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Tribuna
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El emperador ecléctico

Cuando Gianni Versace se empezó a soltar la melena -es un decir- en sus diseños propios a fines de los años 70, no mucha gente confiaba en él, pues era el tiempo del apogeo de otras tendencias menos alegres, Armani en cabeza.Tenía arrojo el calabrés, y cierta inspiración para los revival (le venía de su pasión por los tiempos de Tiberio y más cercanamente por el cine y las estrellas glamourosas de los años 50), pero no siempre los adjetivos de la mordaz crítica especializada le eran elogiosos.

La perseverancia y una clara creencia en sí mismo le dieron esa voluntad de estilo que se hizo sello e identidad. Con el paso del tiempo, los que le negaban le compraron hasta las bragas y, finalmente, los réditos le permitieron a él mismo comprarse el local más grande (la antigua casa Ricordi) al principio de la calle Montenapoleone en Milán, donde colocó -sueño del emigrante del sur- su anagrama imperial con letras romanas junto al color teja de Missoni y al gris perla de Valentino, paradigmas de otras formas del poder en la alta costura.

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Versace se basó siempre en el impacto, el color, la sorpresa y un negarse a sí mismo con humor colección tras colección, un ejercicio que iba desde los pañuelos hasta los colores pastel para las horas más serias, y últimamente desde los edredones millonarios hasta las vajillas que imitaban taraceas en la más fina porcelana.

Arquitectura en rosa

Sus tiendas, siempre diseñadas desde hace años por los prestigiosos arquitectos milaneses Lorenzo y Carmelini, no rechazaban las balaustradas de oro nuevo y el mármol rosa, el neón y los muebles neoimperio. Era parte de un estilo con bulla de dólares alrededor, una manera agresiva de que se notara el lujo y quizá el elemento que las conciencias más estilizadas de la alta moda rechazaban de la estética versaciana.Todo ese flujo de rosa y celeste le llevó a adorar Miami, donde encontró su Gólgota, y a crear sus líneas de básico y vaquera donde no faltaba ruptura junto a una sofisticación de nuevo cuño, guiño que se expresaba tan bien al hacer-convivir esos emblemas mercuriales, grecas y arabescos grutescos con el látex, la tela vaquera o las más provocativas licras apretando músculo y caderas.

Así revivió las camisas de palmeras para los chicos, inolvidables, y así soñaba con el teatro de la vida, en esos colores solares. Precisamente, Gianni Versace adoraba el teatro y lo cultivó con éxito. Hizo óperas en La Scala y varios ballets con William Forsythe y Maurice Béjart, el último, Bel canto, una follia de esplendor finisecular.

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