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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Del miedo a la responsabilidad

El confinamiento es una emergencia. No es ningún triunfo, como entienden los que exigen que se alargue. Es la consecuencia de un fracaso: no se atendieron las advertencias, no se supo prever la amenaza

Momento en el que Pedro Sánchez anunció la prórroga del estado de alarma hasta el 26 de abril.
Momento en el que Pedro Sánchez anunció la prórroga del estado de alarma hasta el 26 de abril.
Josep Ramoneda

La democracia no admite excepciones”, decía Luigi Ferrajoli, en este periódico. Por eso hay que pensar ya en la salida del estado de alarma. El tiempo de excepción ha de ser lo más breve posible y si se alarga más de la cuenta la infección acabará alcanzado a las instituciones públicas.

Hartmut Rosa, el filósofo de la aceleración, ha glosado “el milagro sociológico”. Lo que parecía imposible ha ocurrido: el mundo se ha parado. “Desde principios del siglo XIX el globo conoció un proceso de dinamización (desigual y a menudo violenta): habíamos literalmente colocado al mundo en movimiento a un ritmo cada vez más rápido”. De pronto, ha llegado el gran frenazo. Como precisa Hartmut Rosa, no se ha parado, lo hemos parado. El virus ni ha dejado a los aviones en tierra, ni ha cerrado las tiendas y las industrias, ni nos ha forzado a quedarnos en casa. “Ha sido nuestra deliberación política y nuestra acción política la que lo ha hecho”. Y así se ha conseguido lo que, por ejemplo, todas las conferencias mundiales sobre el clima han sido incapaces de lograr: frenar la aceleración que en los últimos treinta años ha adquirido ritmos alarmantemente descontrolados. Y, sin embargo, cuando una amenaza directa a nuestros cuerpos, susceptible de atacar a cualquiera sin distinciones, ha llegado al primer mundo, los gobernantes han decidido pararlo todo y la ciudadanía se ha encerrado en casa sin rechistar. ¿Qué es lo que lo ha conseguido? Una combinación casi perfecta entre el miedo y la culpa.

De pronto, hemos descubierto la vulnerabilidad de un sistema que parecía imparable, que convertía a los ciudadanos en “sujetos luchando constantemente contra su cuerpo y su personalidad en nombre de la auto-optimización” (Hartmut Rosa). Y con ella, nuestra propia vulnerabilidad ha vuelto al primer plano de la conciencia. El miedo, la culpa y el aislamiento. Las tres piezas del mecanismo de la gran frenada. Miedo ascendente al ritmo de la propagación de las cifras de muertos y de los mensajes que venían de China. Culpa, porque ésta es la fuerza del virus: nos convierte en agente y sujeto de contagio, a la vez. De pronto descubres que la vida de la gente más cercana puede depender de ti: de un abrazo o de un beso. Y nunca lo podrás saber a ciencia cierta. Esta doble pulsión —la culpa y el miedo— es la que ha hecho aceptar el confinamiento sin chistar. Sin apenas darse cuenta de que se nos estaba limitando la condición de ciudadano.

Estamos a punto de alcanzar el mes de confinamiento. Y hay que mirar al final del túnel y preparar el momento de cruzar el dintel. Es el paso del miedo y la culpa a la plena responsabilidad. Y, por tanto, a la confianza. Los gobernantes tienden muy fácilmente al paternalismo (del que las políticas de excepción son una figura), a desposeer a los ciudadanos de su condición y tratarlos como niños irresponsables. Como sabemos por experiencia en este país, forma parte del discurso de las dictaduras: por vuestro bien. Pero es incompatible con la democracia. Y, sin embargo, en vez de apelar a la responsabilidad de los ciudadanos se habla, por ejemplo, de geolocalización a través de los teléfonos móviles. Cuidado con cruzar pasarelas que llevan a orillas donde algunos están cultivando el autoritarismo postdemocrático.

El confinamiento es una emergencia. No es ningún triunfo como a veces parece que entiendan los que insisten en exigir que se alargue y sea más duro. Al contrario, es la consecuencia de un fracaso: no se atendieron las advertencias, no se supo prever la amenaza. Como ocurre con el cambio climático, que cuando estalle en forma de catástrofe nadie podrá alegar ignorancia. La imprevisión nos ha regalado una oportunidad: demostrar que la aceleración podía frenarse. Pero, como dice Hartmut Rosa, “parar no es hacer una sociedad nueva”.

Hay que volver a arrancar, lo más pronto posible. Las inercias y las fuerzas en presencia pretenderán volver adonde estábamos. ¿Es realmente deseable? Es la hora de la responsabilidad. Sin embargo, esta historia ha sido la constatación del gran fracaso de la gobernanza global, empezando por el patético papel de Europa. Y así es difícil imaginar que las fuerzas que han campado a sus anchas durante los últimos años no vuelvan a disparar desde ya la dinámica de la aceleración sin límites.

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