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Un frío manipulador que ha perdido todas las guerras

Pasará a la historia, sin duda, Slobodan Milosevic, aunque todos los que le conocen consideran que eso le importa bien poco. Lo que suceda o se piense cuando él ya no pueda utilizar hechos y pensamientos le trae al parecer sin cuidado. Como tampoco le preocupa lo que piensen de él en vida. No tiene mayor necesidad de ser querido, ni por su pueblo ni por el exterior. Las emociones son un instrumento que sabe utilizar, que entiende, pero que no le afectan.Es posiblemente el menos sentimental de los gobernantes desde Stalin. Y un increíble prestidigitador a la hora de burlar a la derrota. Es un maestro de la supervivencia. Algunos intentan descalificarlo como comunista o ultranacionalista o incluso iluminado panserbio o paneslavo. Se equivocan. Piensa de forma mucho más prosaica. En realidad, no tiene ideología y el único concepto inmutable que le guía es el instinto de poder. Por el poder, desnudo en realidad de todo objetivo que no sea preservarse, es capaz de matar, cambiar radicalmente su mensaje, ordenar genocidios o enviar a la miseria y a la derrota militar a su propio pueblo.

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Este hombre es, más posiblemente que otros sátrapas de este siglo, más que otros hombres de poder y sin pasión, un fascinante objeto de estudio. Su padre se suicidó cuando él tenia 21 años. Su madre hizo lo mismo 11 años después. También se suicidó su tío, un general del ejército yugoslavo. Los que esperaban que él algún día imitara a sus padres han de reconocer ya que hay pocas probabilidades de que lo haga.

Porque si algo ha demostrado Milosevic es una inaudita capacidad de supervivencia. El balance de los 12 años que lleva en el poder es tan catastrófico, en la paz como en la guerra, que es difícil creer que nadie pudiera sobrevivirlo políticamente. Pero ahí sigue. Diez años después de caer el muro de Berlín. Sin oposición. Como líder indiscutido del viejo aparato del Estado y del partido comunista de Serbia, reconvertido en un régimen de retórica nacionalista, gestión paleocomunista y explotación mafiosa.

Su llegada al poder ya fue un indicio de su carácter. En un golpe de mano liquidó en mayo de 1989 a quien había sido su íntimo amigo y mentor en el partido, Iván Stambolic. Con una ofensiva propagandística implacable contra la persona a la que debía todo llegó a la presidencia de Serbia.

Viendo como caían uno tras otro los regímenes comunistas en el Este de Europa, reconoció la necesidad de una ideología sustitutoria para garantizar la supervivencia del aparato del Estado y del partido y recurrió al nacionalismo. En aquel Estado plurinacional y federal, la ofensiva de Milosevic en favor de los derechos de los serbios, supuestamente ignorados por Tito, pronto se convirtió en una virulenta campaña en favor de la hegemonía étnica de este pueblo en toda Yugoslavia. El 28 de junio de 1989 se cumplía el 600º aniversario de la batalla de Kosovo Polje en la que el zar serbio Lazar sucumbió ante las tropas otomanas. Milosevic conoció aquel día a cerca de un millón de serbios en el escenario de la batalla y les dijo que "jamás nadie os volverá a tocar". Los serbios tenían que ser los dueños de Kosovo aunque, por la emigración de los serbios y la alta natalidad de los albaneses, aquella provincia autónoma tenía ya una población albanesa del 90%. Entonces se abolió la autonomía de Kosovo y de paso la de la Vojvodina, con una importante minoría húngara. Y Milosevic organizó en Montenegro una oleada de manifestaciones que llevaron allí al poder a hombres de su obediencia.

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Con los cuatro votos de Serbia, Kosovo, Vojvodina y Montenegro en sus manos, Milosevic bloqueó la presidencia federal, impidió la rotación en la presidencia y de hecho dinamitó la federación. Así, con su exigencia de hegemonía racial serbia, Milosevic provocó el movimiento secesionista y se convirtió en el verdugo de Yugoslavia. Después comenzaron las guerras, primero en Eslovenia, muy breve; después en Croacia, ya muy cruenta, y después, atroz, la de Bosnia. Milosevic depuró el ejército del elemento yugoslavista en favor del serbio y quiso hacer una Gran Serbia, desde la frontera griega hasta muy cerca de Zagreb.

Hubo momentos en 1992 en que parecía capaz de lograrlo. Pero ahora, siete años después, está claro que ha perdido todas las guerras y que va a perder también Kosovo. En 1989 lo celebraban como el adalid de la causa, el que haría de Serbia un gran país, en el que todos los serbios vivirían en esa bucólica sociedad de armonía que los nacionalismos tienen como mito, expulsado los perversos foráneos y los impuros. Hoy es difícil negar que Milosevic se ha convertido en una maldición para el pueblo serbio, férreamente controlado por el aparato e intoxicado sistemáticamente por su propaganda. Como sucedió con Hitler en Alemania, el pueblo lo siguió como a un mesías. Y él los llevó al abismo.

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