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Fallece el escritor y periodista Ramón Lobo, uno de los grandes corresponsales de guerra españoles

El reportero cubrió durante dos décadas conflictos internacionales para EL PAÍS y escribió novelas y libros de memorias

El periodista Ramón Lobo, en su casa de Madrid en 2016, en una imagen cedida.
El periodista Ramón Lobo, en su casa de Madrid en 2016, en una imagen cedida.
Guillermo Altares

El periodista y escritor Ramón Lobo, uno de los grandes corresponsales de guerra de la prensa española, ha fallecido este miércoles en Madrid a los 68 años, víctima de un cáncer de pulmón que le diagnosticaron hace un año. Durante dos décadas cubrió para este diario los principales conflictos internacionales, desde Bosnia y Chechenia hasta Irak, Afganistán o Líbano, pasando por Sierra Leona, Congo o Ruanda, y lo hizo con una mezcla de humanidad y desgarro, sin esconder ningún detalle por terrible que fuera, pero siempre tratando de adoptar el punto de vista de aquellos que sufren las guerras.

Desde Sierra Leona, por ejemplo, firmó uno de sus grandes reportajes sobre la amputación sistemática de civiles por parte de la guerrilla, una de las atrocidades que marcó la guerra en ese país africano, en el que Lobo dejó una parte de su alma: “Es una lotería macabra. Los rebeldes sacan a la gente de sus casas. Obligan a los hombres a alinearse en la calle. Les dan un papelito doblado en el que está escrito su sino: brazo corto o largo; mano derecha o izquierda. Después, con un machete o un hacha, seccionan el miembro elegido por el azar. Samuel Taylor-Kamata tuvo mala suerte: le amputaron las dos. Habita en un colchón andrajoso del hospital de Connought, en Freetown. Ronda los 30 años. Su hermana, sentada a un lado, le da de beber agua a sorbos en un vaso de plástico. Samuel tampoco tiene lengua. Se la seccionaron con un cuchillo”.

Lobo, que nació en Maracaibo (Venezuela) en 1955, aunque creció en el Madrid franquista y de la Transición, fue también un autor importante. Escribió dos novelas de periodistas —Isla África, que se tradujo al francés, italiano y portugués, y El día en que murió Kapuscinski—; un libro de memorias inclasificable y maravilloso, Todos náufragos, que era a la vez un retrato personal y generacional de un país herido, y varios libros de reportajes —El héroe inexistente, Cuadernos de Kabul y El autoestopista de Grozny (y otras historias de fútbol y guerra)—, además de un ensayo que se fraguó durante la pandemia, Las ciudades evanescentes.

En una carrera contra el tiempo y la enfermedad, dedicó las últimas semanas de su vida, cuando el cáncer ya estaba galopando a toda velocidad por su organismo, a terminar un libro que empezó siendo una reflexión sobre la muerte de su madre, Maud Leyder, a quien adoraba, y acabó mutando en una obra sobre su propio final. La escritura se convirtió en una forma de sortear una cita en Samarra que hacía tiempo sabía inevitable. Isla África, publicada en 2001, relata la historia de un periodista que busca un lugar donde morir de cáncer y se instala en Sierra Leona, donde pretende acabar un libro. El empeño de su personaje parece una descripción de sí mismo 22 años después: “Carlos escribía en un desesperado intento por alcanzar algún tipo de posteridad o para entretener el pánico y estirar su existencia más allá del calendario biológico o sobrevivirse encerrado en un papel de cuadrícula fina”.

El periodista Ramón Lobo en Roma en 2010, en una imagen cedida.
El periodista Ramón Lobo en Roma en 2010, en una imagen cedida.

Divertido, maestro del humor negro y de los chistes malos, con arranques homéricos de ira y de risa, Ramón Lobo fue un seductor que logró crearse una familia mucho más allá de la biología. Acompañado en sus últimas semanas por María, supo hacer fácil a los demás, con humor y realismo, un momento final al que llevaba décadas dándole vueltas. Como corresponsal de guerra, contó la muerte de los demás sin que jamás fuera banal —todas las víctimas son importantes en sus crónicas— y siempre recordó a los amigos que se quedaron por el camino —Miguel Gil en Sierra Leona, Julio Fuentes en Afganistán, Ricardo Ortega en Haití—.

Su desaparición, y todos los ritos que debían rodear su entierro, era una de sus conversaciones favoritas, que sus amigos aguantábamos con resignación. “Fantasear con la muerte, querer asistir al propio funeral (laico), participar en la colocación de las flores sobre las tumbas y al esparcimiento de las cenizas es, después de todo, la expresión máxima de la necesidad de compañía”, escribió en Las ciudades evanescentes, su peculiar homenaje a Las ciudades invisibles de Italo Calvino. “Me gustaba llevar velas blancas a las guerras. No solo representaban un seguro contra los cortes de electricidad, también ayudaban en el proceso de creación de una red emocional de emergencia”. Hablar de la muerte era su vela blanca en tiempos de paz.

Empezó muy pronto en el periodismo en diferentes medios —radio, agencias— y, tras un paso por la prensa económica, en la que hizo amigos que conservó toda su vida, fue redactor jefe de Internacional en el diario El Sol entre 1990 y 1992. Allí aprendió que no quería volver a ser jefe, aunque ya demostró una cualidad que marcaría toda su carrera: fue un maestro de periodistas, alguien que sabía transmitir sus enseñanzas a las siguientes generaciones. Muchos reporteros encontraron en Ramón consejos, tiempo, pedagogía y paciencia (que no era precisamente una de sus virtudes). Siempre estaba allí para cualquiera que quisiese dedicarse al duro oficio de ser reportero de guerra. Aunque ganó numerosos galardones —desde el premio Cirilo Rodríguez hasta el Manu Leguineche—, nada le hizo tanta ilusión como un doctorado honoris causa por la Universidad Miguel Hernández de Elche, donde un aula de periodismo lleva su nombre.

Cuando cerró El Sol, su lugar natural era EL PAÍS. Contaba muchas veces que en la entrevista que le hizo el entonces redactor jefe de Internacional, Luis Matías López, le preguntó: “¿Estarías dispuesto a ir a Sarajevo?”. A lo que respondió: “Llevo 15 años esperando a que me hagan esta pregunta”. Pocos meses después, mandaba sus crónicas desde la capital bosnia: “Hombres y mujeres empezaron a correr de un lado a otro en busca de refugio. Las explosiones se sucedían. Una, dos, tres… La sensación inicial de fragilidad se transforma en temor”.

Ramón Lobo, periodista y escritor, en la librería La Buena Vida, en abril de 2019.Foto: KIKE PARA | Vídeo: EPV (CADENA SER)

Pasó 20 años en la sección de Internacional, como enviado especial, pero también como editor minucioso y exigente. Sus breves eran obras maestras del periodismo de mesa. Se han perdido en la inmensidad de la hemeroteca y naturalmente no estaban firmados, pero constituyen uno de los máximos ejemplos del respeto que Ramón tuvo por su oficio y por los lectores. Cada columna de breves era perfecta, un ejemplo de que no hay ningún tamaño demasiado pequeño para el gran periodismo. Fue también un profesional curioso, siempre dispuesto a abrazar las nuevas tecnologías y comprendió que, en este oficio, nunca hay que negarse a aprender algo nuevo. Fue uno de los impulsores del periodismo digital en EL PAÍS con su blog Aguas Internacionales y sus Cuadernos de Kabul, que recogían sus crónicas afganas en un nuevo formato, ya alejado del papel. Fue también un pionero con su blog personal, En la boca del lobo.

En 2012 fue despedido, junto a otros 128 profesionales, en un ERE. Aquello supuso un duro golpe, pero empezó una segunda vida profesional, con un espacio dominical en A vivir que son dos días, el programa de la SER dirigido por Javier del Pino; en Infolibre y en El Periódico de Catalunya. Volvió a EL PAÍS en 2018 como columnista de la mano de Soledad Gallego-Díaz y Joaquín Estefanía.

Con cientos de miles de seguidores, desplegó también una intensa vida profesional en Twitter, donde se convirtió en un agitador político y cultural. Inconformista y crítico, hizo todo lo posible por cambiar, desde la izquierda aunque sin compromisos partidistas, el país en el que nació y creció y que definió así en Todos náufragos: “Soy un superviviente maltrecho de un doble maremoto, el familiar y el colectivo, que asoló España entre el 18 de julio de 1936 y el 20 de noviembre de 1975 y del que aún no nos hemos recuperado. Ambos, familia y país, fuimos aplastados por una forma de intolerancia impulsada y guiada desde el nacional-catolicismo”. Quizás, si hay una palabra que pueda definir su vida, y su obra, es la tolerancia y sus cientos de tuits demuestran hasta qué punto la defendió.

La jubilación fue uno de los grandes momentos de su vida: “Pienso en los muertos de mi camino, los que me adelantaron en dirección a Ítaca. La última, nuestra queridísima Alicia Gómez Montano. Pienso en mis amigos y compañeros de batallas Miguel Gil, Julio Fuentes y Ricardo Ortega. Me emociona sentirlos tan cerca en un mundo paralelo. En eso soy muy africano. No creo en el Más Allá, pero sí en el poder de la imaginación. Me siento feliz porque mi segunda biografía da sentido a mi vida. Es un privilegio sentirse colmado y poder seguir. Alcanzo la edad de jubilación (aún deberé esperar unos meses) en plenitud profesional, la cabeza más o menos en su sitio y sin olvidar ni un instante quiénes son las víctimas y quiénes los verdugos. No tengo banderas, solo valores y principios”, escribió en su blog personal cuando cumplió los 65 años. No sabía entonces que la enfermedad iba a cruzarse en su camino en muy poco tiempo.

Ramón Lobo, en una imagen de febrero de 2009.
Ramón Lobo, en una imagen de febrero de 2009. Eulogio Martín Castellanos

He sido amigo de Ramón Lobo durante más de tres décadas: me consideraba su hermano pequeño y yo le consideraba a él otro hermano mayor. Me enseñó muchas cosas sobre el periodismo —prepara cada viaje como si fuese el primero, la infraestructura es importante cuando se está en zona de conflicto, escucha, fíate del instinto, habla con la gente, trabaja a dos velocidades— y sobre la vida. Hemos viajado juntos, hablado durante horas, festejado, reído y llorado. Y pensé que le conocía de verdad hasta que me llamó hace un año para decirme que le habían diagnosticado un cáncer. Ramón era hipocondriaco y, como ya he dicho, no paraba de hablar de la muerte. Pero se enfrentó a su enfermedad con realismo y valentía, se ganó a todos sus médicos y supo gestionar con sentido del humor (negro, muy negro) un diagnóstico que se complicaba por minutos. Tenía dos cánceres diferentes, ambos con metástasis, y además un aneurisma de aorta. Tres enfermedades mortales a la vez. Cuando abrió un chat para informar a un grupo de amigos muy cercanos sobre la evolución de la enfermedad, lo llamó “Caso raro de cojones”. Y cuando decidió contar en su espacio de A vivir, A vista de Lobo, que dejaba la radio para dedicarse solo a tratarse, uno de sus médicos le dijo: “Cuenta lo de los dos cánceres, pero deja fuera lo del aneurisma, porque nadie te va a creer”. Sus cánceres tuvieron otro efecto más: siempre fue muy madridista, pero desde que le diagnosticaron la enfermedad pasó al fanatismo blanco.

“Muchos tienen miedo de pronunciar la palabra cáncer, pero yo la voy a pronunciar y no tengo miedo a decirlo”, explicó entonces en aquella entrevista con Javier del Pino. “No tengo miedo a decir que soy optimista, que voy a luchar, voy a pelear, lucharé hasta el último minuto. Partido a partido, semana a semana”. Del Pino volvió a entrevistarlo recientemente, pero esta vez se había acabado el optimismo, aunque hizo uno de los mejores chistes de toda su enfermedad: se iba a poner a tope con el libro porque los periodistas trabajan mucho mejor con deadline, con una hora de cierre, para lo que el inglés utiliza la palabra muerte.

Entre tratamiento y tratamiento, tuvo tiempo de hacer un último viaje, a Venecia, una ciudad que le obsesionaba por su belleza y por su capacidad para desafiar el tiempo. Visitó la isla cementerio y la tumba de Joseph Brodsky. Acababa de descubrir Marca de agua, el libro del premio Nobel ruso sobre la ciudad, y fue una de sus últimas lecturas plenas. Me gusta imaginar que, cuando cruzaba alguno de los canales, mientras le daba vueltas a la muerte y a la vida, recordó unos versos de la canción de Fabrizio de André Preghiera in gennaio. Le gustaba muchísimo el cantautor italiano —fallecido de cáncer de pulmón, como Ramón— y especialmente esta canción que dedicó a un amigo que se suicidó: “Cuando él atraviese un día / el último viejo puente, a los suicidas dirá / besándolos en la frente: venid al Paraíso, / allá donde yo voy, / porque no existe infierno / en el mundo del buen Dios”. Ramón fue la antítesis de un suicida: disfrutó cada minuto de vida y su única barrera fue evitar el sufrimiento. Se puede imaginar su eternidad como un interminable partido en el que el Real Madrid siempre gana o como un hombre cruzando puentes en Venecia, escuchando a un sabio cantautor italiano, mientras recuerda una frase de Brodsky: “Nosotros partimos y la belleza permanece”. Ramón ha dejado mucha belleza en este mundo pese a haber relatado horrores sin fin. Gracias por todo, viejo amigo.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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