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Primera huelga general contra Zapatero
Columna
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Moscas tras la oreja

El gran Albert Llanas -célebre humorista decimonónico- definió la quiebra como esa situación en la que nos metemos el dinero en el pantalón y después entregamos la americana a nuestros acreedores. Si esto ya era así a finales del siglo XIX, ¿cómo no va a serlo hoy? Que el mundo está cambiando -y a peor- es algo que, desgraciadamente, no parece poder detener ni una huelga general. Los responsables de la crisis siguen llenándose los bolsillos mientras nuestros derechos sociales se reducen a meras intenciones. Esa era la argumentación entre los piquetes y manifestantes que salieron ayer a la calle, mezcla paradójica de espíritu combativo y desengañado fatalismo.

Pocas huelgas ha vivido esta ciudad con razones tan obvias y en pocas se había dado una protesta con tan menguadas esperanzas de cambiar las cosas. Las declaraciones de los sindicatos parecían empañadas de culpabilidad por atacar a un Gobierno afín, y todo ante la congoja de imaginar nuevamente al PP en La Moncloa. En un contexto así quizás sea necesario recordar que la eficacia de una huelga general ya fue motivo de discusión dentro del movimiento obrero desde su inicio. Se debatía si era posible unir en una misma acción a colectivos con diferentes intereses y sensibilidades. En ningún lugar como en una convocatoria de este tipo podía apreciarse el choque de libertades y derechos contrapuestos, el derecho a estar y también el de no estar. No obstante, esta fórmula de protesta masiva devino en prólogo revolucionario, y las primeras huelgas generales que hubo provocaron graves sacudidas sociales. Barcelona vivió la primera de ellas en 1855, convocada contra la introducción de máquinas en la industria. Y como las siguientes -las de 1874, 1902, 1909 y 1917-, terminó con la intervención del ejército (el capitán general de aquel momento era el general Juan Zapatero). Durante la II República se vivió la de 1934, que desencadenó la revolución de Asturias. Y la de 1936 -contra el golpe de Estado del general Franco-, que provocó el estallido de la revolución anarquista en Cataluña. Hasta ese momento huelga general, revolución y represión militar eran la secuencia habitual.

En la jornada de ayer parecía reinar una extraña frustración anticipada, el solipsista "derecho al pataleo"
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Tras la dictadura, Barcelona ha vivido otras nueve huelgas generales, de las cuales solo en la de 1988 se consiguió paralizar la calle. Exceptuando la de 1976 -por las libertades democráticas-, la de 1978 -contra el paro- y la de 2003 -contra la guerra de Irak-, todas las demás han tenido como protagonista una reforma laboral. Por supuesto, ninguna de ellas ha vuelto a generar un proceso revolucionario. Pero, a diferencia de la actual, en todas parecía posible una rectificación y un cambio de rumbo, haciendo visible la fuerza sindical y el encono con el Gobierno de turno. Ahí radica quizás la principal diferencia con la que vivimos ayer, en la que parecía reinar una extraña frustración anticipada, el solipsista "derecho al pataleo" del que oí hablar tantas veces a lo largo del día.

Anteayer eran muchos los que calificaban a los sindicatos como un anacronismo, incapaz de oponerse a las abusivas soluciones que se le están dando a la crisis. Ayer esos mismos críticos decían exactamente lo mismo, aunque esta vez era porque los sindicatos habían salido a la calle. Alguien debería estudiar cuál es el rumbo de una sociedad que cada vez cree menos en sus instituciones, en los comicios y en las huelgas; en la que los comerciantes juegan al gato y al ratón con los piquetes, y donde un grupo antisistema puede poner una jornada que es de todos al borde de la histeria. A la hora de la verdad, la gente que salió a protestar lo hizo con la única certeza posible de que no podemos asistir al continuo recorte social quedándonos de brazos cruzados, a pesar del Gobierno, a pesar de los sindicatos y a pesar de la poca confianza que nos infunden nuestros poderes nacionales, cada vez más supeditados a una globalización especulativa que parece estar apoderándose del futuro. Como le oí decir a un manifestante, "quizás un mundo mejor no sea posible, pero hay que luchar para no empeorar el que tenemos".

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Xavier Theros es escritor.

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