmón

Mi último columpio

Dotado al fin de vello púbico y unas gónadas feroces, echo la vista atrás y regreso al fecundo secreto de mis 12 años, un lugar repleto de revistas guarras y atisbos de que todo es humo y vanidad. Es justo que sexo y muerte vayan de la mano, pues en el fondo trabajan sobre idéntico motivo: la aniquilación de la voluntad. Sarcasmos al margen, sería terrible descubrir que esa polilla de luz que nos atormenta cada noche, bajo la piel mojada, es solo otra cara amable de la divinidad, un epifenómeno de nuestra diáfana conciencia de maristas y salesianos. Pero el consuelo nos asiste: a escasas manzanas de la nada, habita el deseo. Afortunadamente, la redención solo existe en la literatura de Graham Greene, y yo perdí la fe en el catolicismo y en los escritores ingleses antes de dejar el instituto. Soy ateo y filokafkiano, por ese orden.

Empecé con buen pie. La primera chavala que me robó el sueño, y cuyo nombre dejé escrito en todos los pupitres del sexto curso, ha perdurado en el recuerdo a pesar de sus actuales perfiles de matrona felliniana. El Tiempo ha dañado al Icono, pero no su Mensaje. Todavía hoy, cuando la veo del brazo de su marido y luciendo con abnegación su cofre de éxitos (hace perfumes para la industria química: es una artista de la seducción), conservo hacia ella la atracción suicida de quien jamás gozó de su calidez. Una noche me exigió un beso frente a un columpio; yo no supe qué hacer con la lengua. Más tarde, en las cunetas de la edad, descubrí por qué razón ella escogió aquel parque y aquel juguete. Ella sabía ya de la importancia de los símbolos.

Sufrí; sí, sufrí lo justo para sentirme un poco solemne y un poco asustado de mi solemnidad. Con 12 años y la polla mecida por vientos y tempestades, cuando las mañanas de domingo me manchaba codos y rodillas en un lodazal de puercos, la veía pasar a ella en mitad de un regate, magreándose con fulanos mucho mayores que yo. Qué astuta era. Y qué hermosa y cándida en el dolor que me infligía, mientras se dejaba tocar en el gol norte en el instante preciso en que mi zurda, ese obús legendario, dibujaba su arco demoledor en el aire invernal y la pelota se estrellaba con estrépito y para desesperación de mis viejos en mitad del larguero. Cada noche, sin remedio, había que volver a los afiches mancillados pero democráticos de María José Cantudo y Agatha Lys. Ellas sí que han sido fieles a mi menda.

De tanto agravio extraje sin embargo una enseñanza nada desdeñable. Comencé a aprender lo que los lugares comunes y la historia sagrada de los pueblos se empeñan en desmentir; a saber: que son las personas que pasan, y no las que quedan, las que juegan el papel central en nuestras vidas, y que el importante no es jamás el primer columpio, sino siempre el último.

FERNANDO VICENTE

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