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Reportaje:EN PORTADA | Los 10 libros de 2008

El placer de los paraísos perdidos

Vicente Molina Foix

El beso del tiempo

1. Chesil Beach, la novela en la que Ian McEwan compone un gran fresco de la generación de los inicios de los sesenta -"la época en que ser joven era un obstáculo social"-, ha sido elegida por los críticos y colaboradores de Babelia como el libro más destacado del año.

Ian McEwan

Traducción de Jaime Zulaika

Anagrama. Barcelona, 2008

184 páginas. 16 y 7 euros

Dotado siempre del don de los arranques fulgurantes, Ian McEwan se muestra reservado, por no decir apagado, en el de Chesil Beach: "Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible". Vírgenes, instruidos (educated en el original) y con un problema de expresividad en materia erótica: así son Edward y Florence, los dos protagonistas, que, enormemente vivos en sus perfiles de inmadurez, comparten el citado problema con el conjunto de una sociedad, la Gran Bretaña de 1962; también esta novela es, a su modo, histórica, como las dos anteriores del autor. Pero lo que en Sábado (uno de sus pocos libros decepcionantes) era laboriosa fábula de las metástasis del 11 de septiembre de 2001, y en Expiación altisonante sonata en tres movimientos sobre las recíprocas sospechas del rango y la culpa social, en la magistral y puramente esencial Chesil Beach es el análisis narrativo de una historia de amor dañada no tanto por la juventud y cortedad sentimental de la pareja como por una traba lingüística: el understatement -la verbalidad de la "boca pequeña"- llevado a sus consecuencias más hipócritas y mutiladoras.

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La mención lingüística retumba con más cargas de profundidad en esta novela, una de cuyas escenas memorables, hacia el final del capítulo 1, describe la difícil articulación de dos bocas en el negociado de un beso. El beso entre Florence y Edward al que me refiero tiene la excitante delicia pero también el riesgo inherente de la humedad; los recién casados, en el minucioso despliegue de pequeñas estrategias de exploración, recelo, ansia y denuedo con el que tratan de consumar su primera noche de amor, llegan naturalmente a la boca y no se detienen; les franquea los labios el vino servido por los camareros del hotel, un pequeño y malicioso coro de figurantes con frase que constituye otro de los brillantes aciertos del libro. El beso dura una página (la 38 en la edición de Anagrama, traducida por Jaime Zulaika, por la que cito) desde el momento en que la muchacha siente la lengua de su novísimo esposo deslizándose entre sus propios dientes "como un matón que se abre camino en un recinto". Las consecuencias del beso -en las que McEwan aprovecha con efectos de suprema comicidad la erudición médico-anatómica que adquirió y tan prolijamente usó en Sábado- desembocan en la hermosa y elocuente descripción de una batalla perdida o tal vez ganada, por mucho que los dos contendientes se manifiesten en paz con su acción bélica. A Florence, seca de voz y parca de adjetivos, no le gustan los demorados besos con lengua, y cuando ese inquisitivo apéndice bucal de Edward ocupa el hueco que ella tiene en una muela ya es tarde: con la cédula de matrimonio la esposa ha firmado, advierte no sin angustia, el permiso para los besos húmedos.

Pero tan extraordinario episodio, como los siguientes del lecho de bodas, la huida por el acantilado y el desencuentro en la playa, forman parte de la historia privada de la novela y Chesil Beach, conviene insistir en ello, es también macrohistórica en su brevedad (184 páginas de letra generosa). Todo lo que acontece está fechado, y no por capricho; cuando el narrador omnisciente (aunque latente), después de unos sarcásticos apuntes sobre la cocina y la construcción balnearia de entonces en las costas del condado de Dorset, dice que "era todavía la época [...] en que ser joven era un obstáculo social, un signo de insignificancia, un estado algo vergonzoso cuya curación iniciaba el matrimonio", está señalando, por inverosímil que hoy pueda parecer, el recato forzado de un tiempo en el que la generalizada castidad prenupcial hacía del casamiento -aun del más convencional- era la puerta de salida de una juventud interminable, artificial y sexualmente frustrada. El mundo se regía por un sistema operado por adultos responsables y reprimidos, y "ser pueril no era aún honorable ni estaba de moda".

La puerilidad desbocada y hasta monstruosa ha sido, sin embargo, recurrente en la obra de McEwan desde los relatos de Primer amor, últimos ritos, llamativo debut literario (en 1975) de este autor que Anagrama, fiel a su narrativa a lo largo de casi tres décadas, ya dio a conocer en castellano con aquel libro, en una traducción más chispeante que adecuada de Antonio Escohotado, entonces (1980) bajo la impronta de su colección Contraseñas y con una portada mezcla a partes iguales de los cómics de Nazario, las pinturas de Pat Andrea y las ilustraciones de Paula Rego. Ese infantilismo desquiciado no falta tampoco en Chesil Beach; sentadas las premisas de un código verbal de vigilancia, una cotidianidad desvivida y una pareja que se ama tanto como mutuamente se teme, aparece en la novela el factor favorito de McEwan, el accidente. No se puede aquí contar, por respeto a las -para mí sagradas- leyes del lector ingenuo, el desenlace del libro, ni, por falta de espacio, el denso tejido de trazos melancólicos que enriquece la parte final. Baste decir que, reduciendo el paisaje moral a la expresión mínima y centrando la peripecia del relato en los dos enamorados y alguna sugestiva aunque episódica figura familiar, Chesil Beach refleja la edad de una inocencia anterior al psicoanálisis y los catecismos de autoayuda; aquella edad caduca y más agria que dulce en la que el ser humano -el rebelde y el acomodaticio- era incapaz de verse a sí mismo como un enigma.

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