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La justicia tiene un precio

Factores como dinero y raza y los errores con inocentes avivan el debate sobre la pena capital

La línea que separa la muerte de la libertad en Estados Unidos se llama, en un alarmante número de casos, dinero; en otros, raza, y en muchos, incompetencia. Joaquín José Martínez es hoy testigo de esa realidad, porque estuvo a punto de ser víctima.

La buena noticia es que cada vez hay más señales de que la sociedad norteamericana se está replanteando la pena de muerte, no sólo por cuestiones de moralidad, sino sobre todo de eficacia, que es al fin y al cabo la gran obsesión nacional. Los grupos en contra están ganando adeptos con el argumento de que es un castigo costoso, no detiene el crimen y conlleva el riesgo de ejecutar a inocentes. Esta semana, por ejemplo, Tejas ha aprobado una ley para facilitar pruebas de ADN a los condenados e incluso puede convertirse en el Estado número 14 en prohibir las ejecuciones de retrasados mentales, algo que ya acaba de hacer Florida, el otro Estado con un nutrido e infame historial de pena de muerte.

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Aunque desde la óptica europea el que un 68% de la población esté a favor de la pena de muerte es una cifra muy elevada, en EE UU era impensable hace tan sólo una década. Las revelaciones, gracias a las pruebas de ADN, de que decenas de inocentes han sido condenados a muerte y de que cada ejecutado cuesta alrededor de 3,2 millones de dólares están cambiado la ecuación. El ciudadano medio sigue creyendo que es un castigo válido, pero quiere que se aplique con rigor y sin que le aumenten los impuestos para financiarlo.

La justicia ha olvidado a muchos inocentes, según un informe del Centro Nacional sobre la Pena de Muerte que, tras revisar todos los procesos, concluye que en un 4,5% de los casos los tribunales estadounidenses condenan a muerte a inocentes. Ése fue el destino, entre otros, de Roger Keith Coleman y Leonel Herrera, ejecutados en 1992 y 1993 en Virginia y Tejas, respectivamente. Ahora figuran en las estadísticas penales como 'posibles ejecuciones erróneas'. Otro factor que está agitando la conciencia colectiva es la desproporción de condenados de raza negra y otras minorías, especialmente hispanos. También esta semana un grupo de organizaciones religiosas y de derechos civiles le han pedido al presidente George W. Bush que detenga las ejecuciones en las prisiones federales hasta que se explique por qué un 74% de los condenados en todo el país pertenece a minorías. (La disparidad en las prisiones estatales es menor, entre un 52% y un 60%).

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Aunque Bush no se ha pronunciado, su Administración negó ayer que existiera tal desproporción, pero él es un claro partidario de la pena de muerte. Durante su mandato como gobernador de Tejas se ejecutó a 154 personas en ese Estado (seis de ellas retrasados mentales), el mayor récord de la historia de EE UU. En cambio, el gobernador de Illinois, George Ryan, suspendió el año pasado las ejecuciones hasta verificar que fueron juzgados con garantías procesales.

Incluso el Colegio Nacional de Abogados ha pedido que se paren las ejecuciones hasta que no se logre 'reconciliar la justicia con la política'. Es un ataque directo a los dividendos que los políticos tratan de sacar con el castigo al crimen, a pesar de que la tasa de criminalidad no ha bajado desde que se restauró la pena capital en 1976. Entonces era de un 8,8% y la última cifra disponible del FBI es de 7,6%. Desde 1976 se han ejecutado 4.400 reos y actualmente hay 3.600 en lista de espera, pero a pesar de la corriente en contra de la pena capital, no hay indicios de que se vaya a derogar en un futuro cercano, sólo de que se aplicará más escrupulosamente.

El escritor Michael Manville ha resumido así la maquinaria de la muerte: 'Cuando a Bush le preguntaron los reporteros por la petición de clemencia de Carla Faye Tucker, se rió. Raramente conceden clemencia los gobernantes, porque los condenados son políticamente más valiosos como objetos de miedo que como seres humanos. Como seres humanos suponen un dilema moral, mientras que como objetos de miedo nos pueden unir en el odio. Son un escalón para trepar de los reyezuelos cínicos, una fuente más de diversión para los vástagos sin cerebro que se creen dueños de América'.

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