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Columna
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Ganar y perder por la mano

Los representantes demócratas y republicanos que el lunes de la semana pasada votaron en el Congreso de EE UU contra el Plan Paulson (obligando a modificarlo antes de su aprobación, cuatro días después) por su interés egoísta en conservar sus escaños ¿estaban favoreciendo, sin saberlo, el interés general? ¿Sería de aplicación al caso la metáfora de la mano invisible que Adam Smith ideó en relación a la economía? Una derivación de esa idea es la teoría que explica los efectos virtuosos de la pugna Gobierno-oposición: defendiendo cada parte su interés propio (conservar el poder y alcanzarlo, respectivamente), ambas favorecen el interés del sistema democrático: limita la tendencia del Gobierno al abuso de poder y la de la oposición a la demagogia irresponsable.

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Eso en teoría. En la práctica, del mismo modo que la metáfora de Smith ha servido para justificar una desregulación del mercado que ha propiciado los abusos de los tiburones de las finanzas, su traducción política proporciona una coartada moral a los más sectarios de ambos lados para sus dentelladas recíprocas. Y ese sectarismo por intereses tácticos no sólo perjudica al sistema en su conjunto sino a veces a los intereses no tan inmediatos de los partidos que lo practican.

Es el caso de la batalla por el control del Tribunal Constitucional en relación a los recursos sobre el Estatuto de Cataluña. No hay duda de que fue el PP quien inició esa batalla recusando a Pérez Tremps a fin de propiciar una mayoría que consideraba favorable a sus posiciones; pero la forma en que respondió el Partido Socialista (desde fuera del Tribunal) ha tenido el efecto de retardar la decisión, que era la peor solución.

El PP quería que el Tribunal declarase inconstitucionales artículos esenciales del Estatut, pero prefería que no hubiera resolución a correr el riesgo de que ésta avalase la integridad del texto; los socialistas querían una sentencia que convalidase lo esencial del Estatut, pero preferían aplazarla a correr el riesgo de que los conservadores impusieran su posición. El resultado fue la parálisis del Tribunal.

La iniciativa (poco hábil) del Gobierno de introducir una enmienda a la Ley de Reforma del Tribunal Constitucional para convertir en norma obligatoria el uso de prorrogar el mandato del presidente (presidenta, en este caso) hasta la renovación del Tribunal, dio lugar a una penosa dinámica de recusaciones cruzadas cada vez más artificiosas. No todas las iniciativas tuvieron el mismo fundamento (la última del PP, basada en una noticia fabricada para su publicación en El Mundo, fue cómica), pero el efecto del conjunto fue acumular impedimentos al pronunciamiento del Tribunal.

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Y eso resultó peor que cualquiera de las resoluciones probables: una interpretativa, como quería el Partido Socialista, o una que podara el texto de retórica identitaria y planteamientos confederales, como quería el PP. Y mucho peor que una mezcla de ambas hipótesis, que era (y es) la más probable de todas, con independencia de cuál sea la composición del Tribunal. Salida que se habría visto favorecida por una actitud menos sectaria (más cooperativa) de ambos partidos.

Fue la peor solución para el Gobierno porque el aplazamiento dio ocasión para la extensión de algunos de los elementos dudosamente constitucionales del Estatuto catalán a los de otras comunidades; y porque propició que algunos de esos elementos fueran desarrollándose en Cataluña, estableciendo situaciones ventajosas difícilmente reversibles, lo que a su vez provocó irritación en otras comunidades.

Una resolución rápida del Constitucional habría permitido a Zapatero superar el dilema de tener que aplicar a la financiación de Cataluña criterios que, en plena crisis, no podrían generalizarse a las demás comunidades. Al ofrecer una interpretación del Estatut compatible con la Constitución es Solbes quien defiende su integridad básica; mientras que quienes mantienen como única aceptable la que desborda ese límite favorecen una interpretación restrictiva por parte del Tribunal.

Para el PP también fue un mal negocio: Rajoy se presentó a las elecciones con el lastre de que sólo le valía la mayoría absoluta. Su aliado de 1996, CiU -cuya situación como partido de oposición a los socialistas en Cataluña le acercaba objetivamente al PP-, exigía como condición para cualquier acuerdo la retirada de su recurso. Esto no lo podía hacer el PP, pero si el Tribunal ya se hubiera pronunciado esa condición habría dejado de tener sentido.

El empecinamiento del PP en traspasar a Hernando y López del CGPJ al Constitucional encaja mal con la imagen que ahora le interesa dar a Rajoy. Además, que ambos formaran parte del Consejo que decidió, por su cuenta y riesgo, elaborar un informe crítico con el Estatut, les hace mucho más recusables que lo pudiera ser Pérez Tremps, por ejemplo. Así lo reconocía hace unos días (La Razón, 30-9-08) el magistrado J. L. Requero, miembro a propuesta del PP del Consejo saliente: "Pasma que el PP proponga para el Constitucional a ex miembros del CGPJ, es decir, personas que no podrán intervenir en esos asuntos por haber tomado partido en ellos, fundamentalmente en dictámenes elaborados en el Consejo". La clave de esa incoherencia la acaba de dar Fraga: se batieron bien contra el Gobierno. O sea que más que a una apuesta de futuro responde a un compromiso contraído con ellos.

No hay mano invisible que pueda con el afán irrevocable de desacuerdo.

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