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Tribuna
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Amigos y conocidos

Ariel Dorfman

Si Ronald Reagan estuviera dispuesto a librar de veras su pregonada campaña contra el terrorismo internacional, quizá el mundo estaría a punto de ver con ojos, probablemente atónitos, al general Augusto Pinochet convertirse en el primer dictador de la historia que recibe de parte de un Gobierno amigo la inédita petición de que él proceda a su propia extradición.Estamos lejos, por cierto, de presenciar ese espectáculo insólito.

Pero si no se divisa la posibilidad de que el hombre fuerte de Santiago tenga que trasladarse a Washington para ser enjuiciado por el asesinato de Orlando Letelier, el exministro de Salvador Allende, y su ayudante Ronni Moffet, que perpetraron los servicios de inteligencia chilenos el 21 de septiembre de 1976, lo que sí puede ocurrir es que el Gobierno norteamericano se vea dentro de poco en la bligación de solicitar que Chile haga entrega del general Manuel Contreras, que fuera jefe de esos servicios, y del coronel Pedro Espinoza, que dirigía su división operativa.

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Sería la segunda vez que el Departamento de Justicia estadounidense lo intentase. Ya en 1978, la Corte Suprema chilena, obsecuente y dócil, había rechazado la extradición, arguyendo que las irrebatibles pruebas que el Buró Federal de Investigación (FBI) había logrado acumular eran insuficientes.

Ese pretexto no les ha de servir más a los sumisos jueces chilenos. Uno de los oficiales originalmente acusados del asesinato, el mayor Armando Fernández Larios, acaba de declarar su culpabilidad en una corte de Washington. Además de implicar a sus dos superiores en la policía secreta, sugirió algo que todos los chilenos sabíamos, pero que todavía no habíamos podido probar: que Pinochet mismo habría dado la orden para que se cometiera el crimen, y que después buscó activamente su encubrimiento.

Ronald Reagan le prometió recientemente a un mundo incrédulo que todo acto de terrorismo contra Estados Unidos recibiría una "rápida y efectiva retribución". He aquí que, por primera vez en su presidencia, están a su alcance algunos terroristas claramente identificables. No los fantasmagóricos enemigos en Oriente Próximo ni violentistas inciertos que merodean por las discotecas de Berlín, sino oficiales que pertenecen a un país con el que Estados Unidos tiene relaciones sumamente amistosas. El Gobierno norteamericano dispone, si lo desea, de métodos persuasivos poderosos para convencer a Chile de que entregue a los asesinos. Puede declarar a Chile una nación que alberga terroristas, con todas las consecuencias que esto significa: el cese de los préstamos multilaterales -con que diversos organismos internacionales han estado manteniendo a flote el desastroso plan económico del general Pinochet, la negativa a garantizar las inversiones privadas norteamericanas en Chile, la ruptura de lazos militares.

No cabe duda de que el Gobierno de Reagan preferiría no tener que imponer sanciones tan drásticas a un país amigo, campeón del anticomunismo. Pero si quiere evitar que los asesinos de Oriando Letelier sigan caminando libremente por las calles de Santiago, tal vez no tenga otra alternativa. En el pasado, cuando trató -en forma vacilante- de persuadir al general Pinochet de que dejara de violar los derechos humanos o que apurara la transición a la democracia, éste hizo caso omiso -con evidente astucia- de las débiles amenazas.

Si Washington no logra, entonces, la extradición de estos dos criminales, el mundo anotará, sin sorpresa, otra muestra más de hipocresía estadounidense. Lo que se está jugando acá, sin embargo, no es principalmente el prestigio internacional, ya bastante menoscabado, del Gobierno norteamericano. Lo que se está jugando es, otra vez más, el futuro de Chile.

Si aquellos oficiales se atrevieron a hacer estallar una devastadora bomba en las calles de la capital, de la nación que fue durante muchos años su único amigo en el mundo, hay que imaginarse el río de inquietudes y aberraciones que ellos mismos y sus colegas han estado desatando sobre los ciudadanos indefensos de mi país en sótanos silenciosos o invisibles barrios marginales. Pese a que han sido centenares los casos (secuestros, torturas, desapariciones, ejecuciones) presentados al poder judicial chileno por valientes abogados que, a su vez, han debido sufrir prisión y destierro, ni un militar ha recibido todavía una condena de violación de derechos humanos.

Que Contreras y Espinoza sean juzgados por un tribunal independiente tiene, por ende, un valor simbólico inapreciable. Sería la primera vez desde la destrucción de la democracia -hace más de 13 años- que los chilenos veríamos a los hombres que han ejercido los poderes de la noche sobre nuestros cuerpos sometidos a algún tipo de justicia superior.

Que tal acto de justicia tenga que llevarse a cabo en una corte extranjera es una vergüenza. Pero qué terremoto moral -para los civiles y, sin duda, para los miembros de las fuerzas armadas- entender que los acusados de un crimen, sean quienes sean, deben responder por sus acciones. Qué lección para nuestro propio poder judicial. Qué maravillosa anticipación, aunque pálida -y lejana, del tipo de sociedad que seguimos empecinadamente soñando para mañana, para el más cercano amanecer. El milagro de un país en que los gobernantes no estén más allá de la ley.

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