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El terrorismo golpea al empresariado vasco

No se sentía vulnerable, ni objetivo

Los Uria nacieron en el caserío Azkune, en las faldas del imponente monte Izarraitz que domina el valle guipuzcoano del río Urola, junto a la recta que conduce al renacentista santuario de Loyola, la cuna de san Ignacio. Azpeitia es el corazón de Guipúzcoa. En ese escenario donde nació, donde tenía ubicada la empresa a la que dio su vida, donde seguía viviendo y donde se divertía jugando a diario la partida después del trabajo, Ignacio Uria, fue asesinado ayer por ETA.

Los Uria son una saga azpeitiarra de nueve hermanos, pero sólo los tres chicos siguieron la estela de su padre, que fundó la pequeña empresa de construcción trabajando como albañil y que ellos después convirtieron en una de las mayores constructoras guipuzcoanas, la de referencia en obra civil. Ignacio, que el próximo 3 de enero hubiera cumplido 72 años, comenzó a trabajar a los 13, a pie de obra, en las máquinas y en las zanjas, y todavía seguía trabajando todas las mañanas, pero ahora en la oficina, ya que tenía algún problema de movilidad, según algunos allegados.

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"Los Uria son grandes constructores, pero no son de utilizar la corbata como empresarios, sino las botas de trabajo. Siempre con su 4x4, al pie del cañón", describe gente muy próxima. La empresa ha sido su única dedicación. Por eso Ignacio Uria responde al arquetipo del guipuzcoano emprendedor y trabajador "a la vieja usanza", afirman, "de esos activos, con mucha iniciativa, que están tanto en las máquinas como en la cantera y a pie de obra".

La empresa estaba dirigida por un equipo supervisado por su hermano José María, pero el papel de los tres empresarios era como el de sus orígenes, a pie de calle. Quizás por eso, por su vinculación con la tierra donde vivía y trabajaba, donde tenía sus raíces y su lengua, Ignacio Uria no tenía, al igual que sus hermanos, medidas de protección, pese a que sus empresas habían sido blanco de insistentes ataques. Nada hacía temer a Uria que fuera a ser víctima de ETA. Populista y sencillo, euskaldún, simpatizante nacionalista pero no militante de partido alguno -"son empresarios; se han amoldado a todo", afirman-, Ignacio Uria no tenía más capricho, además de la partida diaria en el bar Kiruri, que cazar los fines de semana, su gran pasión.

De costumbres sencillas, una vida familiar con su mujer, Manoli Aramendi, y sus cinco hijos, que seguirán en la empresa familiar, Uria no se sentía vulnerable, ni objetivo de unos fanáticos asesinos que, además, "¡no serán de lejos!", según afirmaba ayer un azpeitiarra.

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