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Columna
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Temblor de la isla

Juan Cruz

El Hierro es una isla de mil récords. Es la más joven del archipiélago canario. En las cumbres el tiempo parece inglés y en la costa te tuesta el sol de África, camino de América.

Aquí, en la isla, la emigración fue tan abundante, tan nutritiva, que en una de las primeras casas que hicieron los retornados se leía hace años esta inscripción: "Gracias, Venezuela". Barcos fantasmas, que ya entraron en la leyenda de la navegación isleña, partieron de El Hierro casi sin brújula, porque tú pones un neumático sobre este Atlántico y algunos días después esa rueda falsa está en las playas de Venezuela.

El Hierro ha marcado el rumbo de los navegantes, y no sólo el de los navegantes canarios. Su presencia en la inmensidad del océano fue también un símbolo de la dificultad para acceder, como si fuera una roca esquiva. Ignacio Aldecoa, en su Cuaderno de godo, cuenta cómo se le hizo imposible superar aquel farallón increíble del Puerto de la Estaca. Su faro, el de Orchilla, es lo último que ven los navegantes que se adentran en el océano para buscar la ruta americana. Y por ahí pasaba el meridiano que le robó Greenwich, y que sigue señalado con una línea que parece un poema cubista en el Atlántico.

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El Hierro duerme con la maleta hecha

En la isla solo hay un semáforo, pero es contundente: dura más minutos que cualquier semáforo convencional y junta la isla grande con esa otra isla chica donde está el Parador, que durante años estuvo ahí, como un fantasma desolado, a la espera del túnel que ahora resguarda la vía de las piedras que caían sobre el itinerario.

Además, en la isla está el hotel más chico del mundo, junto al mar, de modo que hay extranjeros que van allí a pescar desde la ventana de su habitación minúscula. Hay carreteras desoladas que te llevan al bosque de Las Sabinas, un lugar desértico en el que el viento ha peinado los árboles que ahora son toda una fantasmagoría. Los lagartos de Salmor, enormes y vigilantes, tienen en la mirada el miedo y así atemorizan.

José Padrón Machín, el viejo cronista de la isla, me contó historias de violencia y de huida hace cerca de 40 años en Valverde, la capital, donde él escribía como si estuviera aún perseguido por los nacionales en la Guerra Civil. El Hierro. Ahora tiembla, parece que la lava le viene pronto, está renaciendo como una piedra nueva en la negrura definitiva de su geografía, acaso la más exótica, la más rotunda de un archipiélago que estaría desolado si le faltara ese faro que nunca deja de vigilar desde su altura.

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