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Ahora que vamos despacio.., la ley de la ciencia

El Parlamento español acaba de aprobar, prácticamente por unanimidad, la Ley de Ciencia, la Tecnología y la Innovación (LCTI). La norma que ha salido tras el trámite parlamentario difiere en varios aspectos del borrador que entró, y es fácil admitir que en algunos aspectos ha sido mejorada. Tendremos que escuchar muchas opiniones al respecto, pero antes que nada permítanme comentar una anécdota personal que le pasó al que suscribe en el aeropuerto de Madrid con ocasión de la visita a un foro donde se iba a discutir sobre el borrador de la susodicha ley. En ese aeropuerto coincidí con un ilustre colega y al comentarle el propósito de mi visita a la capital, me espetó: "¡Ah!, la ley de la ciencia, una porquería". Ante lo cual le pregunté si la había leído. Me dijo que no, pero que todo el mundo decía que era una porquería. Así que esperemos que quien opine al respecto al menos se la haya leído y no se deje llevar "por lo que dice todo el mundo". Naturalmente esto no se aplica a mi admirado amigo Javier López-Facal, que ¡vaya si se la ha leído! (ver EL PAÍS del 29 de marzo; comparto numerosas de sus apreciaciones).

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Una no tan nueva ley de la ciencia

Querámoslo o no, la LCTI establece el marco jurídico en el cual habrá que diseñar las estrategias generales de la investigación científica y el desarrollo tecnológico en nuestro país para los próximos años, tratando de adaptarse al contexto actual del Sistema Español de Ciencia y Tecnología, que es obviamente diferente del que existía cuando se aprobó la anterior ley de la ciencia, en 1986, y que tan buenos resultados ha dado para la organización racional de nuestro sistema.

Hay muchos aspectos a comentar, tal vez criticar, y no es cuestión de hacerlo en un breve artículo como este. Hay que admitir, sin embargo, que el énfasis de la nueva ley se sitúa en la transferencia del conocimiento al sistema productivo; es decir, la famosa innovación. Por ello se articulan medidas en un intento de rentabilizar la actividad científica y situarla en motor de la economía a medio y largo plazo. Ojalá que ello ocurra sin menoscabo de la fuente de conocimiento, la investigación fundamental. Además, trata de estimular la participación de la iniciativa privada en el conjunto del sistema, que en España está muy por debajo de los países desarrollados. Si todos estos objetivos se consiguen o no, será cuestión de analizarlo cuando la ley se desarrolle y pase un tiempo. Pero ojo, todos seremos responsables de ello, para lo bueno y para lo malo.

La comunidad científica española ha experimentado un notable incremento desde 1986. Por ello, la ley define en su título II la carrera científica y técnica tantas veces reclamada, que basada en méritos pueda ser predecible. Tal vez este es el punto que más debate suscita. Una crítica radical que la ley ha recibido es que no acaba con la carrera funcionarial y establece una carrera contractual de una vez por todas. Es verdad, pero a menudo no se citan las causas de por qué esto no ha podido ser así o ha tenido que ser de otra manera. Muchos científicos estamos convencidos de que la carrera funcionarial no es el mejor modelo para el desarrollo de la ciencia y que muchas de las medidas garantistas que las leyes en defensa de los trabajadores presentan no son de estricta aplicación en la actividad científica, donde la única bandera que ha de flamear es la de los méritos que llevan a la excelencia. Méritos que son bastante fáciles de evaluar y que en general devienen de la dedicación y el trabajo productivo del científico. ¿Pero quién no entiende que esto ha de ser así y busca sistemas garantistas propiciando la funcionarización de todos los trabajadores de la ciencia? Pues está claro y hay que decirlo: esta es una visión claramente arraigada y defendida por los distintos sindicatos, que posiblemente haya impedido una ley más progresista en estos aspectos. Asumiendo que los agentes sociales tienen su peso legislativo y que hay que respetar su opinión, compartida o no, veamos cómo la nueva ley resuelve el asunto en un intento de contentar a todos, a riesgo de no convencer a nadie.

En primer lugar, mantiene los diferentes niveles funcionariales con cambios mayormente de maquillaje. Sin gran novedad en este apartado; seguimos igual. Las novedades son que, por una parte, reconoce, aunque tímidamente, las peculiaridades del régimen del personal investigador (dejando, por ejemplo, sin aplicación la Ley Caldera, que ha traído en jaque a universidades y OPI en el desarrollo de los proyectos de investigación) y define tres modalidades contractuales para universidades y OPI. Por un lado, el "contrato predoctoral", que no beca, para aquellos que deseen realizar una tesis doctoral. Gran avance, pues desaparecen las becas y otorga estatus de trabajador al estudiante que realiza tareas de doctorado. Por otro, se crea la figura del "contrato de acceso" al sistema. Este garantiza a los investigadores con doctorado y, creo yo, a los que acrediten cierta experiencia y méritos, cinco años al mando de un proyecto científico. Es formalmente equivalente al programa Ramón y Cajal, de bondades innegables. La actividad durante este tiempo, tras ser sometida a evaluación, otorga al contratado la posibilidad de participar con méritos añadidos en los procesos selectivos de personal fijo y/o funcionarial que las universidades y OPI puedan convocar. Además, se define la figura del "investigador distinguido", que permite la contratación directa de investigadores destacados para desarrollar labores convenidas. Igualmente un gran avance porque posibilita la incorporación al sistema de personalidades científicas de relevancia o el reconocimiento (que bien podría ser) de investigadores con tareas singulares.

Ante estas figuras y modos, cabe destacar las reacciones de asociaciones, sindicatos y demás. Por una parte, se ha dicho que "el Gobierno debería darse cuenta de que al despedir a un investigador de un proyecto en el que llevaba inmerso tantos años [refiriéndose al contratado en acceso], lo único que hace es tener pérdidas millonarias, ya que todo lo invertido no servirá para nada si al cabo de cierto tiempo ese trabajador es despedido". Razón llevan, pero esto no exonera del acatamiento a la evaluación de la labor realizada. Sería mucho más perjudicial para el sistema incorporar a personas que ciertamente no acreditasen un nivel, simplemente por el hecho de haber tenido uno de estos contratos. Esto sí que supondría pérdidas millonarias para el Estado -que no para el Gobierno- porque eternizaría los salarios y colapsaría las plantillas (precisamente por el dichoso sistema funcionarial irreversible). Rectificar a tiempo es de sabios y más vale una vez colorado que cien amarillo. Así que el paso automático a la categoría de fijo no está justificado si no se acredita cierto nivel de excelencia. Lamentable es que haya que "tragar" con los que ya estamos, pero, por Dios, no perpetuemos el sistema.

La principal solución que proponen colectivos como la Plataforma de Investigación Digna (PID) [me pregunto cuál es la investigación indigna] y la Confederación de Sociedades Científicas (COSCE) es "la creación de una ley que resuelva los principales problemas de fondo que existen en el mundo de la ciencia en España". ¡Pues naturalmente! Sin embargo, "los problemas de fondo" son diferentes para los distintos colectivos, que defienden a veces cosas diametralmente opuestas: desaparición de los científicos funcionarios, independencia de gestión y contratos con evaluación periódica (COSCE); contratos estables -o plazas de funcionario- para todos los que superen su evaluación durante los cinco años de contrato (PID); garantía de continuidad en aras de la estabilidad laboral desde el inicio de la carrera y gestión participativa y controlada (sindicatos). Difíciles de asumir las declaraciones del portavoz del PP para los asuntos de Ciencia, Gabriel Elorriaga: "los contratos de acceso no van a cambiar la situación precaria en la que se ven inmersos los grandes talentos científicos que tenemos. En esta ley se les debería garantizar su continuidad al frente de un proyecto transcurridos cinco años y no es así", a las que no veo más explicación que un afán electoralista. Así que, por favor, pongámonos de acuerdo y no defendamos una cosa y la contraria. A lo mejor lo que falta es claridad de ideas por parte de todos, porque la LCTI no puede garantizar que no haya recortes presupuestarios (como algunos echan en falta en la misma), no es su cometido; ni puede garantizar plazas para todos, sería una torpeza. En este sentido, sería mejor promulgar el tan reclamado Pacto de Estado por la Ciencia entre los distintos partidos. Pero claro, esto sería pillarse los dedos y, como dicen en mi pueblo, no es lo mismo llamar que salir a abrir.

En definitiva, no habría que ser tan pesimista, pues el pesimismo lleva a la melancolía. Aprovechemos lo que tiene de bueno esta ley y asumamos que, dada la situación y el peso de los agentes sociales, es la que se puede tener. Luchemos por salir adelante y si hay que plantear una nueva ley en unos años, pues se plantea. Lo que no podemos hacer es desmotivar a nuestros jóvenes dibujando horizontes apocalípticos que en realidad solo están en la mente de algunos, los de siempre. Para tamaña irresponsabilidad, que conmigo no cuenten.

Juan Lerma es director del Instituto de Neurociencias de Alicante (CSIC-UMH) y presidente electo de la Sociedad Española de Neurociencia (SENC)

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