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La última muchacha de voz cascada

Hacia finales de los años sesenta comenzó rostro a rostro a extinguirse un conjunto de excepcionales intérpretes españoles formados sin escuela, a la antigua, sobre las huellas de sus padres en el polvo de las tarimas del teatro anterior a la guerra civil.Pasada ésta, casi todos ellos se incorporaron como segundones -sus arrugas no les dejaban ocupar las cabeceras de los repartos- a la pantalla y en ella conformaron el más asombroso patrimonio del cine español de todos los tiempos- cuya cumbre ocurrió en los años cincuenta, en películas dirigidas por Buñuel, Sáenz de Heredia, Berlanga, Ferreri, Nieves Conde, Bardem, Forqué, Gil, Del Amo, Orduña, Mur Oti y muchos más que íncorporaron a sus imágenes un entramado de repartos insuperable, alimentado por la cantera de ese genial colectivo de viejos cómicos de donde fue extraído.

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Tres de los últimos rostros de esta incomparable galería de artistas acaban de irse: hace no mucho Félix Dafauce con 90 años, hace unas semanas Rafaela Aparicio también con 90 y el otro día Aurora Redondo con 96. No sólo el viejo serrín de nuestro teatro se acaba con ellos, sino también el signo más vigoroso e inconfundible de la identidad de nuestro cine, que encarnan, junto a ellos, otros pequeños gigantes como Antonio Vico, Lepe, José Isbert, Erasmo Pascual, Heredia, Rafael López Somoza, Alberto Romea, Manolo Morán, Raúl Cancio, Marco Davó, Juan Calvo, las hermanas Caba Alba y Muñoz Sampedro, Félix Fernández, José Orjas, Valeriano León, Tomás Blanco, Francisco Pierrá, Juan Espantaleón, Manuel Luna, Miguel Ligero, Joaquín Roa, Manuel Dicenta y decenas de ingenios no inferiores, cada uno inmitable espejo de un ángulo del rostro, del habla y de los comportamientos de eso tan vago y no obstante, a través de ellos, tan vivo y preciso que decimos ser o proceder de aquí.

Contemplar ahora el dúo de viejos españoles republicanos exiliados en París, que crearon Aurora Redondo y López Somoza en Ninette y un señor de Murcia, es más que ver una divertida y perfectamente hecha película interpretada por dos aristócratas de su oficio. Es asistir por dentro y en vivo a una de las raíces y angulaciones del rostro de nuestra identidad colectiva. Aurora Redondo, como muchos de aquellos enormes artistas de su tiempo (que sigue en esencia siendo éste) a los que sobrevivió, es una artista de talla descomunal, una vértebra de esa escuela sin aulas que alguien llamó de las voces cascadas, que es indispensable rescatar del olvido, la indiferencia y el menosprecio, porque probablemente dice acerca de quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos, más que todos los tratados de historia de este siglo.

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