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COLUMNISTAS

La hora de la venganza

Javier Cercas

La hora de la venganza

Por Javier Cercas

Como de joven uno suele ser un iluso, no es infrecuente que imagine (o decida) llegar a viejo sin haber tenido un solo enemigo, porque sabe que la vida es breve e intuye que atesorar enemigos es una labor casi excluyente, que impide disfrutar de los amigos. Eso suponiendo que uno haya gozado de una infancia y una juventud razonablemente felices. Algunos no son tan afortunados. Ahora se habla mucho del bulling, del acoso escolar. A ciertos devotos borreguiles de la incorrección política, esto les da mucha risa; a mí no me da ninguna. Como es obvio, no se trata de un fenómeno nuevo, sino de algo tan antiguo como el odio, sólo que antes no se le llamaba acoso y los acosadores recibían, de forma muy apropiada, el nombre de matones, o simplemente de canallas. Un poema de Luis Antonio de Villena cuenta la historia de un niño que durante seis años es humillado a diario por sus compañeros de colegio, humillado y ofendido y perseguido y golpeado e insultado. A diario. Todos hemos visto o conocido u oído hablar de niños así. Un día se marchaban en silencio del colegio, desaparecían para siempre, perdidos en la ruina de un futuro sin futuro. El niño de Villena tiene más suerte. Muchos años después, convertido a golpe de orgullo en un hombre de poder o prestigio, uno de los matones se acerca a saludarlo en un cóctel. "No te conozco", le dice al matón el niño (no el hombre que ahora usurpa su nombre). "No sé quién eres".

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Es así: tarde o temprano, uno acaba aceptando a la fuerza que, por mucho que se lo haya propuesto, los matones no van a permitir que su vida transcurra sin obligarle a conocer el odio. Se trata de un momento deslumbrante: el momento en que uno descubre que tiene enemigos y que, aunque nunca hubiera querido tenerlos (o al menos hubiera querido poder elegirlos), ellos no quieren dejar de tenerlo a él, que es el elegido; es el momento exacto en que el joven iluso descubre que es un hombre. Uno desconoce a menudo por qué esos hombres han decidido ser sus enemigos, por qué lo odian, por qué incluso, dadas las circunstancias propicias -y la historia nunca ahorra en circunstancias propicias-, no vacilarían en matarlo; los conoce: conoce sus nombres, el tacto de sus manos, la falsedad de sus sonrisas y, aunque a menudo pretende ignorar su odio, porque no siempre el coraje alcanza para convivir con la verdad, nunca consigue olvidar del todo que siguen ahí, impávidos, aguardando su hora. Y es entonces cuando uno tiene que tomar decisiones sin retorno. La principal de ellas consiste en prohibirse a toda costa odiar a los enemigos: primero, porque el odio (lo dijo Michael Corleone) no nos permite juzgarlos, lo que nos deja inermes; y segundo, porque el odio a menudo propicia la peor pesadilla: acabar pareciéndonos a ellos. Para entonces, uno ya ha advertido que hay matones en todas partes, absolutamente en todas; para entonces ya ha advertido que algunos matones se arrepienten de su pasado. Martin Amis es un novelista admirable; también un crítico extraordinario, lo cual no le ha impedido ejercer con asiduidad de matón. Amis practicó en su juventud un reseñismo insultante que le granjeó, como es habitual en sociedades literarias cobardes, un gran prestigio: no sólo insultaba a autores que no le gustaban, sino también, según feroz confesión propia, a quienes admiraba o envidiaba o estaban enemistados con él, o incluso a quienes temía que le influyeran; años más tarde, acosado por matones de su misma calaña, o por la lucidez, entonó el mea culpa: en su último libro de ensayos sostiene que "disfrutar insultando es una perversión juvenil del ansia de poder", y se pregunta por qué ese espectáculo resulta tan indigno: "Porque es dar gato por liebre", se responde. En una entrevista reciente declaró, casi implorante: "Cuando atacas a un escritor le estás quitando a sus niños la comida de la boca, porque todo lo que posee es su confianza en sí mismo". Puede que lo anterior constituya una forma más o menos venial de chantaje, pero lo que es seguro es que, si vale para un escritor, vale también para cualquier otra persona.

Hasta que llega la hora de la venganza. No a todo el mundo le llega. Convertido en adulto afortunado, al niño infeliz de Villena le llega. La suya es, en el fondo, una venganza generosa; hoy quiero fantasear para él, como si yo fuera Michael Corleone, una venganza más cruel, menos benévola, más perfecta. El matón se le acerca en el cóctel; el adulto (no el niño que fue) le sonríe, le estrecha la mano mendicante: "Claro que te conozco", dice, con un orgullo helado. "Claro que sé quién eres". Luego le ofrece una amistad que de niño el matón nunca soñó en concederle. Luego usa su poder o su prestigio para ayudarle en su vida de mierda, lo humilla haciéndose acreedor de su gratitud e incluso su afecto, le obliga sin palabras a comprender la abyección sin confines de su antiguo odio. Luego, uno por uno, busca a los demás canallas de su infancia y, borracho de soberbia, les da de comer en su mano. Y un día, con una salvaje sensación de triunfo y sin derramar una sola lágrima por el niño que ni un solo minuto de su vida ha dejado de aullar en su interior como una bestia herida, comprende que, aunque nunca le permitieron ser un niño ni un joven ni un adulto iluso y feliz, ha llegado a viejo sin un solo enemigo. Y luego ya se muere.

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