_
_
_
_
_
Tribuna:Hace 20 años del día en que murió Marilyn Monroe
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Memoria sentimental de una generación de españoles

La herida que la carrera de Marilyn, y su trágico adiós a la vida, ha dejado en nuestras biografías personales e íntimas, cubre una zona sensible que va desde el integrismo católico-cerril de Gabriel Arias Salgado a la esperanza kennedista de la Nueva Frontera. Cuando buceamos en el pozo de nuestra memoria sentimental, descubrimos sin esfuerzo que no hubo una, sino varias Marilyn en nuestras vidas.La primera fue la Marilyn que se nos vendió conjuntamente con la macroscopia polícroma de cinemascope Fox, a comienzos de los años cincuenta, y que tuvo su cristalización en Niágara, un filme que tenía como estrellas a las famosas cataratas y a una rubia que recibía la alternativa estelar de una ilustre antagonista morena, la hoy injustamente olvidada Jean Peters.

Más información
La larga noche del Nembutal

En Niágara Henry Hathaway utilizó la astucia de hacerle caminar sobre tacones muy altos, a los que ella no estaba acostumbrada, y a fotografiarla de espaldas, lo que hizo de los pronunciados vaivenes de su culo una atracción espectacular.

Fue por entonces cuando el sagaz André Bazin escribió que tras el desplazamiento del centro de gravedad erótico en la pantalla del busto al muslo, Marilyn Monroe lo había resituado entre ambos polos.

La Marilyn intelectual

Esta fue la Marilyn que accedió al mercado de la cultura de masas como sex-symbol de consumo. Pero detrás de esta muñeca de lujo para consolación de ensoñaciones eróticas se dibujaba ya una nueva Marilyn, la Marilyn intelectual, amiga de Lee y de Paula Strasberg, discípula del Actor's Studio y esposa del dramaturgo progresista Arthur Miller. Billy Wilder nos hizo atisbar su talento en la autoparodia irónica de la vampiresa que le hizo interpretar en La tentación vive arriba, estrenada muy tardíamente entre nosotros, del mismo modo que Joshua Logan la utilizó como instrumento de desmitificación en Bus stop, dos obras culturalmente legitimadas por su origen teatral. De este modo, aquella chica de la que se decía que nunca llevaba bragas -aunque Wilder le obligó a llevarlas en la famosa escena de las faldas al aire- empezó a ganar un interés y un respeto en nuestras conciencias cinéfagas y mitómanas. Ni las historias acerca de que lo único que se ponía para domir era Chanel número 5 pudieron ya quebrar nuestro respeto sesudo de intelectuales de izquierda hacia ella. Ni siquiera lo pudo el triunfo social y cursi que para ella significó trabajar junto al shakespeariano Laurence Olivier en El príncipe y la corista.

Y luego llegó la tercera metamorfosis, la de la Marilyn devorada por la vida, con siniestras historias de orfandad, hospicios y matrimonios arruinados que la convertían en víctima predestinada que, como el payaso triste que hace re ír al público, vivía de la explotación radiante de su cuerpo y de su talento, en el naufragio de una tragedia personal.

Entonces conocimos aquel sueño suyo en el que, decía, se veía entrando desnuda en la iglesia, o aquella frase lapidaria: "El único hogar que he tenido ha sido mi público". Esa fue la Marilyn de la depresión y de los barbitúricos, la que exasperaba a todos sus directores y a la que se llegó a hacer responsable del infarto que mató a Clark Gable después del rodaje de The misfits. Esta película, necrómana y, testamentaria por muchos motivos, fue traducida en España como Vidas rebeldes, aunque la traducción más correcta fuera Los desplazados o Los desarraigados. La dirigió un outsider como John Huston, y fue una cinta crepuscular para Clark Gable, Montgomery Clift y la estrella, cada vez más sola, más desesperada y más enferma. El desenlace llegó una noche trágica de verano, en forma de un tubo de Nembutal, en ese día terrible que evocó Terenci Moix en El día en que murió Marilyn, un día que significó el final de muchas cosas.

Fue, por ejemplo, el final de un capítulo glorioso del star-system hollywoodiense, final anunciado ya con la muerte de James Dean. A partir de entonces habría actores y actrices a secas, pero no estrellas cinematográficas, salvo las máquinas y efectos especiales convertidos en estrellas -tiburones, robots, terremotos- en la triste década de los años setenta. Fue también el final de una etapa de nuestra difícil educación sentimental, el despertar amargo de una ilusión en la nueva España desarrollista y tecnocrática.

Y fue, por fin, el inicio de un mito próspero, explotado y comercializado a fondo por la industria de la nostalgia, con supuestas confesiones de alcoba, con historias novelescas de amores y desamore secretos, de presuntos asesinato y hasta de rocambolescos complós por parte de CIA contra la vida de Marilyn. Ni siquiera la muerte ha dejado en paz a la estrella que no pudo ser feliz en vida.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_