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Europa y las minorías
Columna
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El nido del populismo

Lluís Bassets

El primer lance de las justas electorales francesas de 2010, unas elecciones regionales en las que mucho se juegan tanto la mayoría como la oposición, corre a cuenta de la identidad nacional. Peligrosa elección, cuyo responsable es, por supuesto, quien lleva constantemente la iniciativa política en Francia: el presidente de la República, ese hiperactivo Nicolas Sarkozy, al que espolean los pésimos sondeos que le sitúan en lo más bajo de su presidencia (desaprobado por el 61% de los franceses en el sondeo de IFOP que se publica hoy). En caso de duda y de impopularidad, Sarkozy ha sabido siempre qué hacer: buscar un buen charco, que salpique a todos, en el que naufraguen sus adversarios y que le permita sobresalir como el más gallardo. La poza elegida para su exhibición de bravura y buena fortuna es el debate sobre la identidad francesa, lanzado hace apenas un mes y reavivado ahora por el referéndum suizo que ha prohibido la construcción de alminares en territorio de la Confederación.

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Llevan razón quienes no ven novedad alguna en este debate, inscrito ya en la campaña presidencial de Sarkozy. Hasta tal punto que no es ocioso recordar los títulos que exhibe su ministro Éric Besson, un tránsfuga socialista de profundas convicciones jacobinas al que enroló como titular "de la inmigración, la integración, la identidad nacional y el desarrollo solidario", endiablado tutti fruti del que nada bueno puede salir. La novedad está en la recrudescencia del debate, en el ímpetu renovado que ha llevado al presidente francés a definirse con vehemencia sobre el referéndum suizo en un artículo publicado en Le Monde, y en el pavor al desbordamiento que ha prendido en las filas de la mayoría presidencial, donde se observa cómo la cuestión ya no es la identidad sino directamente el islam, los inmigrantes y aquel mito de una Eurabia musulmana con el que la desaparecida Oriana Fallaci asustaba a los italianos.

A Sarkozy le preocupa más y le suscita más animadversión el rechazo al referéndum suizo que la iniciativa xenófoba e islamófoba que ha llevado al rechazo a los alminares. Al igual que en la campaña presidencial, en la que fustigó a la generación de mayo de 1968 como culpable de todos los males de la modernidad, ahora se trata de atizar al progre antes de que píe para culpabilizarle de la ola de islamofobia que nos invade. Su pecado es "la desconfianza visceral a todo lo que viene del pueblo". Con esta actitud, Sarkozy defiende lo suyo, no en vano es el único presidente europeo elegido por sufragio universal directo. Para el presidente francés, "este desprecio del pueblo siempre termina mal", dando así la culpa de lo que pueda suceder no a quienes promuevan esos males sino a las Casandras que los profeticen y condenen de antemano. Va más lejos así que los propios responsables suizos, como la ministra de Exteriores, Micheline Calmy-Rey, abrumada por los resultados, que ha reconocido el error de cálculo que llevó a subestimar "las preocupaciones legítimas de los ciudadanos" pero no duda en señalar que la iniciativa de la consulta corresponde a "una amalgama sistemática entre islam y violencia, sumisión femenina y discriminación".

El hueco en el que Sarkozy viene poniendo los huevos de su peculiar populismo es la fosa cada vez más profunda que se ha abierto en los últimos 20 años entre las élites políticas europeas y los ciudadanos. La Confederación Helvética, sin estar en la Unión Europea como Italia, rivaliza con su vecina en cuanto a los avances corrosivos de la antipolítica. En 1992, apenas tres años después de la caída del Muro, el consejo federal suizo quería pedir el ingreso en la UE, pero en diciembre del mismo año los suizos rechazaron en referéndum el ingreso en su antesala económica, el EEE (Espacio Económico Europeo). Ocho años más tarde aprobaron en referéndum siete acuerdos bilaterales con la UE equivalentes al EEE, pero en 2001, un año después, rechazaron por abrumadora mayoría de un 77,5% el ingreso en la Unión.

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La UE jamás hubiera llegado a su desarrollo actual si todos y cada uno de los miembros se hubieran visto obligados como Suiza a celebrar consultas populares para cada paso (Francia, Irlanda y Holanda lo han demostrado con la Constitución y con Lisboa). Pero no importa, porque justo en el momento en que la Unión Europea más se parece a Suiza por su irrelevancia y su falta de vocación internacionales, Suiza es quien marca la pauta para el comportamiento de la UE frente a la inmigración, por encima de lo que diga el Tratado de Lisboa y su Carta de Derechos Fundamentales en vigencia desde este 1 de diciembre. Lo que Reino Unido ha hecho con la UE -deshilacharla políticamente a base de ampliarla como espacio comercial-, lo está haciendo ahora Suiza respecto a la identidad y a la religión, que empujan por sustituir a la ciudadanía y al derecho como bases de la vida política en común.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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