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Tribuna
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El gran misterio de sus silencios

Ha muerto un gran conversador, un hombre erudito y brillante, que fascinaba a sus interlocutores. Mimaba la palabra, rindió culto al coloquio y también al soliloquio. Daba la impresión de haber conseguido en la vida casi todo lo que se había propuesto. Los que tuvimos la ocasión de tratarle más de cerca, le notamos siempre insatisfecho, también de sí mismo. Sería demasiado simple atribuir esta lucha consigo mismo al orgullo, que también lo tenía. Jesús llevaba dentro otro ser extraño a sí mismo con el que nunca hizo las paces. Esta situación provocaba en mi ánimo mayor curiosidad y deseo de ayudarle.

Por eso preferiría trasladar a estas notas no sólo el llanto y el recuerdo por la ausencia de un amigo, sino los rasgos de aquel conflicto que nunca pudimos vivir juntos, tal vez por su pudor natural o porque el grado de confianza no llegó nunca a desvelar tanta intimidad.

Elegía él solo y en cada circunstancia a sus amigos. No permitía la más mínima invasión en el ámbito personal

Conozco su biografía y he tratado de confirmar algunos datos con los que más le conocieron en su juventud. Pero siempre me tendré que mover en la incertidumbre de su apariencia exterior. Elegía él solo y en cada circunstancia a sus amigos. No permitía la más mínima invasión en el ámbito de su esfera personal. Esto explica en gran parte que diera a la amistad un carácter temporal. Se comunicaba por teléfono sólo con quien él quería. Se ha llevado a la tumba el gran misterio de sus silencios y de sus desentendimientos. Algún duende extraño actuaba en esas relaciones. No pocos tuvieron la impresión de que, después de meses y aun de años de diaria comunicación telefónica, cortaba sin que mediara el menor incidente.

Me interesa dejar bien claro que Jesús no fue jesuita, ni pretendió serlo, como se ha dicho con demasiada frecuencia. Llegó al seminario de Comillas con auténtico sentido religioso y vocación de sacerdote secular, después de acabar brillantemente el bachillerato en los Hermanos de La Salle en Santander. El escritor y pensador santanderino Francisco Pérez le ayudó a subir el monte de la Cardosa. Allí le reconocieron los estudios realizados y sólo tuvo que dedicar un año a las humanidades que figuraban en el curriculum normal. Es posible que de haber cursado estos estudios, tan típicos del método jesuítico, y en los tiempos del padre Alonso Schökel, no hubiera tenido que sentir después la sequedad de su pluma. Por un exagerado perfeccionismo, no logró dejarnos en papel impreso la riqueza de su pensamiento. En su bagaje espiritual había demostrado una auténtica inquietud religiosa y una erudición nada común, ya que para entonces se expresaba bien en francés y había ya dado sus primeros pasos en la lengua alemana, que luego llegó a dominar a la perfección.

Al año siguiente comenzaba los estudios de licenciatura de Filosofía. Sus amigos de entonces fueron Antonio Dorado, actual obispo de Málaga; Ignacio Escribano, hoy profesor emérito de una universidad alemana, y Celso Montero, después senador por la provincia de Ourense en la democracia. Comillas le tuvo que parecer enseguida pequeña para sus inquietudes intelectuales. La paciencia se colmó por ambas partes cuando un día engrosó el pequeño grupo que abandonó ostensiblemente la capilla como señal de protesta por las diatribas que el padre prefecto de filósofos estaba lanzando contra pensadores como Ortega, Unamuno y Aranguren. Aquella demostración fue juzgada como rebelión intolerable. Le permitieron terminar la licenciatura de Filosofía, que había cursado con notas máximas, y él por su cuenta decidió continuar los estudios eclesiásticos en Múnich, pues para entonces ya se manejaba bien en alemán.

Encontró una plaza en el Georgiano, colegio mayor dirigido por el liturgista Pascher. Entabló amistad enseguida con el teólogo Schöngen, el director de la tesis de Ratzinger, quien debió contagiarle su conocimiento y entusiasmo por Goethe. Allí comenzó su hipotética tesis doctoral sobre Occam, que no terminaría nunca. Se ordenó allí de sacerdote y después celebró su primera misa en la iglesia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en Madrid. Fue el martes de Pentecostés de 1961. Se rodeó de sus mejores amigos: actuaron como padrinos Sebastián Martín Retortillo, que le había ayudado generosamente en Múnich, y la viuda de Álvarez de Miranda. Entre los invitados predominaban los intelectuales: Lilí Álvarez, Aranguren, Pablo Beltrán de Heredia, Julio Cerón, Pedro Laín, Julián Marías, Pancho Pérez, Luis Maldonado, Federico Sopeña, etcétera. Paco Pérez, su gran amigo de Santander, pronunció un gran sermón, al estilo de entonces, que mantengo impreso. El orador describió con precisión la extrañeza espiritual, dentro del mundo clerical, que experimentábamos todos los que en aquel momento habíamos cursado nuestros estudios eclesiásticos en el extranjero.

Federico Sopeña le acogería en la parroquia universitaria de Santo Tomás, alojada en los locales del Museo de América, dentro del campus universitario. Allí hizo sus primeras armas sacerdotales y empezó a llamar la atención por sus homilías críticas, concisas y brillantes, donde intentaba abrir nuevos caminos cristianos no permitidos por la censura franquista.

De la mano de Pancho Pérez entró a formar parte del equipo directivo de la editorial Taurus. Él mismo emprendió la trascendental tarea de trasladar las obras de Karl Rahner al español. Llenaron una decena de tomos. También hicieron mucho bien los cuadernos Tiempos de Concilio, escritos por teólogos y ensayistas difusores de la nueva doctrina conciliar. En esa época introduce asimismo en el mundo intelectual español algunos trabajos y ensayos de la Escuela de Francfort, empezando por Adorno. Sus amigos, los que conectaban con su inquietud intelectual, le visitábamos con frecuencia en su despacho de la plaza del Marqués de Salamanca. Él había participado intensamente en la vida del colegio César Carlos; allí trabó amistad con algunos de los futuros promotores de la democracia: Pío Cabanillas, Jaime García Añoveros, Raúl Morodo, Elías Díaz, Matías Cortés, etcétera. Yo me incorporé a las tertulias que celebraba en su piso de la colonia de El Viso en la segunda mitad de los sesenta. Aunque me ocupaba del Secretariado Nacional de Liturgia, puse especial empeño en mantener la amistad con todo este grupo, que enriquecía mis puntos de vista. Todos me ayudaron a completar la visión abstracta que yo traía de Francfort, Roma y París y a orientar mis primeros pasos en aquel Madrid tan movido y complejo.

Jesús moderó el simposio de presentación de la recién nacida revista internacional Concilium, donde lució su conocimiento de la teología y el dominio de la lengua alemana. En 1974, el Instituto Fe y Secularidad organizó en el Instituto Alemán de Madrid unas conferencias en las que intervinieron J. Gómez Caffarena, A. Álvarez Bolado, J. Moltmann, J. B. Metz y K. Rahner. Se pretendía dar a conocer y discutir los nuevos planteamientos de la teología política, que el Gobierno de Carrero veía como filtración marxista. Rahner trató de hacernos ver la poca influencia que el pequeño grupo de teólogos allí reunidos íbamos a tener en la estructura de la Iglesia española. Ese mismo año, la editorial Taurus presentaba las obras de Julián Besteiro y Jesús consiguió que interviniera por primera vez en público Felipe González. En esta época, Jesús me presentó a Manuel Azcárate y a Fernando Claudín, que me prepararon una entrevista con Felipe González.

En el segundo Gobierno de la Monarquía, Pío Cabanillas le nombró director general de Música. A partir de ese momento cambia totalmente el escenario de Aguirre. Sus amigos teólogos, según me han contado ellos, le pierden de vista. Se dedica casi exclusivamente a los problemas de las orquestas estatales, especialmente a la Nacional. Consigue traer a Madrid a famosos directores extranjeros. Participó activamente en la fundación del diario EL PAÍS, aunque se aprovechó poco de sus páginas.

Un día me llamó por teléfono para informarme de su próximo matrimonio con Cayetana de Alba, noticia que ya había aparecido como rumor en algún periódico. Aparte de mi enorme sorpresa, le advertí que antes tenía que incoar el expediente de secularización. Me pidió por favor que me encargara de ello y la cosa se pudo solucionar con cierta celeridad. Seguí visitándole en el palacio de Liria. Ya era otra persona distinta. Asumió con entusiasmo su nuevo papel, pero abandonó a los amigos de su juventud. Dejó también pronto la Dirección General de Música. Daba la impresión de que vivía para Cayetana; se entregó a la gestión del patrimonio y a conocer el riquísimo archivo de la casa ducal. Las dos academias, de la Lengua y Bellas Artes, dieron lustre a su presencia social.

Me temo que todo esto contribuyó a aumentar su soledad interior. Incluso agravó su conflicto intelectual. Utilizaba las primeras horas de la mañana para llamar por teléfono a sus amigos. Teníamos la impresión de que se había encerrado en los palacios de Liria y Dueñas y de que su vida giraba en torno a la duquesa. Más de uno cree que su quiebra con la libertad de que había disfrutado antes como intelectual fue la causa de su distanciamiento y de que hiciera almoneda de su riqueza espiritual.

José María Martín Patino es presidente de la Fundación Encuentro.

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