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Columna
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La retirada no es una opción

No es una cuestión de prestigio, ni de solidaridad entre los 41 países, miembros o no de la Alianza Atlántica, que participan en la guerra de Afganistán -una guerra calificada como tal por todo el mundo, excepto por el Gobierno español-. Se trata de una cuestión de seguridad. De seguridad para Occidente y para la permanencia de los valores de la civilización occidental, atacados sistemáticamente desde 1998 por Al Qaeda o por grupos vinculados a la organización de Bin Laden, entrenados en el Afganistán gobernado por los talibanes. Las opiniones públicas suelen tener la memoria flaca cuando se trata de apoyar conflictos letales en países lejanos, que causan bajas propias, sobre todo cuando sus Gobiernos no explican con la suficiente claridad las razones de esos conflictos. Pero, los atentados de Kenia y Tanzania, Nueva York, Madrid, Londres y Bali, por citar sólo los más atroces, deberían constituir en sí mismos un recordatorio trágico del peligro que correrían nuestras ciudades si Al Qaeda volviera a contar con una base de operaciones permanente en Afganistán al amparo de un nuevo Gobierno talibán. Como prueba de que la amenaza sigue latente y no constituye una exageración de los servicios de inteligencia occidentales, como pretenden algunos falsos profetas del pacifismo, no hay más que leer las conclusiones del juicio de los tres yihadistas británicos de origen paquistaní que terminó la pasada semana en Londres con la condena a cadena perpetua de los acusados. Una condena que no ha sido suficientemente aireada en los medios de la Europa continental. Para esas memorias flacas conviene recordar que la intención de los terroristas era hacer saltar por los aires siete aviones comerciales procedentes de Londres y con destinos a Nueva York, Washington, Chicago, San Francisco, Montreal y Toronto. El total de víctimas mortales, caso de haber triunfado los atentados, hubiera sido de 1.500. Esas son las amenazas reales a las que nuestros países se enfrentan. Y, por eso, varios políticos europeos, entre ellos el primer ministro Gordon Brown, no se cansan de repetir que la seguridad de Europa se juega en las montañas del Hindu Kush. ¡Es la seguridad, estúpido!, deberían repetir una y otra vez los responsables políticos a los vacilantes parafraseando el famoso lema de la primera campaña de Clinton.

La prioridad ahora debe ser plantearse una estrategia coherente de permanencia
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Afganistán se encuentra en una encrucijada tanto militar como política. Lo ha reconocido el propio general Stanley McChrystal, jefe de las fuerzas aliadas en el país, que totalizan unos 100.000 efectivos. "La situación es seria, pero el triunfo es alcanzable", manifestó McChrystal en un reciente informe a los líderes de la OTAN. Su estrategia: la aplicada con éxito en Irak. Reducción al mínimo de los ataques aéreos para no causar víctimas civiles, reforzamiento de la autoridad del Gobierno de Kabul en las provincias, mejor coordinación de la ayuda e intento de reintegración de lo que se denominan como insurgentes recuperables. Pero, las diferencias con Irak son notables. En primer lugar, Estados Unidos contaba en Mesopotamia con prácticamente el doble de efectivos que en Afganistán, un país montañoso, sin infraestructuras, más grande y con más población frente a un Irak llano, salvo en el norte kurdo, y con unas estructuras aceptables. En segundo, la pacificación de Irak se basó en el apoyo de la mayoría chií a un Gobierno democráticamente elegido con la tibia participación de las minorias suní y kurda. En Afganistán, la mayoría pastún se siente traicionada por uno de los suyos, Hamid Karzai, a quien acusan de haber entregado todos los resortes del poder a la minoría tayika. En tercer lugar, la retirada estadounidense a sus bases fue posible en Irak por la fortaleza del Ejército y de las fuerzas de seguridad iraquíes. En Afganistán, uno y otras son todavía raquíticos e incapaces de enfrentarse con éxito a los talibanes. Precisamente, el entrenamiento de una fuerza nacional afgana digna de tal nombre es uno de los retos principales a los que debe hacer frente la Alianza, si quiere plantearse en el futuro una estrategia de salida creíble.

Pero, la prioridad ahora debe ser plantearse una estrategia coherente de permanencia con objetivos claros y coherentes. La convocatoria de una conferencia internacional patrocinada por Reino Unido, Alemania y Francia presenta una oportunidad para conseguir esos objetivos. Una conferencia, con participación también de los países de la zona, que podría solaparse con la celebración de una loya yirga o asamblea tribal afgana para redactar una nueva Constitución. Sin un Afganistán medianamente estable, y por las razones que exponía antes, la retirada no debe constituir una opción.

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