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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La voz de los sin voz en Rusia

En febrero de 2001, Anna Politkovskaya, reportera del bisemanal ruso Novaya Gazeta, viajó por enésima vez a Chechenia, a las entrañas de la guerra. En la zona montañosa de Vedenó recogió testimonios escalofriantes de los excesos cometidos por las tropas rusas. Fue detenida unos días por los militares, pero vivió para contarlo, una suerte que no compartieron algunos chechenos a los que entrevistó, asesinados tal vez por no guardar silencio. "¿Podré vivir con esta carga?", se preguntó.

Su medicina para lograrlo ha sido perseverar en un periodismo de denuncia siempre sostenido en la voz de las víctimas, difícil de escuchar en una Rusia en la que se tapa la disidencia, aplastada por un pensamiento único propagado gracias al control casi absoluto desde el Kremlin de los grandes medios de comunicación. Su último libro, La Rusia de Putin, es quizá la mejor prueba de ello. Se trata de una denuncia implacable de la filosofía del poder que hace emanar desde el Kremlin Vladímir Vladímirovich Putin, un antiguo teniente coronel del KGB convertido en zar constitucional por la utilización abrumadora de todos los recursos del aparato del poder.

LA RUSIA DE PUTIN

Anna Politkovskaya

Traducción de Elvira de Juan

Debate. Barcelona, 2005

307 páginas. 18,50 euros

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Anna Politkovskaya no es-

conde su aversión a Putin y a lo que está haciendo con su país. Lo compara con Akaki Akakievich (el protagonista de El capote, de Gógol); lo califica de mezquino y vengativo; lo acusa de espiar a su pueblo, de ignorar sus necesidades y de burlarse de la justicia. Y lo presenta como la consecuencia natural de una deriva de los últimos líderes soviéticos y rusos: "Bréznev era una figura desagradable y Andrópov era sanguinario, aunque se ocultaba tras cierto barniz burocrático. Chernenko era sencillamente tonto y Gorbachov no llegó a gustar a los rusos. Yeltsin a veces nos obligaba a preguntarnos adónde nos iban a conducir sus andanzas. Con Putin hemos llegado a la apoteosis". Y, ante su segunda toma de posesión, escribía: "Un fisgón del KGB, alguien que ni siquiera en su calidad de tal causó demasiada impresión, se pavoneará en el Kremlin como antaño lo hizo Lenin. Ésa será su venganza".

En los últimos años, Anna

Politkovskaya ha conseguido que su voz se oiga más allá de las fronteras de Rusia. La verdad sobre la guerra ganó en 2003 el premio europeo Ulises. Ese mismo año, la OSCE premió su labor en apoyo de los derechos humanos y la libertad de los medios de comunicación. El año pasado obtuvo el Vázquez Montalbán por sus obras sobre Chechenia.

Esta periodista que no se considera analista política, que se define como "un ser humano entre muchos, un rostro entre la multitud", está empezando a ser considerada en Occidente como una referencia, una voz a la que merece la pena escuchar, la voz de los sin voz. En La Rusia de Putin hablan las madres de los soldados muertos por la brutalidad de sus mandos y militares que malviven con pagas y raciones miserables pese a tener a su cargo piezas esenciales del pavoroso arsenal nuclear heredado del imperio soviético. Se relatan casos de chechenos perseguidos por el simple hecho de serlo o dejados morir en los hospitales tras el asalto de un comando terrorista en 2002 al teatro moscovita Dubrovka. Se revelan los errores cometidos en la gestión de la crisis que terminó en matanza el año pasado en una escuela de Beslán (Osetia del Norte). Se recogen "historias de provincias" que reflejan la inusitada extensión de la corrupción y otras sobre cómo el doble rasero deja impunes a torturadores y asesinos del bando correcto y convierte en culpables a inocentes del bando equivocado.

Un relato tras otro van conformando un fresco de la realidad rusa del que, más allá del objetivo denunciador, se desprende que, hoy como ayer, en tiempos de Putin como en tiempos de Pedro el Grande o de Stalin, nada es casual y que todo está al servicio de un objetivo único: controlar el poder.

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