_
_
_
_
_
Reportaje:VIDAS AL LÍMITE

Rubalcaba privado

Sofía Moro
Juan José Millás

Alfredo Pérez Rubalcaba es uno de los políticos más influyentes de la historia de la democracia en España. Hijo de un soldado del bando nacional y nieto de un republicano, fue pieza clave de los Gobiernos de Felipe González y ahora lo es del de Zapatero. El escritor Juan José Millás ha entrado en su lado más íntimo. En su casa, que es el Ministerio del Interior. Y en su alma, que esconde de la luz de los focos. Esta es la cara menos conocida de un político de raza que, para retratarse, cita a un detective de novela negra: "Si no fuera malo, estaría muerto, y si no fuera dulce, no podría vivir".

Llegué a Castellana 5, sede del Ministerio del Interior, pasé un control de seguridad, crucé un pequeño patio, subí una breve escalinata, atravesé una zona de mármoles (un hall con pretensiones), franqueé una puerta pequeña, algo disimulada, y alcancé una especie de trastienda donde había un ascensor y unas escaleras de las de servicio de toda la vida. Tomé el ascensor y aparecí en un territorio hostil, una gran estancia, con dos o tres aposentos, que parecía el resultado del cruce entre una oficina consular, la residencia de un noble arruinado y la sala de espera de un ginecólogo de lujo. Una antecámara del infierno. En uno de sus rincones había una escalera de caracol de las de bricolaje por la que se ascendía a la vivienda propiamente dicha del ministro. No debo, por razones de discreción, y quizá de seguridad, dar detalles de esta morada. Baste decir que sería un escenario perfecto para una novela de Simenon, en parte por su distribución y mobiliario, pero también por la atmósfera moral que se respiraba en ella (en esa casa ha vivido gente muy rara y las vibraciones se notan). Inconvenientes de tener el hogar encima del negocio. El Ministerio del Interior no es un negocio, pero está lleno de negociados.

Conserva el alma, pese a lo que nos habían advertido
"Eta ha pagado carísima la ruptura de la tregua"
"Mi carrera política es la de un estratega"
"Comparado con Pepe Blanco, soy Mao tse-tung"
"Quise retirarme cuando ganamos las elecciones"
"Cuando voy a los entierros pienso en Barrionuevo"
"Mi ministerio se divide en 'antes' y 'después' de Gürtel"
"El terrorismo que a largo y medio plazo nos debe preocupar es el islamista
Más información
Gabinete Rubalcaba

Para entonces eran ya las siete y media de la mañana. El ministro me recibió en mangas de camisa, con una cafetera en la mano, invitándome a pasar a la cocina, donde me presentó a su mujer y a un sobrino que se encontraba allí de paso. Todos estaban a punto de irse a trabajar o a estudiar, también yo, de modo que me incorporé al desayuno familiar. Lo primero que esperas de un ministro, aunque sea del Interior y esté muy agobiado, es que desayune bien, sobre todo si ha sido deportista. Pues ni una pieza de fruta, ni una tostada con aceite de oliva, ni un zumo natural, ni unos cereales. Nada. Un café con leche, un zumo de bote (que me atreví a rechazar), una pieza de bollería industrial, y hasta la hora de comer.

Ingerido el café con leche y la pieza de bollería, el ministro se retiró, regresó al poco con la corbata y la chaqueta y emprendimos el camino inverso al recorrido hacía unos minutos por mí, aunque tomando un atajo que nos llevó directamente al ascensor, sin necesidad de descender por la escalera de caracol de bricolaje ni pasar por la antecámara del infierno. De todos modos, como yo no hubiera podido disimular mi espanto, el ministro señaló, mientras bajábamos, que él habría preferido continuar viviendo en su casa de siempre, lo que resultó imposible por razones de seguridad.

Atravesada de nuevo la zona de mármoles de la planta baja (o de la primera, no estoy seguro, porque era todo un poco laberíntico) llegamos a una puerta alta y noble en cuyo marco había un teclado en el que los dedos del ministro marcaron una cifra, como cuando vas al cajero. No salió dinero por ninguna rendija, pero la puerta se abrió y entramos en una estancia más bien pequeña que daba a dos especies de patios interiores, un sitio un poco cutre, aunque con pretensiones también (a juego con todo lo que llevaba visto hasta ese instante), que resultó ser el despacho de nuestro hombre. Serían las ocho de la mañana cuando volvió a quitarse la chaqueta (no la corbata), prendió un iPod situado a su izquierda (música clásica) y comenzó la lectura de los periódicos por la cabecera menos afín a sus inclinaciones.

Este ministro ve los periódicos enteros, no resúmenes de prensa, y sabe lo que significa que la noticia se encuentre en página par o impar, arriba o abajo, que el titular sea grande o pequeño, que el texto pertenezca a un artículo de información, de opinión, o a un híbrido. Se diría que es capaz de detectar, por debajo de la trama, una subtrama que al lector ingenuo se le escapa. Posee también una habilidad extraordinaria, fruto de la práctica, e inherente sin duda al cargo, para meter el dedo allá donde se encuentra lo que le interesa leer. El periódico, bajo su mirada y sus manos, se convierte en algo parecido al cadáver bajo la mirada y las manos del forense. Percibe enseguida si hay en la noticia señales de violencia, restos de pólvora, digestión de alcohol o barbitúricos. Piensa uno que podría deducir también qué ha cenado el director antes de la reunión de cierre. Al modo del forense, toma notas en un cuaderno de todo lo que le llama la atención. Además de en las noticias que atañen a su departamento, se demora en las relacionadas con la enseñanza, pues dentro de este ministro del Interior hay todavía un ministro de Educación, y otro de la Presidencia, y un ministro Portavoz, y un portavoz parlamentario, y un responsable de estrategia electoral de su partido ("Los españoles se merecen un Gobierno que no les mienta"). Alfredo Pérez Rubalcaba, que así se llama este señor al que ahora observo escanear (más que leer) la prensa, ha sido en política todas esas cosas y más. Mucha gente daría el alma o una mano por una carrera política la mitad de brillante que la suya, pero él conserva las dos manos. Y el alma, pese a lo que muchos nos habían advertido.

Este ministro del interior, que siendo un veinteañero corrió los 100 metros lisos en 10,9 segundos (a 5 décimas del récord), ha perdido a los 60 toda su masa muscular, deviniendo en un flaco excesivo cuyo centro de gravedad se ha desplazado a la cabeza, irregular y calva, donde reinan los ojos. Con ellos convence, informa, seduce y observa. Cuando le hablas te escucha ejecutando un "solo de ojos". Cuando te responde da paso al resto de la orquesta. El resto de la orquesta son sus palabras (más que su boca) y sus manos, que agita con movimientos un poco hipnóticos, como si completara con ellas el sentido de las palabras que acaba de emitir. Ahí está ahora mismo (las nueve de la mañana ya) convenciéndome de algo que hasta ese instante no me interesaba lo más mínimo mientras observa las cifras que le pasa Goyo Martínez, su jefe de Gabinete.

Este ministro del Interior, del que dependen casi 200.000 nóminas del Estado, introduce ahora el dedo en la realidad con la agudeza con la que hace un rato lo metía en las páginas de los periódicos. Este es el número de accidentes de tráfico, con sus heridos y sus muertos; este, el de detenidos por la Guardia Civil o por la Policía Nacional; aquí están los kilos de heroína o coca incautados en la frontera; aquí, las personas desaparecidas, en cuyos guarismos se detiene pensativo mientras hace un gesto parecido al del morderse las uñas, sin llegar a mordérselas. Las personas desaparecidas aparecen clasificadas por edades y por el nivel de riesgo.

-Ayer -dice- tuvimos una menor de 15 años que volvió al domicilio. Estas desapariciones me preocupan mucho, son las más inquietantes.

No es todo. En Madrid sustrajeron unos sellos de caucho en la sede del PP en Hortaleza. Han detenido por fin a uno que robaba farmacias, llevándose, además del dinero, todas las existencias de Viagra. Suicidios, ninguno (respiro de alivio). A un funcionario de prisiones de Segovia le dio un infarto y murió ("a ver si hacemos algo"). Han fallecido también dos internos durante el fin de semana, uno de ellos, que estaba de permiso, por sobredosis. En cuanto a las pateras, una embarcación en Barbate, con cinco marroquíes adultos y un menor de edad.

-El año pasado -dice-, a estas alturas teníamos 2.300 inmigrantes ilegales. Este año, 300.

Uno pensaba que los ministros se asomaban a la realidad desde arriba, para observar lo grande, pero este ministro la contempla también desde abajo, para conocer lo pequeño, quizá por eso goza de tan buena reputación. Analiza los datos de cada una de las hojas que su jefe de Gabinete acaba de pasarle con la atención que un internista pondría en el estudio de un análisis clínico. Las enzimas, el metabolismo lipídico, los marcadores séricos, el metabolismo hidrocarbonado... De todo ello deduce, suponemos, el estado de ánimo del país, sus niveles de colesterol, su grado de salud, su fiebre, si la hubiera.

El terrorismo ocupa un apartado especial que despacha, hoy al menos, con Antonio Camacho, secretario de Estado de Seguridad. Intento seguir su conversación, pero hablan en clave y desisto, al poco, de entender lo que dicen. Cuando Camacho está a punto de retirarse, el ministro le pregunta por algo relacionado con la mafia china.

-No es preocupante, pero marca tendencia- asegura el secretario de Estado.

Este hombre a cuyo lado me desplazo ahora en un coche blindado cuyas puertas pesan lo que no está escrito es químico. O lo fue en un tiempo remoto. Podríamos llamarle, si aceptara la broma, Rubalcaba el químico, pues lleva los conocimientos adquiridos en la carrera (la universitaria, no la de los 100 metros) a la vida diaria en general y a la política en particular. Me cuenta, por ejemplo, que tiene escrita una conferencia en la que explica de qué manera se puede aplicar a la actividad política el principio de incertidumbre. Este principio, enunciado por Heisenberg en 1927, viene a decir, expresado groseramente, que la mirada del observador modifica el comportamiento de lo observado. Traducido a la acción política, significa que al observar la realidad (y al iluminarla, por tanto, como se ilumina una partícula elemental colocada en la base del microscopio), la perturbas, la alteras, lo que has de tener en cuenta a la hora de abordar cualquier tipo de reforma.

-Una vez que la reforma se plantea -añade el ministro- ya no te enfrentas a la realidad analizada en el despacho, sino a una realidad nueva, iluminada, que no suele volver a su estado inicial cuando cesa la perturbación. Muchas reformas han fracasado por no tener en cuenta este principio. En la sociedad de la comunicación el término "iluminación" adquiere todo su sentido. Los medios "iluminan" o "ensombrecen", y eso afecta a los sujetos implicados en la acción política.

Pone como ejemplo, entre otros, el secuestro del Alakrana, donde los piratas "iluminaron" magistralmente el escenario al permitir que los secuestrados mantuvieran con sus familias unas conversaciones cuyo dramatismo tuvo en vilo al país durante varios días.

Quiere decirse que este ministro tiene una conversación variada e interesante, pero también muy táctica, pues trata, como en el fútbol, de abrir huecos por los que colar la pelota y, eventualmente, introducirla en la portería del contrario. Yo soy el contrario. Meterme un gol significaría que renunciara a hacer un perfil suyo, que es a lo que he venido, y me aplicara a realizar uno del ministerio, que es lo que él pretende. Para ello, me proveerá, en días sucesivos, de una documentación abundante y espectacular (los recursos humanos de este ministerio suponen casi el 32% de la Administración General del Estado) que no logra desviarme de mi objetivo. Felipe González decía de este ministro que era un táctico, y él no lo niega.

-Aunque comparado con Pepe Blanco -añade en tono de broma-, yo soy Mao Tse-Tung.

-¿En los 100 metros lisos -le pregunto- qué predomina?

-Los cien metros lisos -dice- son pura táctica.

-¿Y su carrera política?

-Mi carrera política es la de un estratega.

O sea, que vamos, a su pesar, levantando un perfil de esta personalidad compleja y seductora que ha sobrevivido a todas las catástrofes políticas de su partido deviniendo en una pieza fundamental del Gobierno de Zapatero.

Ahora, como digo, nos desplazamos dentro de su coche blindado por el paseo de la Castellana. Nuestro destino es Cuatro Vientos, donde tomaremos un avión que nos conducirá a Badajoz. Abandonado el centro de Madrid, alcanzamos una periferia ordenada, bien construida, y aparentemente en paz.

-Hay mucha gente -dice el ministro- empeñada en demostrar que paro equivale a delincuencia.

-¿Y es una ecuación falsa?

-Desde luego. Los datos dicen otra cosa.

El avión que espera al ministro y a sus acompañantes, entre los que me cuento, es un reactor de siete plazas cedido para su uso, por el juez, al Ministerio del Interior, pues fue incautado a Juan Antonio Roca, el célebre asesor municipal de Urbanismo de Marbella detenido por la policía en el transcurso de la Operación Malaya. Esto de que la policía viaje en los medios de transporte de los ladrones tiene su lógica económica, pero produce cierta perplejidad en el visitante ingenuo, como si las fronteras entre los buenos y los malos no estuvieran suficientemente marcadas. Me viene a la memoria una frase inquietante del ya fallecido general Sáenz de Santamaría según la cual "la policía actúa en el borde de la ley, unas veces por la parte de dentro y otras veces por la parte de fuera". Se la recuerdo al ministro, que niega la mayor.

-La policía siempre está donde debe.

-¿Y las cloacas de la democracia de las que hablaba Felipe González?

-Sobre esas cloacas hay mucha novela. Si las hubo, están clausuradas. Esta casa está completamente judicializada. Interior vive bajo la sombra permanente del Ministerio de Justicia.

Este ministro, hijo de un piloto de Iberia, tiene por eso mismo, o a pesar de ello, miedo al avión, lo que le cuesta no pocas bromas por parte de sus colaboradores. Viaja en el asiento de delante, desde donde se ve parte de la cabina del piloto, que en este instante se vuelve y dice a Rubalcaba:

-Me han dicho sus colaboradores que haga un picado.

-El picado se lo voy a dar yo a ellos.

Tras alargar un poco la broma, el piloto pide permiso para despegar, a lo que el ministro responde:

-Ya sabes, a toda leche y sin movernos.

Luego se vuelve a mí, que viajo a su lado, y añade:

-Desde aquí veo el altímetro. El problema es que sé lo suficiente como para asustarme, pero no lo bastante para tranquilizarme. Además, como he volado mucho, siento que estadísticamente me toca, aunque la primera ley de la estadística, como sabes, es que cada hecho es un hecho en sí.

Advierto que, quizá presa de los nervios, está diciendo una cosa y su contraria, lo que me proporciona la misma impresión paradójica de estar volando con el jefe de la policía en el avión del jefe de la mafia. La vida es rara. Mientras sobrevolamos la periferia del sur de Madrid, entre cuyos bloques de casas se distingue una cantidad sorprendente de piscinas y canchas de tenis, me da por pensar que quizá el miedo del ministro al avión sea un miedo táctico, un rasgo de coquetería para rebajar la excelente valoración que recibe en las encuestas. Como el que se hace el cojo, por superstición, cuando las cosas le van bien.

-¿Es difícil -pregunto- ser ministro del Interior de España?

-Sí -dice apartando la vista de unos papeles.

-¿Y si le quitáramos ETA?

-Se reducirían en un 50% las dificultades. ETA produce mucho ruido mediático, muchas tensiones, mucho dolor a veces. Verás que gran parte de nuestras conversaciones giran en torno a ETA. Ocupa más espacio en la conversación que en la realidad. Pero el terrorismo que en el largo y medio plazo nos debe preocupar es el islamista. Para combatirlo son fundamentales los confidentes, pero ese asunto está mal regulado en España. Por fortuna tenemos una Guardia Civil y una Policía Nacional muy especializadas. El terrorismo ha sido una escuela para la investigación. Los grandes riesgos se previenen con investigación policial y tecnología.

-¿Por qué cree que Zapatero lo eligió como ministro del Interior?

-Por lo que sabía de ETA.

-Pues dígame cómo acabará.

-El otro día alguien me comentó que un miembro de ETA había dicho: "No quisiera estar yo en la cúpula cuando esto acabe". Y es que a ETA solo pueden cerrarla los viejos. En el último proceso de paz había elementos que nos permitían ser optimistas, uno de ellos, que participara en él Josu Ternera, que había sido parlamentario y terrorista. Tenía, dentro de la banda, los trienios, el prestigio y la autoridad para haber llevado las cosas a buen puerto. Ahora eso no existe. Ahora nos encontramos con jóvenes cuya tendencia natural es superar a sus padres. En la última negociación ganó la batalla Txeroki, que representa a los jóvenes. El segundo elemento era Otegi, con muchos años también de liderazgo en la izquierda abertzale y muy amigo de Ternera. Ternera era uno de los responsables del aparato político, y Txeroki, el del aparato militar. Y ganaron las pistolas. No me atrevería a decir que no cierren ETA los jóvenes, pero no lo veo fácil. Veo más al joven diciendo que va a conseguir lo que no lograron sus padres que a cerrar el negocio.

-¿Y los presos no cuentan?

-Los presos cuentan, pero los que tienen las pistolas son los que tienen las pistolas. La ruptura de la tregua fue una herida muy grande en ETA, en Batasuna y también dentro del País Vasco. ETA ha pagado carísima esa ruptura. Cuando se escriba la historia del final de ETA, el proceso de paz de 2006 se verá como un elemento clave, y eso lo sabía muy bien Zapatero.

-¿Para cuándo ese final?

-Yo llevo la política antiterrorista del PSOE desde 1996. Llevo 14 años en esto. Pero pensar que puedes acabar con la banda y, en consecuencia, acelerar los ritmos es un error. En 2006 había elementos de juicio para pensar que se podía acabar. ETA había dejado de matar porque quería dejar de matar. Ahora no mata porque no puede. Aquello falló porque no conseguimos que Batasuna se enfrentara a ETA, que primara lo político sobre lo militar.

-¿Quién es la persona que sabe más sobre ETA?

-Hay varios, entre ellos muchos periodistas, pero no hay departamentos universitarios en los que se estudien los procesos de radicalización. En Interior no había un estudio del voto de ETA. No había un análisis científico para saber qué ocurría con el voto vasco radical.

Nos quedamos en silencio. Él vuelve a sus papeles, aunque le echa un vistazo de vez en cuando al altímetro. Yo observo su cráneo un poco irregular. Me pregunto cuántas habitaciones hay dentro de ese cráneo, cuántas puertas secretas, cuántos ascensores ocultos, y adónde conducen. ¿Qué ocurriría dentro de mí, dentro de cualquiera de nosotros, si tuviéramos la oportunidad de asomarnos por un instante al 10% de los secretos de Estado que guarda un ministro del Interior, este ministro del Interior?

-¿Tienen ustedes controlado a Josu Ternera? -le pregunto.

-No -dice.

Cuatro o cinco minutos de silencio al cabo de los cuales interrumpo de nuevo su lectura:

-¿Cómo se relaciona usted con su país?

-El ministro del Interior se relaciona inevitablemente con el país como un médico con su paciente: todo el rato ve patologías. Pero este es un país muy seguro comparado con la mayoría de los que tienen nuestro nivel económico. No tenemos la criminalidad de Suecia, por ejemplo.

-¿Y las mafias?

-El asunto de las mafias está razonablemente controlado. La corrupción no ha llegado a las instituciones.

-Hay niebla.

-Sí, es el frente que me han dicho que acabará de llegar por la tarde. He mirado en Google y tenemos garantizado el buen tiempo a la ida.

Cincuenta minutos después aterrizamos en el aeropuerto de Badajoz, una base militar con una pequeña zona destinada a uso civil. Tras saludar a las autoridades que nos reciben a pie de avión se forma una comitiva de cinco o seis coches en la que nos dirigimos a Mérida (unos 50 kilómetros) para asistir, en la Escuela de Tráfico de la Guardia Civil, a un acto al que también acudirá el Rey.

La Escuela de Tráfico de la Guardia Civil parece, en palabras de uno de los visitantes, West Point. No imaginaba uno, sobre todo uno de mi edad, que, viniendo de donde venimos, tuviéramos instalaciones de esa categoría. Dan ganas de preguntar quién paga todo eso, pero conozco la respuesta porque he empezado a preparar los papeles para la declaración de la renta. Tenemos una Escuela de Tráfico de la Guardia Civil digna de un país de primera. Lo más probable es que el ministro me haya llevado hasta allí para que picara el anzuelo. Y estoy a punto de picar, pero me contengo porque yo he venido aquí a hablar de Rubalcaba como el otro había ido a la tele a hablar de su libro.

Ahora son las 17.15 y estamos de vuelta en Cuatro Vientos. He dado en el avión una cabezada, de modo que recuerdo todo lo ocurrido (ruedas de prensa, presentaciones, firmas, cóctel...) como si hubiera sido un sueño (a ratos, una pesadilla). No me parece que haya salido de casa hace ocho horas, sino hace siete vidas. El vino servido en West Point por la Guardia Civil era excelente y quizá me pasé de copas (bebo mucho cuando estoy de servicio). Rubalcaba, que no descansa nunca, aprovechó que no podía defenderme para darme doctrina acerca de Zapatero. No tomé ni una nota de todo lo bueno que me dijo sobre él. No formaba parte de mi reportaje. Los políticos, cuando van a salir en los papeles, se ven en la obligación de decir algo bueno de sus jefes, para rebajar su propio protagonismo. Los ministros admiran a sus presidentes, los secretarios a sus ministros, los subsecretarios a sus secretarios, los directores generales a sus subsecretarios, los jefes de departamento a sus directores generales y así hasta llegar la puta base, con perdón, donde todavía es posible dar con algún yacimiento saludable de odio y mala leche.

A las 17.45 estamos de nuevo en el ministerio. Subimos, para descansar un poco, a la vivienda del ministro, donde Rubalcaba enciende un puro que fuma paseando de un lado a otro de su salón simenoniano (¿se dirá así?), es decir, de su salón de novela de Simenon con las ventanas blindadas. Los muebles huelen a ministerio porque pertenecen a la Administración del Estado todos, excepto un sillón de orejas al que el ministro no estaba dispuesto a renunciar y que se trajo de su vivienda particular. Como diría Raymond Chandler, ese sillón canta, en medio de la atmósfera ministerial, más que una tarántula en un plato de nata. Pero resulta muy cómodo. Desde él pregunto al ministro si es un hombre tan malo como aseguran algunas lenguas:

-Esto -contesta sin dejar de fumar el puro, como el que se mete la dosis, ni de pasear de un lado a otro, como el que necesita desfogarse- me fascina.

-¿Qué es lo que le fascina?

-La diferencia entre la imagen pública y la realidad. Sé de malos en estado puro que gozan de muy buena prensa.

-¿Pero usted es malo?

-Yo tengo una imagen esquizoide. La izquierda me quiere y la derecha me odia, aunque creo que mi paso por Interior ha suavizado un poco mi imagen entre la derecha.

-¿Y no es usted un conspirador?

-Mi fama de conspirador viene de la época en la que yo era renovador (antiguerrista). Alguien me achacó que era el cerebro en la sombra de los renovadores, es decir, un tipo oscuro. Pero hay una contradicción enorme entre ser un tipo oscuro y portavoz parlamentario. Soy, posiblemente, el político que más ruedas de prensa ha dado a lo largo de su vida.

-¿Se puede, entonces, ser ministro del Interior y buena gente?

-Sí.

-¿Y ministro del Interior e ingenuo?

-No, ingenuo no, un ministro del Interior no debe serlo. A un detective de novela policíaca que ahora no recuerdo le pregunta un cliente: "¿Cómo se puede ser malo y dulce a la vez?". A lo que el detective responde: "Si no fuera malo, estaría muerto, y si no fuera dulce, no podría vivir".

Rubalcaba conservaba en su nevera dos puros de los de a 300 euros la pieza, uno para cuando cayera Txeroki, responsable de la ruptura de la tregua de ETA en 2006, y el otro para cuando fuera detenido Ata, su sustituto. Ya se ha fumado los dos. Se pregunta uno si, pese a los rumores, el agotamiento de los puros caros coincidirá con la última etapa de su carrera política.

-¿Es usted un hombre en retirada?

-Cuando ganamos las elecciones quise retirarme. Pretendía morir dignamente. No creo que sea fácil pasar de una vida como esta, con jornadas de 14 y 15 horas, a no hacer nada, así que había imaginado un proceso paulatino de descompresión, como los buzos. Era diputado por Cádiz y continuaba en la ejecutiva del partido. Pensé que podía echar una mano en temas educativos, por ejemplo. Tendría trabajo, pero no esta clase de trabajo. No salió y ahora ya no lo pienso. He firmado por cuatro años.

-¿No aspira entonces a ser vicepresidente?

-Me hace mucha gracia cuando dicen eso. ¡Dios mío, volver a La Moncloa! Ya estuve allí y no quiero volver.

-Desde esa posición de retirada, ¿piensa que ha valido la pena dedicar la vida a la política?

-Yo tengo la sensación de haber tenido suerte. He procurado ser un trabajador infatigable, pero he tenido buenos jefes y un buen partido. He dado al PSOE muchas horas de mi vida y el PSOE me ha dado muchas satisfacciones. También he pasado por momentos malos, muy malos. Fui ministro de la Presidencia y portavoz del último Gobierno de Felipe González. Aquellas ruedas de prensa eran terroríficas, no se las deseo ni a mi peor enemigo.

-¿Qué ocurrió para que la corrupción alcanzara a las estructuras mismas del Estado?

-No es que tuviéramos corrupción, que la teníamos, sino que se nos había agotado el proyecto. Es cierto que mucha gente pensaba que pertenecer al Partido Socialista equivalía a poseer una superioridad moral que nos ponía a salvo de la corrupción. Pero ya digo que hubo una mezcla de todo.

-¿Tiene usted relación con personas como Barrionuevo o Vera?

-Yo he tenido, creo, nueve atentados (los cuenta), no, once atentados. En cuatro años de ministro he ido a once entierros. No dejo de pensar qué pasaría aquí cuando había dos muertos cada tres días... Cuando voy a los entierros, sí, pienso en Barrionuevo.

A las 18.15 acudimos a un Consejo de Dirección de secretarios de Estado y directores generales. Me entero de que el Ministerio del Interior posee 3.455 edificios, lo que representa el 43,2% de los 8.000 edificios que pertenecen a la Administración General del Estado. Todas las cifras son así de curiosas y de mareantes. A las 19.30 acudimos a otra reunión, esta vez con la Asociación de Inmigrantes Colombianos. A las 20.15 entra en el móvil del ministro un mensaje: tiene que acudir al Congreso a votar algo. Vamos, votamos y estamos de vuelta a las 21.20 para despachar con el jefe de Gabinete. Mientras habla con él, el ministro contesta a los correos electrónicos que se han acumulado en el ordenador a lo largo del día. Entra Camacho, secretario de Estado de Seguridad, y discuten acerca del velo islámico. Servidor languidece.

-¿Quieres cenar en casa? -me pregunta el ministro.

Hago cálculos. Deduzco que estoy ganando la batalla y que mañana, con suerte, podría dar la puntilla a este hombre que si no fuera malo estaría muerto y si no fuera dulce no podría vivir.

-No, gracias, estoy agotado -respondo de forma irresponsable.

Ahora es el día siguiente. El ministro ha conseguido tenerme de un lado a otro toda la mañana para que desviara mi atención de él. No digo que no haya visto cosas interesantísimas, dignas de un reportaje que quizá un día escriba, pero no estoy dispuesto a soltar la presa que he venido a cobrarme. Y la presa es él. Por eso estamos comiendo en la antesala del infierno citada al principio (ese híbrido entre oficina consular, residencia de noble arruinado y ginecólogo de lujo). En un rincón de esta estancia inquietante está la escalera de caracol por la que se accede a la vivienda propiamente dicha del ministro. Pero el ministro, cuando come, que tiende a evitarlo porque dice que luego no trabaja bien, lo hace aquí, a veces en compañía de un colaborador. Cabe imaginar que son unas comidas tristes, pues de un momento a otro pueden llegar la enfermera, o el cónsul, o el noble arruinado, para decir que podemos pasar al siguiente círculo del infierno. Mientras atacamos las verduras consigo, pese a su resistencia, arrancarle algunas raciones de biografía.

-Pertenezco -dice- a una familia conservadora. Mi padre hizo la guerra en el bando nacional. Mi abuelo materno era republicano, de lo que no me enteré hasta los 30 años. Observado con detenimiento, mi padre no carecía de sensibilidad social. Era muy trabajador, se hizo a sí mismo. Entró en Iberia de mecánico de vuelo y desde ahí llegó a piloto. Era un enamorado de la aviación, se llamaba a sí mismo "aviador", no piloto.

-¿Tuvieron una relación conflictiva?

-Conflictiva, pero no especialmente conflictiva, hasta los 30 años. Después fue a mejor, incluso a mucho mejor. Mis padres respetaron siempre mis inclinaciones políticas, mi carrera, jamás hubo un "dónde te metes". Tuve la suerte de ser un buen estudiante y a los buenos estudiantes se les respetaban las rarezas.

-¿Qué sucedió para que diera el salto a la política?

-Creo que fue muy importante el asesinato de Enrique Ruano, que era de mi colegio (el Pilar) y muy religioso. Cuando a alguien de tu colegio lo tiran por una ventana y luego te cuentan esa historia... Para mí fue muy importante ese momento. Luego tuve la oportunidad de reivindicar su nombre.

-¿Y después?

-Después empiezas a leer, te haces delegado de curso, coqueteas con el PC, con la ORT, lees a Bakunin, a Kopropkin, tonteas con el anarquismo y acabas en el PSOE. El tránsito del anarquismo al socialismo está chupado porque socialismo es libertad.

-¿Tuvo inclinaciones religiosas?

-Fui un chaval muy religioso hasta los 14 o 15 años, que entré en lo que llamábamos "crisis de fe", una crisis que me condujo a separarme de la religión hacia los 16 o los 17 años. No es una trayectoria singular. Yo, como mucha gente de mi generación, no elegí ser político. Llegué a la izquierda desde el antifranquismo. Si no hubiera habido franquismo creo que hubiera sido un buen profesor. Buena parte de mi capacidad como portavoz viene de la docencia. Si es verdad que soy un buen comunicador es porque no he olvidado mi pasado de profesor.

-¿Habría preferido, entonces, ser catedrático?

-No, prefiero ser lo que he sido. La oportunidad de trabajar en Educación, por ejemplo, de hacer leyes, eso no tiene precio.

-Lo veo muy de acuerdo con su vida.

-Sí, soy un tipo que está de acuerdo con su vida. Y he tenido momentos malísimos. Hay etapas de las que apenas hablo porque lo pasé muy mal. Aun con todo, he sido un privilegiado. He tenido muchas oportunidades para desarrollar mi vocación reformista. Doy por bueno todo lo mal que lo he pasado.

-¿Lee ficción?

-Sí, fundamentalmente novela policiaca.

-¿Y va al cine?

-Nada, todo conspira para que te quedes aquí. Mover la escolta te da apuro. Tengo un grupo de amigos de la facultad con los que veraneo y con los que cenaba el sábado por la noche. He ido suspendiendo esas cenas porque este trabajo te succiona.

-¿Se va usted alejando de la realidad?

-Me conecto de otros modos. Pero lo cierto es que esto va ocupando cada vez más espacio, como los gases, que ocupan todo el espacio que les dejas. Eso sí que lo siento. Luego hay una cosa muy de mi educación: el sentido de la responsabilidad, del trabajo bien hecho. El vivir aquí tiene problemas. Estás un sábado viendo un programa de la tele y te acuerdas de que un piso más abajo tienes la mesa llena de papeles. Pues me bajo y pongo el programa en el despacho. La tendencia es un poco parecida a la de La Moncloa. Hablo mucho con Zapatero los sábados por la noche.

-¿De qué?

-De la vida, de que piensas en salir, por ejemplo, y, ¡joder!, mover los coches, que los escoltas te esperen hasta las tantas... Este es un sitio del que hay que salir porque acaba poseyéndote y desprofesionalizándote. Por eso hago mucho por ir a maitines y a las ejecutivas. Pero llega un momento en que, no sé, tienes una familia arriba y otra abajo.

-¿Los problemas inmediatos desideologizan la acción del conjunto?

-No, este es un ministerio con un elemento social muy importante. Aquí juegas con una cosa que para mi generación es vital: la seguridad y, por tanto, la libertad. Cuando el PP dijo aquello de la seguridad para quien se la pague nos hizo un favor, porque explicaron como nadie que si tú vives en una urbanización con seguridad estás protegido, pero si vives en un barrio donde no te la puedes pagar, no puedes salir por la noche. Por eso, lo que hemos hecho aquí es aumentar la seguridad y el número de guardias civiles y policías. Hemos metido casi 40.000 policías y guardias civiles más que están ahí para garantizar la seguridad de todos los ciudadanos, vivan donde vivan y tengan el dinero que tengan.

-¿Hay tensiones ocasionales entre su ideología y su práctica profesional?

-No hay tensiones entre mi ideología y mi práctica profesional. Más aún, no las hay entre mi biografía y mi práctica. ¿Recuerdas la huelga de transportes de junio de 2008?

-Mmm...

-Empezó un sábado o un domingo. La cosa se fue calentando y perdíamos el control del país. Aquella huelga del sector del transporte fue, desde el punto de vista del conocimiento, apasionante. El miércoles por la mañana pensé que había que tomar decisiones. Convoqué a mi gente y les dije: "Ahora mismo sacáis los camiones de la carretera de Burgos". "Pero ministro...", me decían. Nada, me los sacáis.

-¿Había problemas jurídicos?

-Ninguno. Y aquello lo taponaba todo, imagínate, una ciudad como Madrid en la que, por citar solo una cosa, no entraban los víveres. Había que mandar un mensaje de que aquello no podía ser. Fue una decisión comparable a la de Blanco con los controladores aéreos. Pero si lo hago el lunes en vez del miércoles me habría equivocado. Los tiempos son fundamentales. Bueno, aquel día me sentí raro. Algo colisionaba con mi biografía, algo me rechinaba...

-¿Y qué le rechinaba?

-Que yo sacara a unos trabajadores cuando hace 35 años yo habría ido allí a gritar a la policía.

-Hablando de gritar a la policía, ¿por qué cree que la oposición de derechas desautoriza tanto a los cuerpos de seguridad?

-Mi ministerio se divide en antes y después de Gürtel. Después de Gürtel aparece esa cosa de la "policía política que falsifica pruebas". Como llevo mucho tiempo aquí sé: a) que es falso, b) que el que lo dice sabe que es falso, c) que sabe también el daño que hace a los profesionales. Además es un modo, mafioso, por cierto, de amenazar a la policía. A mí no me toques, que te doy, dedícate a la delincuencia común, pero a mí ni me toques. Y la policía dice: ¿Qué culpa tenemos de que exista Correa? A la policía y a la Guardia Civil les da igual de qué partido seas.

-¿Le gusta la valoración que recibe en las encuestas?

-Todo el mundo quiere que le quieran y hay políticos que llevan muy mal que no les quieran. Yo he asumido que hubiera gente que no me quisiera, pero reconforta mucho que te quieran.

Después de comer, el ministro me hizo asistir a tres o cuatro reuniones más, para darme doctrina. Al despedirnos era otra vez de noche. Detuve en la puerta del ministerio un taxi cuyo conductor debió de tomarme por un subsecretario (quizá haya una hora del día en la que a todos se nos pone cara de subsecretario del Interior). El caso es que sin necesidad de que le provocara dijo:

-Hay una tensión enorme en la calle. Esto está a punto de estallar.

-¿Asocia usted paro a delincuencia? -pregunté.

-No digo que no -dijo él.

Y eso fue todo.

Alfredo Pérez Rubalcaba en una de las salas del Ministerio del Interior
Alfredo Pérez Rubalcaba en una de las salas del Ministerio del InteriorSOFÍA MORO
Rubalcaba, en el Ministerio del Interior
Rubalcaba, en el Ministerio del InteriorSOFÍA MORO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_