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Cumbre en Washington | La opinión de los expertos
Columna
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Al borde del precipicio y deuda pública

Joaquín Estefanía

Ha tenido que estar al borde del precipicio la economía planetaria para que los responsables de la misma no hayan tenido más remedio que ponerse de acuerdo en lo fundamental y empezar a hacer Política, con mayúsculas. Definitivamente, los Estados, con el dinero público, han decidido acudir en ayuda de los agónicos mercados. Estar al borde del precipicio significa ver de cerca la depresión, que es una forma más aguda y duradera de la recesión global.

Los organismos multilaterales preanunciaban esta situación. El último informe del FMI, que corregía los pronósticos de sólo un mes antes, comenzaba del siguiente modo: "En las economías avanzadas, el PIB interanual se contraerá en 2009. Es la primera vez que ocurre tal reducción desde la postguerra. En las economías emergentes, el crecimiento sufrirá una disminución apreciable".

El G-7 queda como un club de rancias familias que tuvieron posibles en el pasado
Nadie ha mencionado los límites de déficit
Lo más difusamente perfilado es la reforma del sistema financiero
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El éxito o fracaso de la cumbre del G-20 no se podrá certificar hasta que se vea la voluntad política para aplicar aquello que se ha acordado y, en segundo lugar, la eficacia a la hora de ponerlo en marcha. Casi todo el mundo consideró acertado el plan Paulson cuando fue aprobado por el Congreso de EEUU, pero de entonces a hoy, los mismos que lo alabaron lo estiman fracasado: de los primeros 160.000 millones de dólares aportados por el Tesoro, más de la mitad ha ido al pago de dividendos de los bancos auxiliados. Además, ha cambiado de naturaleza: ya no se trata de comprar los activos tóxicos de la banca (dinero por basura), sino de recapitalizar las entidades financieras dando entrada al capital público (nacionalizaciones).

En la reunión del G-20 se han producido dos desplazamientos muy significativos. Los mandatarios entraron en la Casa Blanca con la prioridad de reformar el sistema financiero internacional y han salido de la misma con la urgencia de instrumentar una nueva oleada de incentivos públicos para poner en marcha una economía varada, lo que se traducirá, en primer lugar, en programas de inversiones públicas masivas y, segundo, en una reducción selectiva de impuestos.

Aunque esos programas dependerán de la situación fiscal de cada país, nótese que prácticamente nadie ha mencionado de modo explícito los límites del déficit y la deuda pública. Lo que hasta ayer era prioritario (unas herramientas ortodoxas) ha sido superado por los fines que se quieren obtener: una economía que vuelva a su fase de expansión en forma de consumo y creación de empleo.

El segundo desplazamiento ha sido el geopolítico. El G-7 (o el G-8) queda como un club de rancias familias que tuvieron posibles en el pasado. Recuerda a esos clubes ingleses de la nobleza en los que se reserva el derecho de admisión. Las naciones emergentes, sobre todo los países BRIC (Brasil, con un cada vez más influyente Lula, Rusia, India y, sobre todo, China) demandan un lugar hegemónico en cualquiera de las instituciones que se pretenden modificar: FMI, Banco Mundial, Foro de Estabilidad Financiera, etcétera. En la OMC ya rige el principio de un país, un voto.

En la asamblea de Washington ha habido dos grandes ausentes, cada uno en un extremo del arco del poder: en el ángulo superior, el presidente electo de EEUU, Barack Obama; en el inferior, el continente africano, tan sólo representado por Suráfrica. Además de sus representantes en la reunión, Obama marcó el territorio al conceder una entrevista de radio al tiempo que se celebraba el G-20, en la que definió la prioridad de las prioridades: la inmediatez de los planes de estímulo para las economías de los ciudadanos y las empresas.

Obama resolvió así un debate académico en el interior de EEUU: si este segundo paquete de estímulo, que complementará el del pasado mes de febrero (por valor de 160.000 millones de dólares) debe ser adoptado en el periodo de transición hasta que asuma la presidencia el 20 de enero, o habrá de esperar a ser una de las medidas iniciales de los primeros cien días de mandato demócrata. Obama quiere estímulos y los quiere ya. La situación es equivalente en la mayor parte de los países.

Otro mensaje fuerte del G-20 es su renuencia al proteccionismo. Con ello no sólo se lanza un aviso ejecutivo a los negociadores de la Ronda de Doha, encallada por enésima vez desde que se puso en marcha con la propia creación de la OMC, sino que conecta con el espíritu pionero de Bretton Woods, en el año 1944.

Aquella Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas, convocada cuando aún no había terminado la II Guerra Mundial, tenía como finalidad última que unos países no se volvieran a enfrentar a los otros mediante aranceles, prohibiciones e impedimentos al comercio, que muchas veces son la primera parte de un conflicto violento.

Las resoluciones sobre los tipos de cambio o el dólar, la creación de organismos como el FMI y el BM (EEUU se opuso a la OMC) eran instrumentos con un solo objetivo: un mundo en paz, después de la experiencia de la Gran Guerra, su conflictiva postguerra, la Gran Depresión de 1929 y el estallido de la última Guerra Mundial.

Paradójicamente, lo más difusamente perfilado en Washington es aquella materia para la que se convocó la reunión: la reforma del sistema financiero internacional. De su comunicado final es difícil desprender las prioridades. Allí está una mezcla gelatinosa de todo lo que se había hablado previamente: la capitalización bancaria; la transparencia para evitar las operaciones fuera de balance, inentendibles para los clientes; una regulación más fuerte y global de todas las entidades del sector; los insultantes sueldos astronómicos de los ejecutivos, causantes del desastre; nuevas reglas contables de modo que los activos tengan valor de mercado; el conflicto de intereses, los abusos y la ausencia de regulación de las agencias de calificación de riesgos; la supervisión bancaria anticíclica; el papel de los paraísos fiscales, etcétera. Y tan sólo un calendario indicativo para su aprobación.

Los sherpas deberán acotar y poner orden y rigor a tal avalancha de ideas, para que en la próxima reunión, convocada por Gordon Brown como presidente del G-20, se comience a ejecutar la reforma global de las finanzas. Ello es muy urgente. Ya se sabe que el mundo de hoy es distinto, pero ¿no hubiera sido más útil que, como ocurrió en 1944, los técnicos no se levantasen de la mesa, hasta concretar esos principios y esas prioridades?

Por último, el paradigma económico que emerge de la reunión: un nuevo equilibrio entre el Estado y el mercado, sin que ninguna de las dos partes del binomio trate de ahogar a la otra, como ha sucedido en los últimos 25 años de hegemonía de la revolución conservadora. Lo más patético de lo acontecido esta última semana ha sido el discurso de George Bush apelando a la economía de mercado mientras nacionalizaba bancos y ponía en la cola de las ayudas estatales a las aseguradoras, empresas de tarjetas de crédito, financieras, y quizá hasta a las grandes empresas de construcción automovilística.

Que sea patético no significa que no sea real: los neoliberales de ayer se han hecho hoy socialistas por conveniencia, pero volverán a decir que el Estado es el problema y el mercado la solución en cuanto solucionen sus dificultades particulares, confundiéndolas con intereses generales. Como siempre han tratado de hacer.

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