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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

'Trepas' anacrónicos

La condición del trepador, el arribista, el cortesano sin escrúpulos, el ambicioso o el intrigante, por poner algunas de las personalidades retratadas en este libro, suele ser una investidura que se detecta en la conducta de los demás, pero nunca se asume como condición propia. Nadie en su sano juicio dice: 'Me presento: soy un canalla' o 'soy un perverso polimorfo profesional' o 'lo mío es ganar prestigio a costa de los demás', eso sólo ocurre en las películas de Tarantino o de Almodóvar, donde es común encontrar siempre algún protagonista que hace gala de cierto cinismo estetizado, algo que a estos directores les encanta hacer pasar por el espíritu o la moral imperante en nuestra época. Normalmente, nadie se comporta así. No conozco a nadie que piense y hable de sí mismo como un trepador, un adulón o un maniobrero, sino que todo el mundo se ve como un individuo con ambiciones legítimas y con una meta clara en la vida, una persona trabajadora y entusiasta, un tipo de buen llevar, si acaso, con una envidiable capacidad para la diplomacia y las buenas maneras y una excelente disposición hacia los demás. De modo que no se alcanza a ver cuál es el target, como diría un publicitario, de este libelo. Uno no se prepara ni estudia para medrar. Simplemente medra. Y, por otro lado, casi nadie tiene vocación de emular a la célebre Eva Harrington de Mankiewicz, y no obstante, todo el mundo se siente rodeado de arribistas sin escrúpulos y a merced de los trepas. Ocurre un poco como con los pijos o los horteras, que -según afirma un amigo mío, algo desengañado él- siempre son los otros.

EL ARTE DE MEDRAR

Maurice Joly Traducción de Nuria Petit i Fontseré Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2002 320 páginas. 17,50 euros

Por otra parte, el trepador

conoce de sobra su oficio, sabe tejer una artimaña para ganarse un favor y esquivar los pleitos, ha aprendido a calumniar y medrar sembrando la insidia, así que no tiene nada que aprender de las habilidades de sus adversarios o competidores leyendo un libro como éste, donde se describen con todo detalle sus bajezas; y, por lo demás, nunca se reconocerá en las críticas o en la denuncia de semejante comportamiento.

Por lo demás, este El arte de medrar parece la versión resentida de un manual tipo Harvard Business School, uno de esos libros que lleva por título: Liderazgo o Cómo triunfar en los negocios. Pero un trepador inteligente optará siempre por el modelo Harvard, dado que la diferencia que separa la ácida ironía de Joly de las trivialidades de los profesores de Harvard es tan sólo de unos pocos signos, y el hálito 'moral' que reporta la lectura del vademécum estilo escuela de negocios/ciencia política/management es reconfortante; lo que este libro no es.

¿Cuál puede ser el interés

de este panfleto?: que nos presenta una feroz y agriada crítica de costumbres, salida de la pluma de un conocido escritor de libelos de mediados del siglo XIX, y en la que se traza un retrato muy aproximado y muy pesimista de la política, las relaciones sociales y los valores de una época. Pero no parece que la Francia de Napoleón III, tan cortesana, tan burguesa y estamentaria, se parezca mucho al mundo meritocrático, curricular y horizontalizado en que vivimos, por mucho que los trepadores y cortesanos de antaño sean los mismos que pululan en todas las instituciones y todas las empresas de nuestra sociedad. De modo que este libelo, en la medida en que habla de una manera de convivir, o de prosperar o de hacer política de hace doscientos años, resulta un tanto anacrónico. Y, en lo que tiene de intemporal, cuando se trata de compendiar el arte de medrar, carece de todo brillo literario.

En el plano de la crítica de costumbres, como en tantos otros aspectos, el lector encontrará mucha más sabiduría en la literatura de ficción que, justamente en este terreno, es insuperable. Cuando se quiera saber lo que es en verdad medrar, nada sustituirá los artificios barrocos de los Sueños o del Buscón del moralmente abominable Francisco de Quevedo, el Bel Ami de Maupassant, o las apasionantes aventuras del trepador Julien Sorel en El Rojo y el Negro, de Stendhal.

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