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Caudal de celuloide

Ha sido el sueño de muchos, la tentación de no pocos. Pero llevar al cine Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, cumple hasta ahora con la máxima de que es imposible adaptarla. No es fácil, en general, trasladar al cine el mundo de realismo mágico de García Márquez. El mexicano Arturo Ripstein se encuentra entre los pocos que han acertado con su versión minimalista de El coronel no tiene quien le escriba (1999), con Marisa Paredes y Fernando Luján, aunque el italiano Francesco Rosi se deslizó con su lectura cinematográfica de Crónica de una muerte anunciada (1987), con Ornella Mutti y Ruppert Everett. Quizá por eso se espera con tanta expectación estos días El amor en los tiempos del cólera, que ha dirigido en Hollywood el usualmente eficaz Mike Newell, con Javier Bardem como protagonista.

Rica como es, la literatura colombiana ha encontrado mejores y peores versiones para el cine en producciones no siempre colombianas. Mexicana era la de María, de Jorge Isaacs, por parte de Tito Davison (1972), que marcó el debut en el cine de Taryn Power, la hija de Tyrone; pero colombiana era la de Cóndores no entierran todos los días (Francisco Norden, 1984), un clásico del cine colombiano, levantado a partir de la novela homónima de Gustavo Álvarez Gardeazábal, que se aproxima a los horrores de la violencia desatada a partir de 1948. En 1972, de José María Vargas Vila se adaptó Aura o las violetas, dirigida por Gustavo Nieto Roa. El realizador Sergio Cabrera ha caído subyugado por dos novelas de sus paisanos: Ilona llega con la lluvia (1996), a partir de Álvaro Mutis, y Perder es cuestión de método (2004), filme basado en el libro de Santiago Gamboa, al tiempo que más recientemente, en 2005, Emilio Maillé se sirvió de Rosario Tijeras, una terrible historia del sicariato escrita por Jorge Franco Ramos.

Con su ingenio innegable, la literatura colombiana ha sido y sigue siendo un caudal de sugerencias para cineastas de todo el mundo.

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